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La ópera del teatro simbolista

La ópera del teatro simbolista


1. La ópera
               1. Nacimiento
               2. Componentes principales
               3. La ópera en Europa: expansión y evolución. La ópera bufa
               4. Y llegó Wagner

II. Simbolismo y teatro total
               1. Los inicios
               2. Características
               3. Las representaciones simbolistas
               4. Los primeros teatros
               5. Autores y obras
               6. Simbolistas españoles

Textos


I. LA ÓPERA

1. NACIMIENTO
La ópera nace en Italia en el siglo XVII. Este hecho hace justicia a un país que, desde el teatro antiguo romano, pasando por la Edad Media y el Renacimiento, marca la pauta en Europa, entre otras innovaciones: por el uso de la música y el canto en el espectáculo, por las investigaciones escenográficas, por la cultura de sus magnates y mecenas que al buen gusto unen el deseo de ostentación y lujo como demostraciones de poder. Por ello, la ópera constituye en sus orígenes un espectáculo principesco, para un público distinguido. La primera ópera, como tal considerada, fue estrenada el 6 de octubre de 1600, día de la boda de María de Médicis con Enrique IV, en Florencia. Su título fue Eurídice, un mito que hará fortuna en el teatro lírico, y su autor, Jacopo Peri.

Antes de pasar adelante convendría definir, en sus rasgos más sobresalientes, este nuevo género. Se trata de un teatro de gran espectáculo cuyo componente esencial, de principio a fin, es el canto, acompañado por la orquesta. En la ópera la acción se expone en los diálogos y solos cantados, y transcurre en el marco de una escenografía de lujo. El coro aparece también en este género, en intervenciones polifónicas, solemnes; en momentos de danza... Difiere bastante, pues, del primitivo coro de las tragedias 'griegas.

Podríamos desarrollar algunos de sus aspectos o plantearnos algunas interrogantes. Por ejemplo: ¿no queda la ópera fuera del espectáculo dramático, para convertirse con frecuencia en un concierto escenificado? ¿No es la ópera un espectáculo elitista, para minorías? Parece que algo de todo esto existe en la realidad. Sólo en Italia la ópera contó con un público fiel desde sus inicios. Pero, como veremos, este género se ha ido acercando, gracias al esfuerzo de modernos directores escénicos, al teatro dramático. En la actualidad cuenta con un número cada vez mayor de adeptos en todas partes.


2. COMPONENTES PRINCIPALES

La escenografía
La ópera lleva al grado máximo de su desarrollo las invenciones de las que el artesano y el artista del teatro han hecho gala, desde el theologion, o cielo de los griegos, hasta los ingenios renacentistas, pasando por el teatro medieval con sus originales Misterios. Este lujo se evidencia en los telones de terciopelo, en los grandes decorados pintados, en el desarrollo de maquinarias que permiten hazañas tales como representar un cielo poblado de ángeles, desplazar nubes y dragones, convertir el mar en un prado de flores, sorprendernos con cavernas en llamas que figuran las mansiones infernales... Desde el principio destacó por su inventiva en estas artes Bernardo Buontalenti, especializado en diversos juegos de agua, inundaciones, travesías de barcos y los más sorprendentes cambios a la vista del espectador: un fantasma que abre los brazos para dejarnos ver todo un palacio, soldados que plantan sus lanzas, las cuales se transforman en surtidores y árboles que conforman un bello jardín... Estos cambios se operaban por rotación de prismas triangulares colocados en los laterales de la escena, desplazamientos de telones, etc.
En el escenario, sin embargo, la perspectiva de los decorados se avenía mal con los personajes. Desde el momento en que el actor entraba por ellos o se aproximaba al telón de fondo, se echaba de ver el contraste ridículo de las mansiones y paisajes con su figura. Se dice que era ésta una de las razones por las que los solistas solían avanzar hasta el proscenio, particularmente en sus momentos de lucimiento.

Vestuarios
En principio no solían atenerse al criterio de fidelidad a la realidad o a la época, pues ello habría ido, en muchos casos, contra el boato y el lujo que la ópera debía mostrar. Por otro lado, los anacronismos en el vestuario no son infrecuentes en la pintura posrenacentista y barroca de los grandes maestros, como tampoco lo son los referidos a los ambientes naturales o arquitectónicos. Por su lado, los accesorios y los muebles son menos usuales en este género.

