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De Ultratumba: La Sala Manuel Rueda 2016

Por Revolución Cultural RD: 
El espacio destinado a la actuación, la danza y la música, dedicado a la memoria del gran poeta, músico y dramaturgo Manuel Rueda, se encuentra actualmente en las condiciones que pueden Revolución Cultural RD.
Baño de la Manuel Rueda, 2016
Hacer clic para ver todas las fotos
apreciarse en estas fotos, hechas en Septiembre de 2015 por un equipo de
Esta sala fue concebida para el desarrollo del proceso de aprendizaje de los estudiantes de la  Escuela Nacional De Arte Dramatico (ENAD), la Escuela Elemental de Música "Elila Mena", junto al Conservatorio Nacional de Música, y la Escuela Nacional de Danza (ENDANZA).
Estas escuelas son las instituciones oficiales adscritas a la Dirección General de Bellas Artes, lo que significa que en términos de funcionamiento, éstas habrían dejado sus prácticas dadas las condiciones físicas de la Sala Manuel Rueda. Esto es, desde hace 7 años.
A lo largo de estos 7 años de abandono, han desfilado por la dirección de estas escuelas un número indeterminado de directores nombrados con propósitos que necesariamente incluyeron velar por la buena condición de funcionamiento de esta Sala.
Las condiciones que se aprecian en las fotos, son evidencia además del riesgo de salud en que se han desenvuelto los estudiantes de las 3 escuelas mencionadas. Riesgo que implican enfermedades vectoriales como el dengue, la chikungunya y la rabia; y enfermedades bacteriales como el tifus, las diarreas y otras.
Recuperar la Sala Manuel Rueda y sus posibilidades de desarrollo de nuestros estudiantes de la Educación Artística Especializada, es una razón más para que HABLEMOS DE CULTURA.
REVOLUCIÓN CULTURAL RD.-

Estudiantes de la Escuela Nacional de Arte Dramático se solidarizan con paro colectivo de docentes por reivindicaciones laborales.



Performance: Cindy Guerrero & Jesús Manzueta.
Los estudiantes de la Escuela Nacional de Arte Dramático (ENAD), manifestaron su disposición de respaldar la suspensión de labores asumida por los profesores de dicha escuela, quienes se han sumado a la lucha por mejores condiciones salariales y de vida de docentes y artista iniciada el pasado viernes 30 de enero del presente año.

Se recuerda que el Coro Nacional, la Compañía Nacional de Cantantes Líricos y los maestros de la Escuela Elemental de Música Elila Mena, han manifestado su descontento frente a la actitud indiferente del Ministerio de Cultura frente a las demandas tan elementales como mejorías en sus sueldos y cobertura de salud.

Los estudiantes de la ENAD programan desde ya llevar a las calles las artes aprendidas, como respaldo a sus profesores con la mayor altura y el mejor uso de la estética y la actuación.

“No nos vamos a queda en casa – declaran los estudiantes – vamos a venir a la escuela con todo nuestro deseo de aprender y continuar el año ya iniciado, pero también con todo el deseo de  expresar nuestro respaldo a nuestros profesores, artistas consagrados que nos lo dan todo a cambio de tan poco”.

La suspensión de labores de los profesores se inició el día tres (3) de febrero, y se mantendrá hasta que sus demandas sean cumplidas.

En Casa De Teatro: Monólogo "Una Madre"


" ̶        ¿Puede existir teatro sin efectos de luces?
         Si
̶        ¿Puede existir teatro sin escenografía?
      Si
̶        ¿Puede el teatro existir sin música?
     Si
̶         ¿Puede el teatro existir sin texto?
       Si
̶        ¿Puede existir teatro sin actores/Actrices?
     No
̶        ¿Puede existir teatro sin audiencia?
     No"
Por eso en el monólogo "Una Madre" escrito por la reconocida pareja teatral Franca Rame y Dario Fó.  Te espera Robelitza Pérez, una actriz que espera que disfrutes ese trabajo donde se cuenta la historia de una mujer que un día descubre que su hijo es terrorista. Entre el humor y la burla muestra su rabia contra la decisión del hijo, pero también ante la sociedad que lo ha provocado.
¿Y tú que harías si descubres que tu hijo es terrorista?
  •    Bajo la dirección de Ingrid Luciano.
  • Los días 19 y 20 de enero 2015, a las 08:30 PM.
  • Costo: 300 P/p
  •  En Casa De Teatro (Calle Arzobispo Meriño 110, Ciudad Colonial, 10210 Santo Domingo)


Circulará la nueva novela de Haffe Serulle: El tiempo de las olas.




