Eras realmente
pintoresco, Ton; con aquella gorra de los Tigres del Licey, que ya no era azul
sino berrenda, y el pantalón de kaky que te ponías planchadito los sábados por
la tarde para ir a juntarte con nosotros en la glorieta del Parque Salvador a
ver las paradas de los Boys Scouts en la avenida y a corretear y bromear hasta
que de repente la noche oscurecía el recinto y nuestros gritos se apagaban por
las calles del barrio.
Te recuerdo, porque
hoy he aprendido a querer a los muchachos como tú y entonces me empeño en
recordar esa tu voz cansona y timorata y aquella insistente cojera que te hacía
brincar a cada paso y que sin embargo no te impedía correr de home a primera,
cuando Juan se te acercaba y te decía al oído "vamos a sorprenderlos, Ton;
toca por tercera y corre mucho". Como jugabas con los muchachos del
"Aurora", compartiste con nosotros muchas veces la alegría de formar
aquella rueda en el box "¡rosi, rosi, sin bom-ba - Aurora - Aurora - ra-
ra- ra!" y eso que tú no podías jugar todas las entradas de un partido
porque había que esperar a que nos fuéramos por encima del "Miramar"
o "la Barca" para darle "un chance a Ton que vino
tempranito" y "no te apures, Ton que ahorita entras de
emergente".
¿Cómo llegaste al
barrio? ¿Cuándo? ¿Quién te invitó a la pandilla? ¿Qué cuento de Pedro Animal
hizo Toñín esa noche, Ton? ¿Serías capaz de recordar que en el radio en casa de
Candelario todas las noches "Mejoral, el calmante sin rival, presenta
"Cárcel de mujeres", y entonces alguien daba palmadas desde la puerta
de una casa y ya era hora de irse a dormir, "se rompió la taza..."
Yo no sé si tú, con esa manera de mirar con un guiño que tenías cuando el sol te molestaba, podrías reconocerme ahora. Probablemente la pipa apretada entre los dientes me presta una apariencia demasiado extraña a ti, o esta gordura que empieza a redondear mi cara y las entradas cada vez más obvias en mi cabeza, han desdibujado ya lo que podría recordarse de aquel muchacho que se hacía la raya a un lado, y que algunas tardes te acompañó a ver los training de Kid Barquerito y de 22-22 en la cancha, en los tiempos en que "Barquero se va para La Habana a pelear con Acevedo" y Efraín, el entrenador, con el bigote de Joaquín Pardavé, "¡Arriba, arriba, así es; la izquierda, el jab ahora; eso es" y tú después, apoyándote en tu pie siempre empinado, "¡can-can-can-can!" golpeando el aire con tus puños, bajábamos por la calle Sánchez, "¡can-can-can!", jugabas la soga contra la pared, siempre saltando por tu cojera incorregible y yo te decía que "no jodas Ton" pero tú seguías y entonces, ya en pleno barrio, yo te quitaba la gorra, dejando al descubierto el óvalo grande de tu cabeza de zeppelin, aquella cabeza del "Ton, Melitón, cojo y cabezón!" con que el Flaco Pérez acompañaba el redoble de los tambores de los Boys Scouts para hacerte rabiar hasta el extremo de mentarle "¡Tumadrehijodelagranputa", y así llegábamos corriendo, uno detrás del otro, hasta la puerta de mi casa, donde, poniéndote la gorra, decías siempre lo mismo: "¡a mí no me hables!".