Iluminación
En este punto se limitan a perfeccionar los inventos de Serlio y de Sabbatini, de los que ya hemos hablado al tratar del Renacimiento italiano, a fin de hacer visible el lujo escénico y crear ambientes de magia y de misterio. En 1822 tuvo lugar un acontecimiento capital en la Opera de París: la iluminación por gas, al que ya nos hemos referido al término del capítulo anterior. Se utilizó por primera vez en el estreno de la obra Aladino o la lámpara maravillosa, de Isouard. Finalmente, en 1849, con El Profeta, de Meyerbeer, se empleará, por primera vez, la luz eléctrica en escena. No es necesario insistir sobre los mil efectos que este medio ponía en manos de directores y escenógrafos.

Interpretación
Los cantantes-actores constituyen el componente más delicado y controvertido del espectáculo. Ante todo han de tener buenas dotes musicales, pero deben poseer también genio interpretativo, pues representan a unos personajes. Aunque, desde un principio, los compositores advierten que el cantor no debe olvidarse del actor, hemos de confesar que, en la ópera, primó ante todo el canto y el marco escenográfico. Dicho de otro modo, la música era el objeto del espectáculo, mientras que el drama constituía sólo su medio o marco argumental. No al revés. Por otro lado, el acompañamiento de la orquesta, la intervención del coro, el tono agudo de las sopranos, hacían difícil el seguimiento del texto, incluso para los espectadores que comprendían el idioma en que el texto estaba escrito. Advirtamos que las mujeres empiezan a convertirse en virtuosas del nuevo arte a finales del siglo XVII, aunque esto no hizo que desapareciesen de inmediato los numerosos castrados que, habitualmente, eran los destinados a los papeles femeninos.
Por su lado, los autores seguían abrigando inicialmente la ilusión de ser seguidos por el público. Para salvar los escollos aquí señalados, el texto de la representación podía ser adquirido por los espectadores a la entrada del teatro y seguido con la ayuda de pequeñas velas o cerini. Todas estas incomodidades hacen que el público, que puede quedarse mudo de admiración ante las magnificencias del arte visual y el deleite del bel canto, también se distraiga cuando éste se hace monótono, hable con su vecino, se entrometa con los intérpretes, se mueva por la sala... Por su parte, los solistas llegaban a pavonearse de sus interpretaciones; acudían, al término de las mismas a saludar a los amigos... Todo esto nos hará sin duda recordar al público las comedias de Plauto y de Terencio.
Teatros

Este género necesitaba de espacios apropiados, por lo que pronto se echó de ver la conveniencia de disponer de teatros dedicados exclusivamente a él. El primero de ellos no se hizo esperar. Fue construido en 1637 en Venecia. Pero fue tan frecuentado que a final de siglo ya contaba esta ciudad con dieciséis teatros de ópera. No hay que decir que a Venecia no tardaron en sumarse de inmediato Roma, Florencia y otras ciudades italianas.


3. LA ÓPERA EN EUROPA: EXPANSIÓN Y EVOLUCIÓN. LA ÓPERA BUFA
Pronto prendió por toda Europa la ópera italiana. Era lógico que, bajo la tutela de Mazarino, se la favoreciese en Francia. Cuando, en 1647, Luigi Rossi representó su Orfeo en París, dejó admirado al público francés con sus efectos y portentos. Durante el reinado de Luis XIV, los italianos fueron los maestros de ceremonias en la Corte francesa. Ellos organizaban los cortejos, las parades, las comedias-ballets. Pero pronto, los franceses pasaron de discípulos a maestros, con la pretensión incluso de competir (Mansart, Boucher, Rameau...) con los propios italianos.
Hay algo todavía más destacable. Los franceses fueron los creadores, en el siglo XVIII, de un subgénero operístico conocido como ópera bufa. Sus precedentes habría que buscarlos en la propia tradición francesa, en sus comedias con cantos y sus recitales juglarescos. Recordemos el fuego de Robín y de Marión, del siglo XIII, conceptuado como un precedente de la opereta. En realidad, la ópera bufa es, finalmente, una comedia con cantos, ideada por los artistas de las ferias de Saint Laurent y de Saint Germain, en París, que eran un poco de todo: recitadores, cómicos, marionetistas y saltimbanquis. En los ambientes serios -Opera de París, Comédie Française- se creía que estos feriantes pretendían poner en ridículo tanto la ópera como la comedia. En consecuencia, estas instituciones echaron mano de su fuerza y de sus influencias, entre las que contaban con la del propio rey, para prohibir el espectáculo de los feriantes.

