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El teatro clásico francés

El teatro clásico francés

                25.1. Marco histórico
                25.2. Introducción al teatro clásico francés
                25.3. Espacios escénicos en el teatro francés
                25.4. La tragedia francesa
                25.5. La comedia francesa
                25.6. La tragicomedia y la pastoral



1. MARCO HISTÓRICO
Francia, que en las postrimerías de la Edad Media salió victoriosa de la Guerra de los Cien Años, inició la Edad Moderna consolidando su unidad nacional, y dando rienda suelta a sus ansias expansivas en Italia, en donde chocó con los intereses españoles. Por ello, a lo largo de los siglos XVI y XVII hay una permanente enemistad franco-española, que alcanzó sus puntos culminantes con las luchas entre Francisco 1 y Enrique II de Francia, con Carlos V y Felipe II de España.

La Reforma protestante aprovechó la desatención de los monarcas franceses a sus cuestiones internas para penetrar en territorio galo. Las diferencias entre católicos y protestantes (hugonotes) fueron causa frecuente de discordia y guerras civiles. La monarquía, de creencia católica, debía mediar entre unos y otros. El predominio católico era innegable. Un caso conocido y curioso fue el de Enrique IV (1589-1610), rey protestante rechazado por la mayoría católica, que tuvo que abjurar el Protestantismo.

El siglo XVII se reparte en dos reinados: Luis XIII (1610-1643) y Luis XIV (1643-1715). El primero dejó la política en manos del cardenal Richelieu, el cual se propuso un triple objetivo: a) atacar a la nobleza insumisa al Rey (la Fronda), retirándole sus privilegios e incluso llevando al cadalso a sus cabecillas; b) perseguir a los protestantes; c) enemistarse con los Austrias, no importándole pactar con los protestantes europeos para tal fin, aunque persiguiera a los franceses.
Esta misma política fue seguida durante el reinado de Luis XIV. Durante su minoría de edad, su madre, la española Ana de Austria, confió los asuntos de estado al cardenal Mazarino. Luis XIV (El Key Sol) lleva a su cumbre el concepto de absolutismo real, al debilitar cada vez más a la nobleza e incrementar el mecenazgo cultural de los monarcas franceses y sus validos. Richelieu y Mazarino otorgan sustanciosas ayudas a artistas y poetas; tal fue el caso con los hermanos Corneille, Moliére y Racine.

París se convirtió en centro de atracción cultural del mundo entero. Con Luis XIV los franceses sobrepasaron a los italianos en fastuosidad. La Corte del Rey Sol fue un centro de producción de grandes espectáculos. Especialmente lujosos fueron los conocidos como Los Placeres de la Isla Encantada, que transcurrieron en el Palacio de Versalles, del 7 al 13 de mayo de 1664. En ellos actuó Moliére en el papel del dios Pan. El gusto italiano impuso en la Corte la afición por la música y el canto. Si a esto añadimos la inclinación francesa por el espectáculo de baile, no ha de extrañarnos que estos componentes estuvieran presentes en cualquier fiesta de Corte. Así se explica el auge de la comedia-ballet, subgénero que Moliére tuvo que cultivar, siguiendo instrucciones de los maestros de música y de coreografía, especialmente del italiano Lully. En su inicio, final y entreactos, este tipo de comedia dejaba paso a números de mimo, baile y canto, innecesarios desde el punto de vista del argumento. Es creencia común que el ballet, unido al disfraz y a la máscara, nace en Francia en la Edad Media, derivado de las mascaradas de Carnaval y Navidad. Dichas mascaradas fueron muy apreciadas por Francisco 1 y los monarcas del siglo XVl.

Pero estas fuerzas expansivas del espectáculo teatral encontrarán una oposición muy diversa y persistente. El teatro fue atacado por la jerarquía eclesiástica de París. Lo fue también, de modo más furioso, por los jansenistas. Las ideas jansenistas sumían al hombre en el pesimismo más radical, con sus teorías sobre la corrupción de la naturaleza humana por el pecado original, sobre la predestinación del hombre al cielo o al infierno, etc. Por todo ello, y particularmente por la ignorancia de su suerte futura, el hombre debía evitar toda ocasión de pecado, en especial una de las más funestas: el teatro.