Con el sello de Editorial Santuario y el coauspicio de la Fundación Ciencia y Arte, Inc., el pueblo dominicano podrá disfrutar, en estas navidades, de la lectura de una nueva novela del escritor Haffe Serulle, titulada : EL TIEMPO DE LAS OLAS.
El libro se pondrá en circulación el próximo día 19 de diciembre 2014, a las cinco de la tarde (5:00PM), en los salones de Editorial Santuario, Ave. Pedro Henríquez Ureña, la Esperilla. Durante el acto, el propio autor hablará acerca de su obra.
En la contraportada del libro de Haffe Serulle, se lee lo siguiente : Editorial Santuario y Ediciones Fundación Ciencia y Arte, Inc., se honran en publicar El Tiempo de las Olas.
Se trata, ante todo, de una novela conmovedora, tanto por el tema, como por su contenido social y poético.
Cargada de metáforas, en esta ocasión la narrativa haffeana nos traslada a todas las épocas de la historia humana, es decir : a todos los tiempos de nuestra presencia terrenal.
Haffe Serulle, acostumbrado a ofrecernos novelas largas, tales como Los Manuscritos de Alginatho, El Vuelo de los Imperios y La Verdadera Historia del Generalísimo, ahora nos sorprende con la brevedad de un texto que trasciende la cotidianidad, a fin de insertarnos en temas tan universales como el amor, la guerra y la paz, y mostrarnos, con una belleza sin igual, los intersticios de un mundo desgarrado por la alienación.
Así, El Tiempo de las Olas asume  críticamente el presente y deviene protesta universal contra el oprobio. Pero, además, nos motiva a remover las raíces de nuestra identidad.

Cuento: Ahora que vuelvo, Ton. (René del Risco Bermúdez)



Eras realmente pintoresco, Ton; con aquella gorra de los Tigres del Licey, que ya no era azul sino berrenda, y el pantalón de kaky que te ponías planchadito los sábados por la tarde para ir a juntarte con nosotros en la glorieta del Parque Salvador a ver las paradas de los Boys Scouts en la avenida y a corretear y bromear hasta que de repente la noche oscurecía el recinto y nuestros gritos se apagaban por las calles del barrio.
Te recuerdo, porque hoy he aprendido a querer a los muchachos como tú y entonces me empeño en recordar esa tu voz cansona y timorata y aquella insistente cojera que te hacía brincar a cada paso y que sin embargo no te impedía correr de home a primera, cuando Juan se te acercaba y te decía al oído "vamos a sorprenderlos, Ton; toca por tercera y corre mucho". Como jugabas con los muchachos del "Aurora", compartiste con nosotros muchas veces la alegría de formar aquella rueda en el box "¡rosi, rosi, sin bom-ba - Aurora - Aurora - ra- ra- ra!" y eso que tú no podías jugar todas las entradas de un partido porque había que esperar a que nos fuéramos por encima del "Miramar" o "la Barca" para darle "un chance a Ton que vino tempranito" y "no te apures, Ton que ahorita entras de emergente".
¿Cómo llegaste al barrio? ¿Cuándo? ¿Quién te invitó a la pandilla? ¿Qué cuento de Pedro Animal hizo Toñín esa noche, Ton? ¿Serías capaz de recordar que en el radio en casa de Candelario todas las noches "Mejoral, el calmante sin rival, presenta "Cárcel de mujeres", y entonces alguien daba palmadas desde la puerta de una casa y ya era hora de irse a dormir, "se rompió la taza..."