Yo no sé si tú, con esa manera de mirar con un guiño que tenías cuando el sol te molestaba, podrías reconocerme ahora. Probablemente la pipa apretada entre los dientes me presta una apariencia demasiado extraña a ti, o esta gordura que empieza a redondear mi cara y las entradas cada vez más obvias en mi cabeza, han desdibujado ya lo que podría recordarse de aquel muchacho que se hacía la raya a un lado, y que algunas tardes te acompañó a ver los training de Kid Barquerito y de 22-22 en la cancha, en los tiempos en que "Barquero se va para La Habana a pelear con Acevedo" y Efraín, el entrenador, con el bigote de Joaquín Pardavé, "¡Arriba, arriba, así es; la izquierda, el jab ahora; eso es" y tú después, apoyándote en tu pie siempre empinado, "¡can-can-can-can!" golpeando el aire con tus puños, bajábamos por la calle Sánchez, "¡can-can-can!", jugabas la soga contra la pared, siempre saltando por tu cojera incorregible y yo te decía que "no jodas Ton" pero tú seguías y entonces, ya en pleno barrio, yo te quitaba la gorra, dejando al descubierto el óvalo grande de tu cabeza de zeppelin, aquella cabeza del "Ton, Melitón, cojo y cabezón!" con que el Flaco Pérez acompañaba el redoble de los tambores de los Boys Scouts para hacerte rabiar hasta el extremo de mentarle "¡Tumadrehijodelagranputa", y así llegábamos corriendo, uno detrás del otro, hasta la puerta de mi casa, donde, poniéndote la gorra, decías siempre lo mismo: "¡a mí no me hables!".
Para esos tiempos
el barrio no estaba tan triste, Ton; no caía esa luz desteñida y polvorienta
sobre las casas ni este deprimente olor a toallas viejas se le pegaba a uno en
la piel como un tierno y resignado vaho de miseria, a través de las calles por
donde minutos atrás yo he venido inútilmente echando de menos los ojos juntos y
cejudos del "búho Pujols", las latas de carbón a la puerta de la casa
amarilla, el perro blanco y negro de los Pascual, la algarabía en las fiestas
de cumpleaños de Pin Báez, en las que su padre tomaba cervezas con sus amigos
sentado contra la pared de ladrillos, en un rincón sombrío del patio, y
nosotros, yo con mi traje blanco almidonado; ahora recuerdo el bordoneo puntual
y melancólico de la guitarra de Negro Alcántara, mientras alrededor del pozo
corríamos y gritábamos y entre el ruido de la heladera el diente careado de
Asia salía y se escondía alternativamente en cada grito.
Era para morirse de
risa, Ton, para enlodarse los zapatos; para empinarse junto al brocal y verse
en el espejo negro del pozo, cara de círculos concéntricos, cabellos de
helechos, salivazo en el ojo, y después "mira como te has puesto,
cualquiera te revienta, perdiste dos botones, tigre, eso eres, un tigre, a este
muchacho, Arturo, hay que quemarlo a golpes"; pero entonces éramos tan
iguales, tan lo mismo, tan "fraile y convento, convento sin fraile, que
vaya y que venga", Ton, que la vida era lo mismo, "un gustazo: un
trancazo", para todos.
Claro que ahora no
es lo mismo. Los años han pasado. Comenzaron a pasar desde aquel día en que
miré las aguas verdosas de la zanja, cuando papá cerró el candado y mamá se
quedó mirando la casa por el vidrio trasero del carro y yo los saludé a
ustedes, a ti, a Fremio, a Juan, a Toñín, que estaban en la esquina, y me quedé
recordando esa cara que pusieron todos, un poco de tristeza y de rencor, cuando
aquella mañana, (ocho y quince en la radio del carro) nos marchamos definitivamente
del barrio y del pueblo.
Ustedes quedarían
para siempre contra la pared grisácea de la pulpería de Ulises. La puya del
trompo haciendo un hoyo en el pavimento, la gangorra lanzada al aire con
violenta soltura, machacando a puyazos y cabezazos la moneda ya negra de rodar
por la calle; no tendrían en lo adelante otro lugar que junto a ese muro que se
iría oscureciendo con los años "a Milita se la tiró Alberto en el
callejoncito del tullío" escrito con carbón allí, y los días pasando con
una sorda modorra que acabaría en recuerdo, en remota y desvaída imagen de un
tiempo inexplicablemente perdido para siempre.
Una mañana me dio
por contarles a mis amigos de San Carlos cómo eran ustedes; les dije de Fremio,
que descubrió que en el piso de los vagones, en el muelle, siempre quedaba
azúcar parda cuando los barcos estaban cargando, y que se podía recoger a puñados
y hasta llenar una funda y sentarnos a comerla en las escalinatas del viejo
edificio de aduanas; les conté también de las zambullidas en el río y llegar
hasta la goleta de tres palos, encallada en el lodo sobre uno de sus costados,
y que una vez allí, con los pies en el agua, mirando el pueblo, el humo de la
chimenea, las carretas que subían del puerto cargadas de mercancías, pasábamos
el tiempo orinan-do, charlando, correteando de la popa al bauprés, hasta que en
el reloj de la iglesia se hacía tarde y otra vez, braceando, ganamos la orilla
en un escandaloso chapoteo que ahora me parece estar oyendo, aunque no lo
creas, Ton.