Por su lado, pululaban diferentes cábalas y sociedades de signo más o menos secreto, como la célebre Compañía del Santo Sacramento, que logró retirar algunas obras de cartel a pesar del favor del rey, como es el famoso caso de El Tartufo de Moliére.

Para la comprensión del arte francés, particularmente del teatro, debemos hablar forzosamente de la formación de una rigurosa disciplina de pensamiento, que arranca del filósofo Descartes. Según él, la razón, el pensamiento, es lo único de lo que no podemos dudar. Por ello, la razón debe ser la guía y señora del hombre en sus relaciones con el mundo y con Dios. Este culto cartesiano a la razón se impone también en arte, pero no todos estuvieron de acuerdo. De ahí la eterna polémica que aún hoy en día persiste en el francés, a pesar de los furibundos ataques a la razón por parte de las vanguardias modernas surgidas del simbolismo y del superrealismo.

En teatro, por ejemplo, la razón exigía el respeto a las reglas de tiempo, lugar y acción. Pero, yendo más allá, los franceses añadieron dos nuevas reglas: la del decoro (nada en teatro debe ir contra el buen gusto) y la de verosimilitud (o semejanza con los verdadero: lo que se nos muestra en escena debe ser posible en la realidad).


2. INTRODUCCIÓN AL TEATRO CLÁSICO FRANCÉS
Como ya quedó dicho (cap. IV), en 1548 el Parlamento de París prohibió la representación de los Misterios. A pesar de ello, fuera de la capital, el género siguió en vigor. También se hacían farsas y moralidades que alcanzaron un auge impresionante durante el reinado de Francisco 1. Las farsas se representaban incluso en tiempos de Moliére. Por otro lado, el abandono de las moralidades y misterios tuvo por causa no sólo la prohibición del Parlamento o los ataques de los poetas renacentistas franceses (el grupo de La Pléiade), sino, más bien, el nuevo espíritu de la Reforma. Los protestantes no veían con buenos ojos que la Biblia provocase la risa en el teatro; los católicos, por el contrario, estaban de acuerdo con estas representaciones, pues pensaban que con ellas se mantenía el interés por los textos sagrados.
Otra razón del declinar de este género se encuentra en el favor concedido por los poetas renacentistas al teatro antiguo, a pesar de las reservas antes formuladas, considerado como contrario a la tradición francesa. Se traducía del griego al latín. Nuevas obras se representan en los colegios de París, escritas directamente en latín.


3. ESPACIOS ESCÉNICOS EN EL TEATRO FRANCÉS
Los Cofrades de la Pasión tenían como una especie de monopolio sobre las representaciones teatrales en la capital; se debía a un privilegio que mantuvieron incluso después de serles prohibida la puesta en escena de los misterios en 1548. En 1599, estos cofrades cedieron su sala, el Hotel de Borgoña, así como el privilegio de las representaciones, a la compañía de Valleran-Lecomte, que será conocida como la Compañía Real. En ella destacaron Turlipin, Grosguillaume y Gautier-Garguille en la farsa, y Montfleury, Floridor y la Champmeslé en la tragedia; esta última fue la intérprete de Racine por excelencia.

Pronto apareció otra compañía, dirigida por Mondory, que se estableció en la sala del juego de la Pelota del barrio aristocrático del Marais. En ella sobresalió el cómico Jodelet. Esta Troupe se inclinó por un teatro abundante en maquinaria. En 1673, a causa de una larga enfermedad de Mondory, se disolvió la compañía y los actores se marcharon, unos al Hotel de Borgoña y otros con Moliére.

Por su lado, la compañía de Moliére, que había hecho su carrera en provincias, se instaló en París en 1658, ocupando, dos años más tarde el Palacio Real, una magnífica sala construida por Richelieu. Destacaban en ella el propio Moliére, que solía hacer los papeles principales, y su mujer, Madeleine Béjart. Al morir Moliére, la compañía se fusionó con la del Marais. Algunos actores se marcharon con el elenco del Hotel de Guénegaud.

La Comedia Francesa (Comedie Françaice), institución que hasta nuestros días es la depositaria de la tradición teatral de ese país, fue creada en 1680. Se trata de una fundación real, llevada a cabo por Luis XIV mediante la fusión de las compañías del Hotel de Borgoña, y del Hotel de Guénegaud.