Yo no sé si tú, con esa manera de mirar con un guiño que tenías cuando el sol te molestaba, podrías reconocerme ahora. Probablemente la pipa apretada entre los dientes me presta una apariencia demasiado extraña a ti, o esta gordura que empieza a redondear mi cara y las entradas cada vez más obvias en mi cabeza, han desdibujado ya lo que podría recordarse de aquel muchacho que se hacía la raya a un lado, y que algunas tardes te acompañó a ver los training de Kid Barquerito y de 22-22 en la cancha, en los tiempos en que "Barquero se va para La Habana a pelear con Acevedo" y Efraín, el entrenador, con el bigote de Joaquín Pardavé, "¡Arriba, arriba, así es; la izquierda, el jab ahora; eso es" y tú después, apoyándote en tu pie siempre empinado, "¡can-can-can-can!" golpeando el aire con tus puños, bajábamos por la calle Sánchez, "¡can-can-can!", jugabas la soga contra la pared, siempre saltando por tu cojera incorregible y yo te decía que "no jodas Ton" pero tú seguías y entonces, ya en pleno barrio, yo te quitaba la gorra, dejando al descubierto el óvalo grande de tu cabeza de zeppelin, aquella cabeza del "Ton, Melitón, cojo y cabezón!" con que el Flaco Pérez acompañaba el redoble de los tambores de los Boys Scouts para hacerte rabiar hasta el extremo de mentarle "¡Tumadrehijodelagranputa", y así llegábamos corriendo, uno detrás del otro, hasta la puerta de mi casa, donde, poniéndote la gorra, decías siempre lo mismo: "¡a mí no me hables!".
Para esos tiempos el barrio no estaba tan triste, Ton; no caía esa luz desteñida y polvorienta sobre las casas ni este deprimente olor a toallas viejas se le pegaba a uno en la piel como un tierno y resignado vaho de miseria, a través de las calles por donde minutos atrás yo he venido inútilmente echando de menos los ojos juntos y cejudos del "búho Pujols", las latas de carbón a la puerta de la casa amarilla, el perro blanco y negro de los Pascual, la algarabía en las fiestas de cumpleaños de Pin Báez, en las que su padre tomaba cervezas con sus amigos sentado contra la pared de ladrillos, en un rincón sombrío del patio, y nosotros, yo con mi traje blanco almidonado; ahora recuerdo el bordoneo puntual y melancólico de la guitarra de Negro Alcántara, mientras alrededor del pozo corríamos y gritábamos y entre el ruido de la heladera el diente careado de Asia salía y se escondía alternativamente en cada grito.
Era para morirse de risa, Ton, para enlodarse los zapatos; para empinarse junto al brocal y verse en el espejo negro del pozo, cara de círculos concéntricos, cabellos de helechos, salivazo en el ojo, y después "mira como te has puesto, cualquiera te revienta, perdiste dos botones, tigre, eso eres, un tigre, a este muchacho, Arturo, hay que quemarlo a golpes"; pero entonces éramos tan iguales, tan lo mismo, tan "fraile y convento, convento sin fraile, que vaya y que venga", Ton, que la vida era lo mismo, "un gustazo: un trancazo", para todos.
Claro que ahora no es lo mismo. Los años han pasado. Comenzaron a pasar desde aquel día en que miré las aguas verdosas de la zanja, cuando papá cerró el candado y mamá se quedó mirando la casa por el vidrio trasero del carro y yo los saludé a ustedes, a ti, a Fremio, a Juan, a Toñín, que estaban en la esquina, y me quedé recordando esa cara que pusieron todos, un poco de tristeza y de rencor, cuando aquella mañana, (ocho y quince en la radio del carro) nos marchamos definitivamente del barrio y del pueblo.
Ustedes quedarían para siempre contra la pared grisácea de la pulpería de Ulises. La puya del trompo haciendo un hoyo en el pavimento, la gangorra lanzada al aire con violenta soltura, machacando a puyazos y cabezazos la moneda ya negra de rodar por la calle; no tendrían en lo adelante otro lugar que junto a ese muro que se iría oscureciendo con los años "a Milita se la tiró Alberto en el callejoncito del tullío" escrito con carbón allí, y los días pasando con una sorda modorra que acabaría en recuerdo, en remota y desvaída imagen de un tiempo inexplicablemente perdido para siempre.