Los muchachos
quedaron fascinados con nuestro mundo de manglares, de locomotoras, de cigüas,
de cuevas de cangrejos, y desde entonces me hicieron relatar historias que en
el curso de los días yo fui alterando poco a poco hasta llegar a atribuir a
ustedes y a mí verdaderas epopeyas que yo mismo fui creyendo y repitiendo, no
sé qué día en que quizás comprendí que sería completamente inútil ese afán por
mostrarnos de una imagen que, como las viejas fotos, se amarilleaba y desteñía
ineludiblemente. La vida fue cambiando, Ton; entonces yo me fui inclinando un
poco a los libros y me interné en un extraño mundo mezcla de la Ciencia Natural
de Fesquet, versos de Bécquer, y láminas de Billiken; me gustaba el camino al
colegio cada mañana bajo los árboles de la avenida Independencia, el rostro de
Rita Hayworth, en la pequeña y amarilla pantalla del "Capitolio", me
hizo olvidar a Flash Gordon y a los Tres Chiflados. Ya para entonces papá
ganaba buen dinero en su puesto de la Secretaría de Educación, y nos mudamos a
una casa desde donde yo podía ver el mar y a Ivette, con sus shorts a rayas y
sus trenzas doradas que marcaban el vivo ritmo de sus ojos y su cabeza; con
ella me acostumbré a Nat King Cole, a Fernando Fernández, los viejos discos de
los Modernaires, y aprendía a llevar el compás de sus golpes junto a la mesa de
Ping-Pong; no le hablé nunca de ustedes, esa es la verdad, quizás porque nunca
hubo la oportunidad para ello o tal vez porque los días de Ivette pasaron tan
rápidos, tan llenos de "ven-mira-esta es Gretchen el Pontiac de papi dice
Albertico - me voy a Canadá" que nunca tuve la necesidad ni el tiempo para
recordarlos.
¿Tú sabes qué fue
del Andrea Doria, Ton? Probablemente no lo sepas; yo lo recuerdo por unas fotos
del "Miami Herald" y porque los muchachos latinos de la Universidad
nos íbamos a un café de Coral Gables a cantar junto a jarrones de cerveza
"Arrivederci Roma", balanceándonos en las sillas como si fuésemos en
un bote salvavidas; yo estudiaba el inglés y me gustaba pronunciar el
"good bay..." de la canción, con ese extraño gesto de la barbilla muy
peculiar en las muchachas y muchachos de aquel país. ¿Y sabes, Ton, que una vez
pensé en ustedes? Fue una mañana en que íbamos a lo largo de un muelle mirando
los yates y vi un grupo de muchachos despeinados y sucios que sacaban sardinas
de un jarro oxidado y las clavaban a la punta de sus anzuelos, yo me quedé
mirando un instante aquella pandilla y vi un vivo retrato nuestro en el muelle
de Macorís, sólo que nosotros no éramos rubios, ni llevábamos zapatos tennis,
ni teníamos caña de pescar, ahí se deshizo mi sueño y seguí mirando los yates
en compañía de mi amigo nicaragüense, muy aficionado a los deportes marinos. Y
los años van cayendo con todo su peso sobre los recuerdos, sobre la vida
vivida, y el pasado comienza a enterrarse en algún desconocido lugar, en una
región del corazón y de los sueños en donde permanecerán, intactos tal vez,
pero cubiertos por la mugre de los días sepultados bajo los libros leídos, la
impresión de otros países, los apretones de manos, las tardes de fútbol, las
borracheras, los malentendidos, el amor, las indigestiones, los trabajos. Por
eso, Ton, cuando años más tarde me gradué de Médico, la fiesta no fue con
ustedes sino que se celebró en varios lugares, corriendo alocadamente en aquel
Triumph sin muffler que tronaba sobre el pavimento, bailando hasta el cansancio
en el Country Club, descorchando botellas en la terraza, mientras mamá traía
platos de bocadillos y papá me llamaba "doctor" entre las risas de
los muchachos; ustedes no estuvieron allí ni yo estuve en ánimo, de reconstruir
viejas y melancólicas imágenes de paredes derruidas, calles polvorientas, pitos
de locomotoras y pies descalzos metidos en el agua lodosa del río, ahora los
nombres eran Héctor, Fred, Américo, y hablaríamos del Mal de Parkinson, de las
alergias, de los test de Jung y de Adler y también de ciertas obras de Thomas
Mann y François Mauriac.