A estas compañías hay que añadir las de los comediantes italianos, muy apreciados en provincias y en París. Los franceses, aunque no podían captar enteramente sus diálogos, pues los italianos empleaban sus dialectos de origen, sí supieron apreciar una expresiva mímica, sus improvisaciones, los tics y movimientos de personajes consagrados: Arlequín, Pierrot, Polichinela, Pantalón... También los italianos introducirán la ópera en París como género artístico.
Las salas eran casi todas ellas antiguos locales destinados al juego de Pelota (Jeux de Paume), todos de forma rectangular. En París existían doscientas de estas salas. Así pues, fue fácil dar con los lugares de representación. Constaban de un patio, en el que solía insta¬larse de pie el público popular masculino, ya que las mujeres no frecuentaron el teatro hasta 1640. A partir de entonces, ocuparán los palcos y las galerías. Los espectadores son generalmente ruidosos y turbulentos, particularmente los del patio. Como en Inglaterra, en el último tercio del siglo se introdujo la costumbre de ceder parte del escenario al público noble. Si tenemos en cuenta que el escenario era ya de por sí escaso, este hábito poco beneficiaba el desarrollo del espectáculo.

En escena se sigue inicialmente la costumbre francesa del decorado múltiple; así se representó, por ejemplo, El Cid de Corneille. Evidentemente, estos decorados debían ser de proporciones tan reducidas que daban al traste con las exigencias de verosimilitud de los puristas. Se pensó, entonces, en la conveniencia del decorado único, en el que se practicaron diversas entradas que eran la representación convencional de los distintos lugares de procedencia, expresados en el diálogo de los personajes. Esto no evitaba la confusión en los espectadores, que no sabían muy bien dónde situar la acción cuando a la escena accedían personajes por diversas puertas. Ninguna solución llegaba a ser plenamente convincente, aunque la más criticada por los partidarios de las reglas, con gran ironía, era la de los decorados simultáneos, que pretendían "juntar en unos metros a Roma con París". La unidad de lugar, pues, era para ellos la única que podía ser figurada en escena de modo razonable. Fáciles son de adivinar también las razones por las que propugnaban la unidad de tiempo.

Apoyados en su propia tradición y en la influencia de los italianos, los franceses desarrollaron una decoración fastuosa, servida por maquinarias, frente al teatro realmente austero que preconizaban los preceptistas. Esta tramoya fue utilizada por la tragicomedia, y lo será por la ópera.

Por su parte el vestuario, como en el teatro inglés, constituye el elemento más colorista y ambientador de la representación, aunque no se acomodara a la época histórica del argumento. Por lo general, solían ser donados a los actores por grandes señores aficionados al teatro, como un signo de protección y ayuda al mismo.
Con Richelieu, los actores empezaron a gozar de una verdadera consideración, no sólo en lo económico, sino más aún, en cuanto a su reputación moral puesta en tela de juicio, como anteriormente indicamos, por distintos grupos moralizantes de signo religioso. Pascal, jansenista, dejó escrito en sus Pensamientos:

Todas las grandes diversiones son peligrosas para la vida cristiana; mas entre todas las que el mundo ha ingeniado, ninguna existe que haya tanto que temer como la comedia.


4. LA TRAGEDIA FRANCESA
Nace la tragedia en Francia en el siglo XVI, a partir del culto neoclásico que acabamos de citar. A la tragedia renacentista achacará Racine su escasa materia, en la que domina lo lírico y lo elegiaco. Se trataba de tragedias imitadas de Séneca, repartidas en cinco jornadas y versos alejandrinos. Las dos más conocidas fueron Cleopatra cautiva (1553), de Jodelle, y Las Judías (1583), de Garnier. A final de siglo se buscan temas más actuales. Un ejemplo de ello es La Escoce¬sa, de Montchrestien, sobre la muerte de María Estuardo.

Se da por sentado que Racine representa la cumbre de la tragedia clásica francesa. Advierte Truchet que, para llegar a esa cumbre, el género tuvo que desprenderse progresivamente de las dos tentaciones a que estaba cediendo con gran facilidad: la tentación poética y la tentación novelesca. Después de Racine -final del siglo XVII y todo el XVIII- a la tragedia francesa le asaltarán otras dos tentaciones que la privan de su tradicional vigor: la ópera y la filosofía.