Una mañana me dio por contarles a mis amigos de San Carlos cómo eran ustedes; les dije de Fremio, que descubrió que en el piso de los vagones, en el muelle, siempre quedaba azúcar parda cuando los barcos estaban cargando, y que se podía recoger a puñados y hasta llenar una funda y sentarnos a comerla en las escalinatas del viejo edificio de aduanas; les conté también de las zambullidas en el río y llegar hasta la goleta de tres palos, encallada en el lodo sobre uno de sus costados, y que una vez allí, con los pies en el agua, mirando el pueblo, el humo de la chimenea, las carretas que subían del puerto cargadas de mercancías, pasábamos el tiempo orinan-do, charlando, correteando de la popa al bauprés, hasta que en el reloj de la iglesia se hacía tarde y otra vez, braceando, ganamos la orilla en un escandaloso chapoteo que ahora me parece estar oyendo, aunque no lo creas, Ton.
Los muchachos quedaron fascinados con nuestro mundo de manglares, de locomotoras, de cigüas, de cuevas de cangrejos, y desde entonces me hicieron relatar historias que en el curso de los días yo fui alterando poco a poco hasta llegar a atribuir a ustedes y a mí verdaderas epopeyas que yo mismo fui creyendo y repitiendo, no sé qué día en que quizás comprendí que sería completamente inútil ese afán por mostrarnos de una imagen que, como las viejas fotos, se amarilleaba y desteñía ineludiblemente. La vida fue cambiando, Ton; entonces yo me fui inclinando un poco a los libros y me interné en un extraño mundo mezcla de la Ciencia Natural de Fesquet, versos de Bécquer, y láminas de Billiken; me gustaba el camino al colegio cada mañana bajo los árboles de la avenida Independencia, el rostro de Rita Hayworth, en la pequeña y amarilla pantalla del "Capitolio", me hizo olvidar a Flash Gordon y a los Tres Chiflados. Ya para entonces papá ganaba buen dinero en su puesto de la Secretaría de Educación, y nos mudamos a una casa desde donde yo podía ver el mar y a Ivette, con sus shorts a rayas y sus trenzas doradas que marcaban el vivo ritmo de sus ojos y su cabeza; con ella me acostumbré a Nat King Cole, a Fernando Fernández, los viejos discos de los Modernaires, y aprendía a llevar el compás de sus golpes junto a la mesa de Ping-Pong; no le hablé nunca de ustedes, esa es la verdad, quizás porque nunca hubo la oportunidad para ello o tal vez porque los días de Ivette pasaron tan rápidos, tan llenos de "ven-mira-esta es Gretchen el Pontiac de papi dice Albertico - me voy a Canadá" que nunca tuve la necesidad ni el tiempo para recordarlos.
¿Tú sabes qué fue del Andrea Doria, Ton? Probablemente no lo sepas; yo lo recuerdo por unas fotos del "Miami Herald" y porque los muchachos latinos de la Universidad nos íbamos a un café de Coral Gables a cantar junto a jarrones de cerveza "Arrivederci Roma", balanceándonos en las sillas como si fuésemos en un bote salvavidas; yo estudiaba el inglés y me gustaba pronunciar el "good bay..." de la canción, con ese extraño gesto de la barbilla muy peculiar en las muchachas y muchachos de aquel país. ¿Y sabes, Ton, que una vez pensé en ustedes? Fue una mañana en que íbamos a lo largo de un muelle mirando los yates y vi un grupo de muchachos despeinados y sucios que sacaban sardinas de un jarro oxidado y las clavaban a la punta de sus anzuelos, yo me quedé mirando un instante aquella pandilla y vi un vivo retrato nuestro en el muelle de Macorís, sólo que nosotros no éramos rubios, ni llevábamos zapatos tennis, ni teníamos caña de pescar, ahí se deshizo mi sueño y seguí mirando los yates en compañía de mi amigo nicaragüense, muy aficionado a los deportes marinos. Y los años van cayendo con todo su peso sobre los recuerdos, sobre la vida vivida, y el pasado comienza a enterrarse en algún desconocido lugar, en una región del corazón y de los sueños en donde permanecerán, intactos tal vez, pero cubiertos por la mugre de los días sepultados bajo los libros leídos, la impresión de otros