Sin duda, el nacimiento de esta ópera bufa parisiense constituye una de las anécdotas más curiosas de la historia del teatro. Vale por ello la pena contarla en sus principales momentos. A los artistas cómicos de feria se les prohibió primero el diálogo en escena, permitiéndoseles el monólogo como forma suficiente para exponer lo que ya venían haciendo anteriormente. Esta prohibición dio origen a diversas astucias para burlarla: que un actor respondiera entre bastidores dejando el escenario a su interlocutor, quien, a su vez, se ocultaba al término de su réplica para dejar salir al primero..., dando lugar con este juego a gags de gran comicidad. Como tantas otras veces en la historia del teatro, las prohibiciones y censuras provocaban invenciones formales y estructurales que enriquecían el arte de la representación. Pues bien, ante estas burlas por respuesta, el consejo del rey prohibió entonces a los foráneos el uso de la palabra y, por su parte, la Real Academia de la Música les prohibió que cantasen. Sólo les quedaba la música instrumental y el mimo. Y pensaron, antes de claudicar, en presentar al público el texto escrito en paneles de uno o dos metros. Con esto el público seguía, mal que bien, la historia contada, se divertía y acababa cantando, al son de la música, las canciones que astutamente se presentaban en los paneles.

Al igual que en Francia, en Alemania e Inglaterra la ópera se inicia bajo el consejo y la imitación de los italianos. A lo largo del siglo XIX, la ópera irá evolucionando por vías diversas, antes de aproximarse a ese espectáculo total que pretende ser con Wagner.

Una de las preocupaciones mayores de los autores era la de dar con los cantantes-actores adecuados. Para Mozart, la interpretación debía ser verdadera; el cantante debía transmitir, a través de la voz, la expresión, el sentimiento, el tono, la tensión de lo que dice el texto, pues las melodías han sido compuestas precisamente de acuerdo con tal texto.
Otro cambio podría estar en la elección de temas y argumentos. Poco a poco vemos cómo los temas mitológicos griegos dejan paso a historias más recientes, ubicadas en Oriente, en España o en los propios lugares de la creación.

Recordemos algunos títulos de Mozart: Don Juan, Las bodas de Fígaro, El rapto del serrallo, La flauta mágica... Con los románticos, en el siglo XIX, la temática se hace más variada, al tiempo que la escenografía se puebla de cascadas, ruinas, bosques, ambientes góticos. Los argumentos se toman de grandes obras dramáticas, entre las que no faltan los dramas de Shakespeare; de la Biblia, de la historia romana. Algunos títulos lo ratifican: Otelo, Macbeth, Aida, Nabuco, Don Carlos, de Verdi; Guillermo Tell, La italiana en Argel, El barbero de Sevilla, de Rossini; Norma, de Bellini; Don Quijote, Manon, de Massenet; Romeo y Julieta, de Berlioz; El profeta, de Meyerbeer; Fausto, de Gounod...


4. Y LLEGÓ WAGNER
Wagner fue un autor exigente hasta el máximo consigo mismo, en primer lugar, y con los demás, en segundo término. Particularmente, con los cantantes. Al tiempo que grandes intérpretes debían éstos ser grandes actores, sobrepasando a los del drama o de la comedia. Y con razón, pues dada la larga duración del canto, el actor de ópera debe contener el gesto; administrar con medida los movimientos; reflejar el impacto de las réplicas de sus interlocutores o del coro. No hay que decir que Wagner prohibió radicalmente todos los guiños de connivencia entre cantores y público (no se debía, según él, lanzar la voz a la sala; había que acompasar los recitativos al mismo ritmo que el canto...).

Como modelo de su gran teatro lírico tomó sin dudarlo al teatro griego. En la tragedia griega encontró cuanto andaba buscando: Una mitología que explicaba la propia identidad de un pueblo; una concepción religiosa y poética del espectáculo; una perfecta estructura dramática; una adecuada combinación de ciertos lenguajes escénicos. Clarividente a partir de esos principios, Wagner, que lo es todo -músico, poeta, dramaturgo, director-, emprende la reforma de la ópera. El romántico francés, Gérard de Nerval, que acudió a Weimar, el 25 de agosto de 1850, al estreno de Lohengrin, nos aclara certeramente: "El carácter de este poema imprime a la obra la forma de un drama lírico más que el de una ópera." Esta afirmación apunta al fondo del problema. Wagner quiere recuperar el drama, sin que éste se diluya en voces, arias, danzas, coros y demás componentes del espectáculo. Partirá de un mito o leyenda. La música, la pintura, la poesía deben servir a esa leyenda, juntas o por separado, según convenga para el mayor esplendor de la exposición dramática. De este modo, Wagner pensaba que lo que hicieron los griegos se podía hacer también en la Europa de XIX, buscando en sus mitos las raíces de su identidad, de su conformación religiosa y cultural. Los dioses antiguos se verán reemplazados, en algún momento rodeados, por las divinidades nórdicas o por los héroes de las leyendas cristianas de la Edad Media: Tanhaüser, Lohengrin, la tetralogía El oro del Rhin, Parsifal, .Sigfrido...