Los mencionados excesos poéticos y novelescos consistían en el abuso de escenas tendentes a lo lacrimógeno y en la insistencia sobre los infortunios de los héroes, que exponen sus males en prolongados y patéticos parlamentos, dejando al coro que se deshaga en lamentaciones sobre su fortuna. Pero, en los comienzos del siglo XVII, ese exceso de poesía perdió terreno en favor de la acción concentrada y de los enfrentamientos de los personajes. Desaparecerán igualmente los coros que, para los renacentistas, constituían un componente clave de la tragedia. Poco a poco se perderá el gusto por la ordenación en estrofas -en particular las estancias (agrupaciones de versos, variables en cuanto a número, que guardan una unidad temática).

Por otro lado, no habría sido normal que, en un siglo en el que reinaba la afición por lo novelesco, el teatro hubiese escapado a esta influencia. Advirtamos que, como principales fuentes de inspiración, se cuenta con el Orlando furioso de Ariosto, Los amores de Teagenes y Clariclea de Heliodoro, Jerusalem liberada de Tasso, Las Metamorfosis de Ovidio, así como las fogosas intrigas y relatos de los dramaturgos y narradores españoles.

Llegamos así a Pierre Corneille (1606-1684), que estudió con los jesuitas de su ciudad natal, Ruán. Estas circunstancias no dejan de tener su importancia. Ruán es la gran ciudad normanda por la que entran los españoles, y con ellos su teatro, admirado tempranamente por el poeta francés. A través de los jesuitas entró en contacto con los latinos Séneca, Lucano y Tito Livio, que influirán decisivamente en su obra. Hay que señalar que los jesuitas, contrariamente a lo que ocurre con los demás sectores relacionados con la Iglesia, estimulan la práctica teatral como eficaz medio didáctico.

Trasladado a París, Corneille destacó pronto como comediógrafo, con títulos que aún hoy siguen representándose en el teatro francés: Melita, La viuda, La galería del palacio y, sobre todo, La Plaza Real (1635). Se dedicó después a la tragedia, aunque volvió en alguna ocasión a la comedia, como sucede con La ilusión cómica (1636). Esta obra es, por su estructura, lenguaje, forma y personajes, la más atrevida de todo este siglo XVII francés. Su autor la calificaba de extraño monstruo. En realidad, se trata de una comedia de corte novelesco, teñida de tonos trágicos, en la que personajes burgueses alternan con un mago pastoral y un capitán de la commedia dell'arte. Todo ello procura una mezcla de planos que van de la realidad a la pura fantasía -poco imaginable dentro del teatro clásico francés-, que más bien recuerda obras como Sueño de una noche de verano, de Shakespeare.

Su dominio del arte dramático hizo que fuera capaz de crear buenas obras sometiéndose a la disciplina del clasicismo francés. Con bastantes rupturas con respecto a su trayectoria creó El Cid (1636), inspirada en Las mocedades del Cid de Guillén de Castro. El estreno de El Cid levantó en París una de las mayores polémicas habidas en toda la historia del teatro.

El héroe de Corneille es un apuesto joven y valeroso guerrero, enamorado de la hija del Conde Gormaz, Jimena. Se produce un gran cambio en la situación de los personajes, cuando el anciano don Diego, padre de Rodrigo, es abofeteado por el impulsivo Gormaz. Dada la avanzada edad de don Diego, su hijo ha de vengar la afrenta, y batirse en duelo con el padre de su prometida, al que da muerte. Jimena debe librar en su interior una cruel batalla entre el amor y la venganza. Implora limpiar su honra ante el rey Fernando, pero Rodrigo, desesperado, ha marchado a la guerra contra los moros, conquistando Valencia y Sevilla. Ante tales proezas, el rey busca una salida para el perdón del Cid, proponiendo luchar contra Sancho, otro pretendiente de Jimena. El vencedor se casará con ella. Rodrigo vence y consigue el perdón de todos y el amor de Jimena.