países, los apretones de manos, las tardes de fútbol, las borracheras, los malentendidos, el amor, las indigestiones, los trabajos. Por eso, Ton, cuando años más tarde me gradué de Médico, la fiesta no fue con ustedes sino que se celebró en varios lugares, corriendo alocadamente en aquel Triumph sin muffler que tronaba sobre el pavimento, bailando hasta el cansancio en el Country Club, descorchando botellas en la terraza, mientras mamá traía platos de bocadillos y papá me llamaba "doctor" entre las risas de los muchachos; ustedes no estuvieron allí ni yo estuve en ánimo, de reconstruir viejas y melancólicas imágenes de paredes derruidas, calles polvorientas, pitos de locomotoras y pies descalzos metidos en el agua lodosa del río, ahora los nombres eran Héctor, Fred, Américo, y hablaríamos del Mal de Parkinson, de las alergias, de los test de Jung y de Adler y también de ciertas obras de Thomas Mann y François Mauriac.
Todo esto deberá serte tan extraño, Ton; te será tan "había una vez y dos son tres, el que no tiene azúcar no toma café " que me parece verte sentado a horcajadas sobre el muro sucio de la Avenida, perdidos los ojos vagos entre las ramas rojas de los almendros, escuchando a Juan contar las fabulosas historias de su tío marinero que había naufragado en el canal de la Mona y que en tiempos de la guerra estuvo prisionero de un submarino alemán, cerca de Curazao. Siempre asumieron tus ojos esa vaguedad triste e ingenua cuando algo te hacía ver que el mundo tenía otras dimensiones que tú, durmiendo entre sacos de carbón y naranjas podridas, no alcanzarías a conocer más que en las palabras de Juan, o en las películas de la guagüita Bayer o en las láminas deportivas de "Carteles".
Yo no sé cuáles serían entonces tus sueños, Ton, o si no los tenías; yo no sé si las gentes como tú tienen sueños o si la cruda conciencia de sus realidades no se lo permiten, pero de todos modos yo no te dejaría soñar, te desvelaría contándote todo esto para de alguna forma volver a ser uno de ustedes, aunque sea por esta tarde solamente. Ahora te diría cómo, años después, mientras hacía estudios de Psiquiatría en España, conocí a Rosina, recién llegada de Italia con un grupo de excursionistas entre los que se hallaban sus dos hermanos, Piero y Francesco, que llevaban camisetas a rayas y el cabello caído sobre la frente. Nos encontramos accidentalmente, Ton, como suelen encontrarse las gentes en ciertas novelas de Françoise Sagan; tomábamos "Valdepeñas" en un mesón, después de una corrida de toros, y Rosina, que acostumbra a hablar haciendo grandes movimientos, levantaba los brazos y enseñaba el ombligo una pulgada más arriba de su pantalón blanco. Después sólo recuerdo que alguien volcó una botella de vino sobre mi chaqueta y que Piero cambiaba sonrisitas con el pianista en un oscuro lugar que nunca volví a encontrar. Meses más tarde, Rosina volvió a Madrid y nos alojamos en un pequeño piso al final de la Avenida Generalísimo; fuimos al fútbol, a los museos, al cine-club, a las ferias, al teatro, leímos, veraneamos, tocamos guitarra, escribimos versos, y una vez terminada mi especialidad, metimos los libros, los discos, la cámara fotográfica, la guitarra y la ropa en grandes maletas, y nos hicimos al mar.
"¿Cómo es Santo Domingo?", me preguntaba Rosina una semana antes, cuando decidimos casarnos, y yo me limitaba a contestarle, "algo más que las palmas y tamboras que has visto en los afiches del Consulado". Eso pasó hace tiempo, Ton; todavía vivía papá cuando volvimos. ¿Sabes que murió papá? Debes saberlo. Lo enterramos aquí porque él siempre dijo que en este pueblo descansaría entre camaradas. Si vieras cómo se puso el viejo, tú que chanceabas con su rápido andar y sus ademanes vigorosos de "muñequito de cuerda", no lo hubieras reconocido; ralo el cabello grisáceo, desencajado el rostro, ronca la voz y la respiración, se fue gastando angustiosamente hasta morir una tarde en la penumbra de su habitación entre el fuerte olor de los medicamentos. Ahí mismo iba a morir mamá un año más tarde apenas; la vieja murió en sus cabales, con los ojos duros y brillantes, con la misma enérgica expresión que tanto nos asustaba Ton.