II. SIMBOLISMO Y TEATRO TOTAL

1. Los inicios
Resulta del todo imposible e inadecuado estudiar el teatro simbolista separándolo del movimiento artístico global en el que se produce. El simbolismo conecta, a este respecto, con tres predecesores de talla: Hegel, en el terreno de la intuición pensante; Baudelaire, en el redescubrimiento de las correspondencias de todos los seres, cosas y sensaciones que el hombre encuentra en su caminar; Wagner, en el intento de reunión de todas las formas de la expresión artística en un espectáculo total capaz de despertar en el espectador modos y ámbitos de percepción muchas veces dormidos. (Por estas razones, aunque el simbolismo pueda explicarse en sus inicios como una reacción contra el naturalismo, o como un cansancio del detallismo realista -como veremos en el próximo capítulo-, nos ha parecido adecuado presentarlo aquí, en este momento.)

Aunque bastante de lo que hicieron los simbolistas, tanto en el teatro como en otros campos artísticos -música, poesía, pintura, narrativa- haya dejado de interesar en la actualidad, hay también que decir que otra gran parte de dicha producción sigue aún vigente a finales del siglo XX. Por otro lado, este movimiento ha sido de capital importancia en el arte de nuestro siglo, particularmente en la mayoría de las tentativas de corte vanguardista, empezando por los propios superrealistas. De los artistas simbolistas -belgas y franceses en su mayoría- hemos de citar a los dramaturgos y poetas Mallarmé, Villiers de 1'Isle Adam, Edouard Dujardin, Josephin Péladan, Maurice Maeterlinck, Saint-Paul Roux, Elemir Bourges, Paul Claudel, Francis James. Si los románticos franceses, en contra de la opinión general del público, se entusiasmaron con Wagner, Baudelaire fue el verdadero intermediario entre el compositor y los simbolistas. Bajo la protección del maestro lograron fundar éstos en París, en febrero de 1885, la Révue wagnérienne. Esta revista, junto con la Révue indépendante que le sobrevivirá a partir de 1888, tuvo el mérito, aparte de exponer y comentar la obra del músico alemán, de aunar y dar forma a las tentativas e intuiciones del movimiento simbolista.

2. Características
Como características más importantes del simbolismo podemos señalar:
- La búsqueda de la Idea por el Hombre, por medio de la intuición y de la meditación. No se tomará como modelo, como ha hecho el arte realista o impresionista, la cosa en su objetividad externa. Hay que penetrar más en lo profundo. Hay que buscar en la mente, en el espíritu, a través de la cultura, de la mitología y de la historia, las ideas y las imágenes capaces de expresar al hombre en su totalidad. El simbolismo es un modo de conocimiento que antepone el Espíritu a la materia. En el principio fue el Espíritu, que dirá Dujardin, en la línea de Hegel. De ahí que se interprete también como una reacción contra el realismo-naturalismo de signo materialista, del que es su contemporáneo, particularmente contra Zola.

- Pero para expresar artísticamente la Idea, necesitará del auxilio de la materia. En este punto, los simbolistas adoptan dos caminos distintos: el de la depuración y aquilatamiento de los medios expresivos, aun forzando su sintaxis y sus relaciones semánticas, o bien el de la prolijidad o acumulación en la obra dramática de símbolos y lenguajes. Mallarmé optó por la primera vía, ofreciéndonos sólo breves esbozos dramáticos: Herodías, La siesta de un fauno. La vía de la prolijidad y de un cierto barroquismo decadente fue la más seguida, a imitación de lo que en pintura legendaria y ornamental hacía Gustave Moreau.

- Preferencia por los relatos míticos, por las leyendas, antes que por la historia. El mito, aparte su interpretación como ejemplo y símbolo, es más maleable. La historia es más rígida. Cuando los simbolistas acuden a la historia es para mitificarla, aunque para ello sea preciso echar mano de todo tipo de libertades con ella. Así ocurre con todo el teatro de Claudel de signo "histórico".

