Obra: Bodas de Sangre, de Federico Garcia Lorca
NIÑA.-
Sobre la flor del oro
traen a los muertos del arroyo.
Morenito el uno,
Morenito el otro.
¡Qué ruiseñor de sombra vuela y gime
Sobre la flor del oro!
(Se va. Queda
la escena sola. Aparece la MADRE con una VECINA. La VECINA viene llorando.)
MADRE.-Calla.
VECINA.-No
puedo.
MADRE.-Calla,
he dicho. (En la puerta.) ¿No hay nadie aquí? (Se lleva las manos a la frente.)
Debía contestarme mi hijo. Pero mi hijo es ya un brazado de flores secas. Mi
hijo es ya una voz oscura detrás de los montes. (Con rabia a la VECINA.) ¿Te
quieres callar? No quiero llantos en esta casa. Vuestras lágrimas son lágrimas de los ojos nada más, y las mías vendrán
cuando yo esté sola, de las plantas de los pies, de mis raíces, y serán más
ardientes que la sangre.
VECINA.-Vente
a mi casa; no te quedes aquí.
MADRE. Aquí.
Aquí quiero estar. Y tranquila. Ya todos están muertos. A medianoche dormiré,
dormiré sin que ya me aterren la escopeta o el cuchillo. Otras madres se
asomarán a las ventanas, azotadas por la lluvia, para ver el rostro de sus
hijos. Yo no. Yo haré con mi sueño una fría paloma de marfil que lleve camelias
de escarcha sobre el camposanto. Pero no; camposanto no, camposanto no: lecho
de tierra, cama que los cobija y que los mece por el cielo. (Entra una mujer de
negro que se dirige a la derecha y allí se arrodilla. A la VECINA.) Quítate las
manos de la cara. Hemos de pasar días terribles. No quiero ver a nadie. La
tierra y yo. Mi llanto y yo. Y estas cuatro paredes. ¡Ay! ¡Ay! (Se sienta
transida.)
VECINA.-Ten
caridad de ti misma.
MADRE.- (Echándose
el pelo hacia atrás.) He de estar serena. (Se sienta.) Porque vendrán las
vecinas y no quiero que me vean tan pobre. ¡Tan pobre! Una mujer que no tiene
un hijo siquiera que poderse llevar a los labios.
(Aparece la novia. Viene sin azahar y con un
manto negro.)
Vecina: (Viendo a la Novia, con
rabia.) ¿Dónde
vas?
Novia: Aquí vengo.
Madre: (A la Vecina.) ¿Quién es?
Vecina: ¿No la reconoces?
Madre: Por eso pregunto quién es. Porque tengo que no reconocerla,
para no clavarle mis dientes en el cuello. ¡Víbora! (Se dirige hacia la
Novia con ademán fulminante; se detiene. A la Vecina.) ¿La ves? Está
ahí, y está llorando, y yo quieta, sin arrancarle los ojos. No me entiendo.
¿Será que yo no quería a mi hijo? Pero, ¿y su honra? ¿Dónde está su
honra? (Golpea a la Novia. Esta cae al suelo.)
Vecina: ¡Por Dios! (Trata de separarlas.)
Novia: (A la Vecina.) Déjala; he venido para que me
mate y que me lleven con ellos. (A la Madre.) Pero no con las
manos; con garfios de alambre, con una hoz, y con fuerza, hasta que se rompa en
mis huesos. ¡Déjala! Que quiero que sepa que yo soy limpia, que estaré loca,
pero que me puedan enterrar sin que ningún hombre se haya mirado en la blancura
de mis pechos.
Madre: Calla, calla; ¿qué me importa eso a mí?
Novia: ¡Porque yo me fui con el otro, me fui! (Con
angustia.) Tú también te hubieras ido. Yo era una mujer quemada, llena
de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo
esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas,
que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría
con tu hijo que era como un niñito de agua fría, y el otro me mandaba cientos
de pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarcha sobre mis heridas de
pobre mujer marchita, de muchacha acariciada por el fuego. Yo no quería, ¡óyelo
bien!; yo no quería. ¡Tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo
del otro me arrastró como un golpe de mar, como la cabezada de un mulo, y me
hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, siempre, aunque hubiera sido
vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen agarrado de los cabellos!