El estreno fue un éxito rotundo. Hubo que reponerla una y más veces, pues se convirtió en la obra más aplaudida de París. Sin embargo, los críticos partidarios de las reglas criticaron la obra. Scudéry atacó despiadadamente a Corneille en sus Observaciones sobre El Cid. Por su lado, la Academia, que tenía que demostrar que era una institución que servía para algo, dictó su condena en Opiniones de la Academia sobre El Cid (1638). En realidad le achacaron falta de verosimilitud, mezcla de planos y de tonos e inobservancia de las reglas. Sobre esto último decían que era ridículo que en el breve espacio de la representación el espectador asistiera a tantos lances: que el Cid se marchara a la guerra, conquistara ciudades y regresara triunfante. El propio Richelieu tuvo que mediar en este virulento debate. Estos incidentes demuestran las tensiones y los sinsabores con que se gestó el drama clásico francés. En cuanto a Corneille, abandonó el teatro durante más de tres años, pero volvió a él con sus tragedias romanas: Horacio (1640), Cinna (1642), La muerte de Pompeyo (1643), etc. Estos títulos no alejan a Corneille de la problemática de su época. A través de las historias romanas, el autor opina sobre la historia francesa. Un ejemplo: hace representar Cinna a raíz de la muerte del conspirador Cinq-Mars, en septiembre de 1642; partiendo del tratado De Clementia de Séneca, el relato de Cinna cuenta el perdón que el emperador concede a este conspirador romano. ¿Ofrecía El Cid, por otra parte, una invitación al entendimiento y colaboración entre la nobleza frondista y la monarquía? Parece que los héroes de Corneille, frecuentemente mezclados en asuntos de estado, nobles por ascendencia y rango han de serlo también en temple moral, en todo su ser, en sus pasiones y aspiraciones a la gloria.

Por su lado, Jean Racine (1639-1699) mostrará que la observancia más estricta de la doctrina clásica no es obstáculo para crear obras maestras. Ello lo obligó a centrar la historia -desarrollo, procedencia y desenlace- en el momento más trágico para los personajes. Se podrá objetar que ese momento es resultado de una trayectoria anterior; así es, y Racine nunca lo olvidó. Por ello se sirve de la presentación para hablarnos resumidamente de la genealogía de sus protagonistas y del pasado que les ha conducido al presente de la acción, intercalando a lo largo de la obra, de modo oportuno y eficaz, aquellas otras informaciones necesarias para la comprensión de la misma.

Contrariamente a Corneille, Racine no relega a un segundo plano pasiones como el amor, los celos o la venganza. Sus personajes avanzan, en debate agónico, hacia la destrucción; a solas consigo mismos, como aislados del mundo en el que, sin embargo, están inmersos, lo que supone una nueva diferencia con Corneille.

Además de observar las reglas y el debate pasional, Racine trabaja escrupulosamente la poesía del drama, llevando a su perfección el alejandrino francés. Para él la palabra es el vehículo del drama. De ahí que deba ser cuidada al máximo tanto en sus funciones comunicativas como en las poéticas (belleza expresiva, musicalidad, magia evocadora, materia sonora...). Todo lo que distraiga de la palabra es innecesario. Fuera de la palabra todo es secundario. Por eso se justifican las dos grandes dificultades que nos presenta ese teatro; la traducción a otros idiomas, algo poco menos que imposible, y la interpretación, difícil, si no se es un gran actor en el manejo de dicha palabra.

Contrariamente a lo que podría pensarse, Racine alcanza este nivel expresivo por vía de la austeridad y de la aparente sencillez. Su teatro no tiene exigencias técnicas y su lengua tampoco es de una gran riqueza léxica. Racine emplea en toda su obra poco más de dos mil términos, escaso número comparado con los veinticuatro mil de Shakespeare. Y tampoco su obra fue demasiado abundante: doce títulos, de los que es preciso destacar Andrómaca (1666), Británico (1669), Berenice (1670) y Fedra (1677).

Fedra es un banco de pruebas común para calibrar a las grandes actrices francesas. Racine toma la historia de Eurípides y Séneca. Centra la acción en la pasión de Fedra, mujer de Teseo, por su hijastro Hipólito. Fedra lo arrastra a la perdición, siendo ella también su propia víctima. Entre otras muchas interpretaciones, se ha visto en este personaje a la víctima jansenista, que lleva en sí la raíz del mal, la culpa original, predestinada a la condenación y privada de la gracia que redime. Ante la violencia de la pasión, Fedra se siente impotente y acaba odiando la vida y detestándose a sí misma.