Todo esto deberá
serte tan extraño, Ton; te será tan "había una vez y dos son tres, el que
no tiene azúcar no toma café " que me parece verte sentado a horcajadas
sobre el muro sucio de la Avenida, perdidos los ojos vagos entre las ramas rojas
de los almendros, escuchando a Juan contar las fabulosas historias de su tío
marinero que había naufragado en el canal de la Mona y que en tiempos de la
guerra estuvo prisionero de un submarino alemán, cerca de Curazao. Siempre
asumieron tus ojos esa vaguedad triste e ingenua cuando algo te hacía ver que
el mundo tenía otras dimensiones que tú, durmiendo entre sacos de carbón y
naranjas podridas, no alcanzarías a conocer más que en las palabras de Juan, o
en las películas de la guagüita Bayer o en las láminas deportivas de
"Carteles".
Yo no sé cuáles
serían entonces tus sueños, Ton, o si no los tenías; yo no sé si las gentes
como tú tienen sueños o si la cruda conciencia de sus realidades no se lo
permiten, pero de todos modos yo no te dejaría soñar, te desvelaría contándote
todo esto para de alguna forma volver a ser uno de ustedes, aunque sea por esta
tarde solamente. Ahora te diría cómo, años después, mientras hacía estudios de
Psiquiatría en España, conocí a Rosina, recién llegada de Italia con un grupo
de excursionistas entre los que se hallaban sus dos hermanos, Piero y
Francesco, que llevaban camisetas a rayas y el cabello caído sobre la frente.
Nos encontramos accidentalmente, Ton, como suelen encontrarse las gentes en
ciertas novelas de Françoise Sagan; tomábamos "Valdepeñas" en un
mesón, después de una corrida de toros, y Rosina, que acostumbra a hablar
haciendo grandes movimientos, levantaba los brazos y enseñaba el ombligo una
pulgada más arriba de su pantalón blanco. Después sólo recuerdo que alguien
volcó una botella de vino sobre mi chaqueta y que Piero cambiaba sonrisitas con
el pianista en un oscuro lugar que nunca volví a encontrar. Meses más tarde,
Rosina volvió a Madrid y nos alojamos en un pequeño piso al final de la Avenida
Generalísimo; fuimos al fútbol, a los museos, al cine-club, a las ferias, al
teatro, leímos, veraneamos, tocamos guitarra, escribimos versos, y una vez
terminada mi especialidad, metimos los libros, los discos, la cámara
fotográfica, la guitarra y la ropa en grandes maletas, y nos hicimos al mar.
"¿Cómo es
Santo Domingo?", me preguntaba Rosina una semana antes, cuando decidimos
casarnos, y yo me limitaba a contestarle, "algo más que las palmas y
tamboras que has visto en los afiches del Consulado". Eso pasó hace tiempo,
Ton; todavía vivía papá cuando volvimos. ¿Sabes que murió papá? Debes saberlo.
Lo enterramos aquí porque él siempre dijo que en este pueblo descansaría entre
camaradas. Si vieras cómo se puso el viejo, tú que chanceabas con su rápido
andar y sus ademanes vigorosos de "muñequito de cuerda", no lo
hubieras reconocido; ralo el cabello grisáceo, desencajado el rostro, ronca la
voz y la respiración, se fue gastando angustiosamente hasta morir una tarde en
la penumbra de su habitación entre el fuerte olor de los medicamentos. Ahí
mismo iba a morir mamá un año más tarde apenas; la vieja murió en sus cabales,
con los ojos duros y brillantes, con la misma enérgica expresión que tanto nos
asustaba Ton.