Por mi parte, con Rosina no me fue tan bien como yo esperaba; nos hicimos de un bonito apartamento en la avenida Bolívar y yo comencé a trabajar con relativo éxito en mi consultorio. Los meses pasaron a un ritmo normal para quienes llegan del extranjero y empiezan a montar el mecanismo de sus relaciones: invitaciones a la playa los domingos, cenas, a bailar los fines de semanas, paseos por las montañas, tertulias con artistas y colegas, invitaciones a las galerías, llamadas telefónicas de amigos, en fin ese relajamiento a que tiene uno que someterse cuando llega graduado del exterior y casado con una extranjera. Rosina asimilaba con naturalidad el ambiente y, salvo pequeñas resistencias, se mostraba feliz e interesada por todo lo que iba formando el ovillo de nuestra vida. Pero pronto las cosas comenzaron a cambiar, entré a dar cátedras a la Universidad y a la vez mi clientela crecía, con lo que mis ocupaciones y responsabilidades fueron cada vez mayores, en tanto había nacido Francesco José, y todo eso unido, dio un giro absoluto a nuestras relaciones. Rosina empezó a lamentarse de su gordura y entre el "Metrecal" y la balanza del baño dejaba a cada instante un rosario de palabras amargadas e hirientes, la vida era demasiado cara en el país, en Italia los taxis no son así, aquí no hace más que llover y cuando no el polvo se traga a la gente, el niño va a tener el pelo demasiado duro, el servicio es detestable, un matrimonio joven no debe ser un par de aburridos, Europa hace demasiada falta, uno no puede estar pegando botones a cada rato, el maldito frasco de "Sucaril" se rompió esta mañana, y así se fue amargando todo, amigo Ton, hasta que un día no fue posible oponer más sensatez ni más mesura y Rosina voló a Roma en "Alitalia" y yo no sé de mi hijo Francesco más que por dos cartas mensuales y unas cuantas fotos a colores que voy guardando aquí, en mi cartera, para sentir que crece junto a mí. Esa es la historia. Lo demás no será extraño, Ton. Mañana es Día de Finados y yo he venido a estar algún momento junto a la tumba de mis padres; quise venir desde hoy porque desde hace mucho tiempo me golpeaba en la mente la ilusión de este regreso. Pensé en volver a atravesar las calles del barrio, entrar en los callejones, respirar el olor de los cerezos, de los limoncillos, de la yerba de los solares, ir a aquella ventana por donde se podía ver el río y sus lanchones; encontrarlos a ustedes junto al muro gris de la pulpería de Ulises, tirar de los cabellos al "Búho Pujols", retozar con Fremio, chancear con Toñín y con Pericles, irnos a la glorieta del parque Salvador y buscar en el viento de la tarde el sonido uniforme de los redoblantes de los Boys Scouts. Pero quizás deba admitir que ya es un poco tarde, que no podré volver sobre mis pasos para buscar tal vez una parte más pura de la vida. Por eso hace un instante he dejado el barrio, Ton, y he venido aquí, a esta mesa y me he puesto a pedir casi sin querer, botellas de cerveza que estoy tomando sin darme cuenta, porque, cuando te vi entrar con esa misma cojera que no me engaña y esa velada ingenuidad en la mirada, y esa cabeza inconfundible de "Ton Melitón cojo y cabezón" mirándome como a un extraño, sólo he tenido tiempo para comprender que tú sí que has permanecido inalterable, Ton; que tu pureza es siempre igual la misma de aquellos días, porque sólo los muchachos como tú pueden verdaderamente permanecer incorruptibles aun por debajo de ese olvido, de esa pobreza, de esa amargura que siempre te hizo mirar las rojas ramas del almendro cuando pensabas ciertas cosas. Por eso yo soy quien ha cambiado, Ton, creo que me iré esta noche y por eso también no sé si decirte ahora quién soy y contarte todo esto, o simplemente dejar que termines de lustrarme los zapatos y marcharme para siempre.