5. LA COMEDIA FRANCESA
Hemos hablado antes de los géneros más en boga durante el siglo XVI, la farsa y la comedia antigua, así como de la influencia del teatro español e italiano. Las nueve comedias de Larivey están tomadas del repertorio italiano, copiadas casi literalmente. La obra más conocida del citado Larivey, Los espíritus, que influirá en El avaro y La escuela de los maridos de Moliére, está íntegramente tomada de una obra de Lorenzo de Médicis. Se adapta también a los autores españoles. Rotrou, Scarron, los hermanos Corneille y el propio Moliére acusan estas influencias. El compilador Horn-Monval da una lista de más de cincuenta comedias francesas, copiadas de las españolas, entre 1625 y 1680; citemos, entre ellas, como casos más conocidos, El mentiroso de Corneille, a partir de La verdad sospechosa de Alarcón, y el Don Juan de Moliére, adaptación de El Buriador de Sevilla de Tirso.

Al margen de estas influencias, la comedia francesa, siguiendo en la línea de las farsas, prosigue una conducta crítica, en ocasiones realista-costumbrista. En La galería de palacio, Corneille pinta un lugar bien conocido de París, que da título a la pieza, con sus puestos de mercaderes, tiendas, y su ir y venir de compradores y ociosos. Moliére se centrará en la crítica a los defectos de su época.

Jean-Baptiste Poquelin, Moliére (1622-1673), fue un gran conocedor del teatro en todas sus facetas: como dramaturgo, empresario, actor, ordenador o director, etc. Sabe los secretos de cualquier público, desde el campesino de Provenza hasta el cortesano de Versalles. Antes de entrar en la capital había recorrido todo el sur de Francia con su compañía de comediantes. Sin duda todo ello le hizo dar con un humor universal y hasta intemporal, si tenemos en cuenta el éxito de sus obras en nuestro siglo, en el que quizá sea estadísticamente el dramaturgo más representado.

La principal característica de su dramaturgia es la maestría en manejar la caricatura y en saber actualizar todos los recursos de la comedia antigua y de los modelos más recientes. Los directores actuales de Moliére leen sus textos detenidamente con el fin de descubrir en ellos los modos escénicos de su representación. Moliére, que era mucho más que un simple autor de comedias, sentía horror por la fijación impresa de sus textos, ya que en ellos no era fácil dilucidar el cometido del poeta, o del director y del actor que los interpretaba. J. Schérer escribe: "Quienes lo vieron, cuentan que corría, hacía reverencias, golpeaba, era golpeado, resoplaba. Echaba espuma, hacía muecas, se contorsionaba, movía con furia todos los burlescos resortes de su cuerpo, hacía temblar sus párpados y sus ojos redondos..." Su propia escritura descubre los elementos cómicos y los tics de la antigua farsa: disfraces, bofetadas, bastonazos, persecuciones, repeticiones, letanías, entradas inoportunas, amenazas no advertidas por el personaje al que se dirigen, etc.

Otro elemento importante es la propia lengua de los personajes. Para Moliére, la palabra, en la comedia, está hecha para explicar y hacer reír por sus contenidos y mensajes; pero también debe ser usada, en sus aspectos formales, para caricaturizar, tipificar a los personajes y, por supuesto, divertir. De ahí la abundancia en su obra de lenguajes y jergas dialectales alternando con el francés más correcto o con el latín macarrónico. También construye artificialmente lenguajes hipercultos para burlarse de forma despiadada de las preciosas de su época (véase Las preciosas ridículas).
El propio dramaturgo confiesa que su risa procede de la razón y de la naturaleza, lo cual a algunos puede parecer hoy en día una tesis progresista, y a otros una tesis reaccionaria. A veces, cuando su público andaba dividido en posturas encontradas -sobre todo en el periodo de 1660 a 1670-, Moliére parecía querer contentar a todos adoptando una postura intermedia. Así, mientras en La escuela de las mujeres advertía que los padres no deben dejar a sus hijos en la ignorancia, en Las mujeres sabias prevenía que una instrucción excesiva podría apartar a la mujer de su verdadero papel social y familiar.

Los sectores criticados por las comedias de Moliére mostraron su descontento, tal y como era de esperar. Con motivo del estreno del Tartufo, aquel descontento subió de grado, por lo que tuvo que remodelar la obra, obligado por las circunstancias. La primera versión, hoy perdida, de 1664, era una farsa en la que Tartufo aparecía con atuendos semieclesiásticos. Pero los Cofrades del Santo Sacramento, sociedad secreta que se había propuesto la reforma de las costumbres, se sintieron aludidos y consiguieron que el rey retirara la obra. En 1667, Luis XIV autorizó una segunda versión dulcificada que, en ausencia del monarca, fue de nuevo prohibida por la policía de París. Estas censuras excitaron el ingenio de Moliére para ofrecernos la obra maestra que hoy conocemos, de sutil y más general crítica, estrenada el 5 de febrero de 1669.

