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Escena: La casa de Bernarda Alba.

Obra: La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca.


Cuatro personajes: Madaglena, Adela, Martirio, La poncia. Una extra: La criada.

Acto II, segunda parte.


(Sale Magdalena con Adela.)
Magdalena: Pues, ¿no estabas dormida?
Adela: Tengo mal cuerpo.
Martirio: (Con intención.) ¿Es que no has dormido bien esta noche?
Adela: Sí.
Martirio: ¿Entonces?
Adela: (Fuerte) ¡Déjame ya! ¡Durmiendo o velando, no tienes por qué meterte en lo mío! ¡Yo hago con mi cuerpo lo que me parece!
Martirio: ¡Sólo es interés por ti!
Adela: Interés o inquisición. ¿No estabais cosiendo? Pues seguir. ¡Quisiera ser invisible, pasar por las habitaciones sin que me preguntarais dónde voy!
Criada: (Entra) Bernarda os llama. Está el hombre de los encajes.
(Salen.)
(Al salir, Martirio mira fijamente a Adela)
Adela: ¡No me mires más! Si quieres te daré mis ojos, que son frescos, y mis espaldas, para que te compongas la joroba que tienes, pero vuelve la cabeza cuando yo pase.
(Se va Martirio)
La Poncia: ¡Adela, que es tu hermana, y además la que más te quiere!
Adela: Me sigue a todos lados. A veces se asoma a mi cuarto para ver si duermo. No me deja respirar. Y siempre: "¡Qué lástima de cara! ¡Qué lástima de cuerpo, que no va a ser para nadie!" ¡Y eso no! Mi cuerpo será de quien yo quiera!
La Poncia: (Con intención y en voz baja) De Pepe el Romano, ¿no es eso?
Adela: (Sobrecogida) ¿Qué dices?
La Poncia: ¡Lo que digo, Adela!
Adela: ¡Calla!
La Poncia: (Alto) ¿Crees que no me he fijado?
Adela: ¡Baja la voz!
La Poncia: ¡Mata esos pensamientos!
Adela: ¿Qué sabes tú?
La Poncia: Las viejas vemos a través de las paredes. ¿Dónde vas de noche cuando te levantas?
Adela: ¡Ciega debías estar!
La Poncia: Con la cabeza y las manos llenas de ojos cuando se trata de lo que se trata. Por mucho que pienso no sé lo que te propones. ¿Por qué te pusiste casi desnuda con la luz encendida y la ventana abierta al pasar Pepe el segundo día que vino a hablar con tu hermana?
Adela: ¡Eso no es verdad!
La Poncia: ¡No seas como los niños chicos! Deja en paz a tu hermana y si Pepe el Romano te gusta te aguantas. (Adela llora.)Además, ¿quién dice que no te puedas casar con él? Tu hermana Angustias es una enferma. Ésa no resiste el primer parto. Es estrecha de cintura, vieja, y con mi conocimiento te digo que se morirá. Entonces Pepe hará lo que hacen todos los viudos de esta tierra: se casará con la más joven, la más hermosa, y ésa eres tú. Alimenta esa esperanza, olvídalo. Lo que quieras, pero no vayas contra la ley de Dios.
Adela: ¡Calla!
La Poncia: ¡No callo!
Adela: Métete en tus cosas, ¡oledora! ¡pérfida!
La Poncia: ¡Sombra tuya he de ser!
Adela: En vez de limpiar la casa y acostarte para rezar a tus muertos, buscas como una vieja marrana asuntos de hombres y mujeres para babosear en ellos.
La Poncia: ¡Velo! Para que las gentes no escupan al pasar por esta puerta.
Adela: ¡Qué cariño tan grande te ha entrado de pronto por mi hermana!
La Poncia: No os tengo ley a ninguna, pero quiero vivir en casa decente. ¡No quiero mancharme de vieja!
Adela: Es inútil tu consejo. Ya es tarde. No por encima de ti, que eres una criada, por encima de mi madre saltaría para apagarme este fuego que tengo levantado por piernas y boca. ¿ Qué puedes decir de mí? Que me encierro en mi cuarto y no abro la puerta? ¿Que no duermo? ¡Soy más lista que tú! Mira a ver si puedes agarrar la liebre con tus manos.
La Poncia: No me desafíes. ¡Adela, no me desafíes! Porque yo puedo dar voces, encender luces y hacer que toquen las campanas.
Adela: Trae cuatro mil bengalas amarillas y ponlas en las bardas del corral. Nadie podrá evitar que suceda lo que tiene que suceder.
La Poncia: ¡Tanto te gusta ese hombre!
Adela: ¡Tanto! Mirando sus ojos me parece que bebo su sangre lentamente.
La Poncia: Yo no te puedo oír.
Adela: ¡Pues me oirás! Te he tenido miedo. ¡Pero ya soy más fuerte que tú!
(Entra Angustias)
Angustias: ¡Siempre discutiendo!
La Poncia: Claro, se empeña en que, con el calor que hace, vaya a traerle no sé qué cosa de la tienda.
Angustias: ¿Me compraste el bote de esencia?
La Poncia: El más caro. Y los polvos. En la mesa de tu cuarto los he puesto.
(Sale Angustias)
Adela: ¡Y chitón!
La Poncia: ¡Lo veremos!
(Entran Martirio, Amelia y Magdalena)
Magdalena: (A Adela)¿Has visto los encajes?
Amelia: Los de Angustias para sus sábanas de novia son preciosos.
Adela: (A Martirio, que trae unos encajes) ¿Y éstos?
Martirio: Son para mí. Para una camisa.
Adela: (Con sarcasmo) ¡Se necesita buen humor!
Martirio: (Con intención) Para verlos yo. No necesito lucirme ante nadie.
La Poncia: Nadie la ve a una en camisa.
Martirio: (Con intención y mirando a Adela) ¡A veces! Pero me encanta la ropa interior. Si fuera rica la tendría de holanda. Es uno de los pocos gustos que me quedan.
La Poncia: Estos encajes son preciosos para las gorras de niño, para mantehuelos de cristianar. Yo nunca pude usarlos en los míos. A ver si ahora Angustias los usa en los suyos. Como le dé por tener crías vais a estar cosiendo mañana y tarde.
Magdalena: Yo no pienso dar una puntada.
Amelia: Y mucho menos cuidar niños ajenos. Mira tú cómo están las vecinas del callejón, sacrificadas por cuatro monigotes.
La Poncia: Ésas están mejor que vosotras. ¡Siquiera allí se ríe y se oyen porrazos!
Martirio: Pues vete a servir con ellas.
La Poncia: No. ¡Ya me ha tocado en suerte este convento!