Por mi parte, con
Rosina no me fue tan bien como yo esperaba; nos hicimos de un bonito apartamento
en la avenida Bolívar y yo comencé a trabajar con relativo éxito en mi
consultorio. Los meses pasaron a un ritmo normal para quienes llegan del
extranjero y empiezan a montar el mecanismo de sus relaciones: invitaciones a
la playa los domingos, cenas, a bailar los fines de semanas, paseos por las
montañas, tertulias con artistas y colegas, invitaciones a las galerías,
llamadas telefónicas de amigos, en fin ese relajamiento a que tiene uno que
someterse cuando llega graduado del exterior y casado con una extranjera.
Rosina asimilaba con naturalidad el ambiente y, salvo pequeñas resistencias, se
mostraba feliz e interesada por todo lo que iba formando el ovillo de nuestra
vida. Pero pronto las cosas comenzaron a cambiar, entré a dar cátedras a la
Universidad y a la vez mi clientela crecía, con lo que mis ocupaciones y
responsabilidades fueron cada vez mayores, en tanto había nacido Francesco
José, y todo eso unido, dio un giro absoluto a nuestras relaciones. Rosina
empezó a lamentarse de su gordura y entre el "Metrecal" y la balanza
del baño dejaba a cada instante un rosario de palabras amargadas e hirientes,
la vida era demasiado cara en el país, en Italia los taxis no son así, aquí no
hace más que llover y cuando no el polvo se traga a la gente, el niño va a
tener el pelo demasiado duro, el servicio es detestable, un matrimonio joven no
debe ser un par de aburridos, Europa hace demasiada falta, uno no puede estar
pegando botones a cada rato, el maldito frasco de "Sucaril" se rompió
esta mañana, y así se fue amargando todo, amigo Ton, hasta que un día no fue
posible oponer más sensatez ni más mesura y Rosina voló a Roma en
"Alitalia" y yo no sé de mi hijo Francesco más que por dos cartas
mensuales y unas cuantas fotos a colores que voy guardando aquí, en mi cartera,
para sentir que crece junto a mí. Esa es la historia. Lo demás no será extraño,
Ton. Mañana es Día de Finados y yo he venido a estar algún momento junto a la
tumba de mis padres; quise venir desde hoy porque desde hace mucho tiempo me
golpeaba en la mente la ilusión de este regreso. Pensé en volver a atravesar
las calles del barrio, entrar en los callejones, respirar el olor de los
cerezos, de los limoncillos, de la yerba de los solares, ir a aquella ventana
por donde se podía ver el río y sus lanchones; encontrarlos a ustedes junto al
muro gris de la pulpería de Ulises, tirar de los cabellos al "Búho
Pujols", retozar con Fremio, chancear con Toñín y con Pericles, irnos a la
glorieta del parque Salvador y buscar en el viento de la tarde el sonido
uniforme de los redoblantes de los Boys Scouts. Pero quizás deba admitir que ya
es un poco tarde, que no podré volver sobre mis pasos para buscar tal vez una
parte más pura de la vida. Por eso hace un instante he dejado el barrio, Ton, y
he venido aquí, a esta mesa y me he puesto a pedir casi sin querer, botellas de
cerveza que estoy tomando sin darme cuenta, porque, cuando te vi entrar con esa
misma cojera que no me engaña y esa velada ingenuidad en la mirada, y esa
cabeza inconfundible de "Ton Melitón cojo y cabezón" mirándome como a
un extraño, sólo he tenido tiempo para comprender que tú sí que has permanecido
inalterable, Ton; que tu pureza es siempre igual la misma de aquellos días,
porque sólo los muchachos como tú pueden verdaderamente permanecer
incorruptibles aun por debajo de ese olvido, de esa pobreza, de esa amargura
que siempre te hizo mirar las rojas ramas del almendro cuando pensabas ciertas
cosas. Por eso yo soy quien ha cambiado, Ton, creo que me iré esta noche y por
eso también no sé si decirte ahora quién soy y contarte todo esto, o
simplemente dejar que termines de lustrarme los zapatos y marcharme para
siempre.
Hola, por favor corrijan el título del cuento, no es "Tom" es "Ton". Muchas gracias.
ResponderBorrarHola, por favor corrijan el título del cuento, no es "Tom" es "Ton". Muchas gracias.
ResponderBorrarMil gracias Minerva.
Borrar