El hipócrita Tartufo, introducido en casa del señor Orgón por la anciana madre de éste, mantendrá a uno y a otra en el engaño de su falsa santidad. Los demás personajes advierten pronto su hipocresía: Damis y Mariana, hijos de Orgón, su cuñado Cleante, su segunda y atractiva mujer, Elmira, y hasta la criada Dorina. Mariana ama a Valerio y éste la corresponde, pero su padre desea casarla con Tartufo. Damis, irritado, quiere intervenir, pero acepta que sea su madrastra Elmira la que intente desenmascararlo. En efecto, convence a Tartufo para que renuncie a Mariana, pero seduce a la propia Elmira. Damis, que lo oye todo, avisa a su padre. Tartufo interpreta ante Orgón la comedia del humillado calumniado. Orgón expulsa de su casa a su hijo, lo deshereda y deja sus bienes a Tartufo. Así las cosas, Elmira debe echar mano a un viejo truco de la farsa y de la commedia dell'arte, que es ocultar a su marido bajo la mesa para que oiga los galanteos de Tartufo con su propia mujer. Naturalmente, Orgón sale indignado de su escondite. Pero Tartufo pasa de su descubierta máscara de hipócrita a las amenazas. Lleva a un alguacil a la casa para expulsar a Orgón y a su familia por haber dado cobijo a un proscrito. Finalmente, Moliére utiliza la carta del deus ex machina de los poetas antiguos que solucionaban lo que parecía irreme¬diable. El dios es aquí el rey -como en los dramas españoles que, conocedor de la ayuda que Orgón le prestó en la lucha contra los frondistas y, por otro lado, de la calaña de Tartufo, manda apresar a éste y anula sus órdenes. Naturalmente, todo acaba bien, como era de esperar, elogiándose al rey al tiempo que se anuncia la boda entre Valerio y Mariana.


6. LA TRAGICOMEDIA Y LA PASTORAL
En el siglo XVI la afición por lo novelesco condujo, de modo natural, a la tragicomedia. La tragicomedia fue intensamente cultivada en Francia hasta mitad del siglo XVII para declinar a partir de entonces. Como era de esperar, fue atacada por los puristas por las razones ya conocidas: mezcla de tonos e inobservancia de las reglas. Ante estas propuestas, algunos dramaturgos quisieron demostrar que también eran capaces de escribir una buena tragicomedia guardando los conocidos preceptos. Fue el caso, entre otros, de la Clitandra de Corneille. Por lo demás, todos admitían que una tragicomedia debía contar con estas bases:

      el argumento no debía ser histórico;
      siempre debía acabar con final feliz;
      debía tener un desarrollo complicado: disfraces, imprevistos, engaños...

Otro género apreciado a finales del XVI fue la pastoral. Los franceses contaban con un precedente de calidad en el Juego de Robín y Marión, de Adam de la Halle (citado en el capítulo IV). No obstante, con el Renacimiento, los autores franceses pudieron igualmente documentarse en los italianos (Tasso, Guarini) o en La Diana enamorada del español Montemayor. En las pastorales asistimos a apariciones de magos y sátiros, en una intriga poblada de peripecias.

(Del Arte poética de Boileau.)

Que en todos los discursos, la pasión conmovida apunte al corazón, lo inflame y lo remueva. Si de un hermoso impulso, el furor agradable con frecuencia no invade de un terror deleitoso nuestra alma, o no excita apacible piedad, en vano presentáis escenas de talento... El primer secreto sea éste: deleitar, conmover. Inventad los resortes que a la obra nos aten.

Que el lugar de la escena sea fijo y bien marcado. Inmune un rimador, de allende los Pirineos, encierra varios años en sólo una jornada. Allí a menudo el héroe de un vulgar espectáculo, niño en el primer acto es ya viejo en el último. Nosotros, que a sus reglas la razón nos obliga, queremos que con arte la acción sea conducida; que en un lugar y un día un solo acontecer hasta el final mantenga ocupado el teatro. Nunca al espectador ofrezcáis lo increíble. La verdad puede a veces no ser lo verosímil.


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