Escena de ANTÍGONA


Obra: Antígona, de Sófocles.

Dos personajes: Antigona e Ismena

ACCION
La acción transcurre en el Ágora de Tebas, ante de la puerta del palacio de CREONTE. La víspera, los argivos, mandados por POLINICE, han sido derrotados: han huido durante la noche que ha terminado. Despunta el día. En escena, ANTIGONA e ISMENA.
ANTIGONA:
Tú, Ismena, mi querida hermana, que conmigo compartes las desventuras que Edipo nos legó, ¿sabes de un solo infortunio que Zeus no nos haya enviado desde que vinimos al mundo? Desde luego, no hay dolor ni maldición ni vergüenza ni deshonor alguno que no pueda contarse en el número de tus desgracias y de las mías. Y hoy, ¿qué edicto es ese que nuestro jefe, según dicen, acaba de promulgar para todo el pueblo? ¿Has oído hablar de él, o ignoras el daño que preparan nuestros enemigos contra los seres que no son queridos?
ISMENA:
Ninguna noticia, Antígona, ha llegado hasta mí, ni agradable ni dolorosa, desde que las dos nos vimos privadas de nuestros hermanos, que en un solo día sucumbieron el uno a manos del otro.  «El ejército de los argivos desapareció durante la noche que ha terminado, y desde entonces no sé absolutamente nada que me haga más feliz ni más desgraciada.
ANTÍGONA:
Estaba segura de ello, y por eso te he hecho salir del palacio para que puedas oírme a solas.
ISMENA:
¿Qué hay? Parece que tienes entre manos algún proyecto.
ANTIGONA:
Creonte ha acordado otorgar los honores de la sepultura a uno de nuestros hermanos y en cambio se la rehúsa al otro. A Etéocles, según parece, lo ha mandado enterrar de Modo que sea honrado entre los muertos bajo tierra; pero en lo tocante al cuerpo del
infortunado Polinice, también se dice que ha hecho pública una orden para todos los tebanos en la que prohíbe darle sepultura y que se le llore: hay que dejarlo sin lágrimas e insepulto para que sea fácil presa de las aves, siempre en busca de alimento. He aquí lo que el excelente Creonte ha mandado pregonar por ti y por mí; sí, por mí misma; y que va a venir aquí para anunciarlo claramente a quien lo ignore; y que no considerará la cosa como baladí; pues cualquiera que infrinja su orden, morirá lapidado por el pueblo. Esto es lo que yo tenía que comunicarte. Pronto vas a tener que demostrar si has nacido de sangre generosa o si no eres más que una cobarde que desmientes la nobleza de tus padres.
ISMENA:
Pero, infortunada, si las cosas están dispuestas así ¿qué ganaría yo desobedeciendo o acatando esas órdenes?
ANTÍGONA:
¿Me ayudarás? ¿Procederás de acuerdo conmigo? Piénsalo.
ISMENA:
¿A qué riesgo vas a exponerte? ¿Qué es lo que piensas?
ANTÍGONA:
¿Me ayudarás a levantar el cadáver?
ISMENA:
Pero ¿de verdad piensas darle sepultura, a pesar de que se haya prohibido a toda la ciudad?
ANTÍGONA:
Una cosa es cierta: es mi hermano y el tuyo, quiéraslo o no. Nadie me acusará de traición por haberlo abandonado.
ISMENA:
¡Desgraciada! ¿A pesar de la prohibición de Creonte?
ANTÍGONA:
No tiene ningún derecho a privarme de los míos.
ISMENA:
¡Ah! Piensa, hermana, en nuestro padre, que pereció cargado del odio y del oprobio, después que por los pecados que en sí mismo descubrió, se reventó los ojos con sus propias manos; piensa también que su madre y su mujer, pues fue las dos cosas a la vez,
puso ella misma fin a su vida con un cordón trenzado, y mira, como tercera desgracia, cómo nuestros hermanos, en un solo día, los dos se han dado muerte uno a otro, hiriéndose mutuamente con sus propias manos. ¡Ahora que nos hemos quedado solas tú y yo, piensa en la muerte aún más desgraciada que nos espera si a pesar de la ley, si con desprecio de ésta, desafiamos el poder y el edicto del tirano! Piensa además, ante todo, que somos mujeres, y que, como tales, no podemos luchar contra los hombres; y luego, que estamos sometidas a gentes más poderosas que nosotras, y por tanto nos es forzoso obedecer sus órdenes aunque fuesen aún más rigurosas. En cuanto a mí se refiere, rogando a nuestros muertos que están bajo tierra que me perdonen porque cedo contra mi voluntad a la violencia, obedeceré a los que están en el poder, pues querer emprender lo que sobrepasa nuestra fuerza no tiene ningún sentido.
ANTIGONA:
No insistiré; pero aunque luego quisieras ayudarme, no me será ya grata tu ayuda. Haz lo que te parezca. Yo, por mi parte, enterraré a Polinice. Será hermoso para mí morir cumpliendo ese deber. Así reposaré junto a él, amante hermana con el amado hermano;
rebelde y santa por cumplir con todos mis deberes piadosos; que más cuenta me tiene dar gusto a los que están abajo, que a los que están aquí arriba, pues para siempre tengo que descansar bajo tierra. Tú, si te parece, desprecia lo que para los dioses es lo más sagrado
ISMENA:
No desprecio nada; pero no dispongo de recursos para actuar en contra de las leyes de la ciudad.
ANTÍGONA:
Puedes alegar ese pretexto. Yo, por mi parte, iré a levantar el túmulo de mi muy querido hermano.
ISMENA:
¡Ay, desgraciada!, ¡qué miedo siento por ti!
ANTÍGONA:
No tengas miedo por mí; preocúpate de tu propia vida.
ISMENA:
Pero por lo menos no se lo digas a nadie. Manténlo secreto; yo haré lo mismo.
ANTÍGONA:
Yo no. Dilo en todas partes. Me serías más odiosa callando la decisión que he tomado que divulgándola.

ISMENA:
Tienes un corazón de fuego para lo que hiela de espanto.
ANTÍGONA:
Pero sé que soy grata a aquellos a quienes sobre todo me importa agradar.
ISMENA:
Si al menos pudieras tener éxito; pero sé que te apasionas por un imposible.
ANTÍGONA:
Pues bien, ¡cuando mis fuerzas desmayen lo dejaré!
ISMENA:
Pero no hay que perseguir lo imposible.
ANTÍGONA:
Si continúas hablando así, serás el blanco de mi odio y te harás odiosa al muerto a cuyo lado dormirás un día. Déjame, pues, con mi temeridad afrontar este peligro, ya que nada me sería más intolerable que no morir con gloria.
ISMENA:
Pues si estás tan decidida, sigue. Sin embargo, ten presente una cosa: te embarcas en una aventura insensata; pero obras como verdadera amiga de los que te son queridos.
(ANTÍGONA e ISMENA se retiran. ANTÍGONA se aleja;
ISMENA entra al palacio.