- La búsqueda de lo simbólico se confunde, en muchas ocasiones, con la búsqueda de lo trascendente, de lo oscuro y muy en particular de ciertos temas obsesivos (el más obsesivo de todos ellos, y el más teatral sin duda, será el de la Muerte). Ello explica que los dramaturgos simbolistas sean unos estudiosos de los fenómenos mágicos, esotéricos, religiosos. Más que de religión cabría hablar de teosofía o de gnosis mística, tal como la explica Edouard Schuré en su libro Los grandes iniciados, de 1889, que fue ávidamente leído por algunos dramaturgos simbolistas. Entresacamos esta cita:
La gnosis o mística racional de todos los tiempos es el arte de encontrar a Dios en uno mismo, desarrollando las profundidades ocultas, las facultades latentes de la conciencia (...). Las perspectivas que se abren en el umbral de la teosofía son inmensas, sobre todo si se las compara con el horizonte estrecho y desolador en que el materialismo encierra al hombre o con las propuestas infantiles e inaceptables de la teología clerical. Al percibirlas por primera vez se experimenta el deslumbramiento de lo infinito. Los abismos del inconsciente se abren en nosotros mismos, nos muestran las simas de donde salimos, las alturas de vértigo a las que aspiramos.

- Finalmente, este teatro no puede dejar de ser, de principio a fin, un teatro poético; lo que no quiere decir -adviértase bien un teatro en verso. Sólo la poesía puede ser el vehículo adecuado para mostrar el arte y sus símbolos, y sólo así puede la palabra conjugarse con las otras artes del espectáculo. La práctica de la escritura poética intensa despierta en el poeta-dramaturgo sus percepciones inconscientes, como ha demostrado el psicoanálisis. Esta escritura está muy cerca del onirismo, de las fantasías de los sueños, procedimiento argumental o temático al que acuden frecuentemente los dramaturgos simbolistas. Pero muchas veces, la palabra, incluso la palabra más poética, traiciona los impulsos del escritor; no por su faz material significante, que puede ser origen de sugerencias de música y sonido, sino por su significado conceptual limitador. Privada de lo conceptual, la música ha podido conservar la magia de piezas simbolistas hoy olvidadas: Preludio a la siesta de un fauno, de Claude Debussy, sobre la citada obra de Mallarmé; Peleas y Melisenda, del mismo Debussy, sobre la obra de Maeterlinck; la ópera de Richard Strauss sobre la obra de Hofmannsthal La Muerte y el Loco; las múltiples composiciones orquestales de Erik Satie, D. Milhaud, de Honneger sobre piezas de Claudel...

Como formas dramáticas más adecuadas para expresar estas constantes y exigencias del teatro simbolista hemos de resaltar:
- la agrupación de diferentes lenguajes escénicos: conjunción de música y palabra, recitados, coros; uso de la danza, modos especiales de movimientos escénicos; empleos múltiples de la iluminación, particularmente en su dimensión psicológica y mágica, a fin de crear climas y ambientes de ensueño y de misterio;

- los desdoblamientos y metamorfosis de un mismo personaje, a fin de mostrar sus múltiples caras o los diferentes periodos de su vida; o para proyectar y enfrentar su dimensión real con sus dimensiones más transcendentes;

- los contrastes de lenguajes, originados por las asociaciones oníricas o los presupuestos desmitificadores del dramaturgo. En Claudel, los muertos bailan temas folklóricos de forma ridícula; el rey de su Juana de Arco en la hoguera se convierte en rey de naipes y cambia el juicio en un ballet de cartas de baraja... Los personajes, las palabras, las imágenes, se asocian multiplicando sus posibilidades combinatorias. Ello explica las dificultades de algunos simbolistas para respetar la duración del espectáculo teatral. Cada obra puede tener su duración propia, la intrínsecamente exigida por sí misma: desde unos minutos hasta varias veladas o jornadas (tomando este término como sesión teatral para un día);

- la forma ceremonial, según la cual los distintos lenguajes escénicos se ordenan ritualmente de acuerdo con un código preestablecido. El carácter ceremonial del teatro de signo artaudiano, manifiesto en autores y grupos como el Living americano, Grotowski, T. Kantor, Arrabal, Genet... de los que nos ocuparemos en los capítulos XV y XVI, tiene sus más claros precedentes en los simbolistas. A su vez, el simbolismo redescubre por esta vía el carácter sagrado del teatro en sus orígenes. Una vez más, volvemos a los griegos.


3. LAS REPRESENTACIONES SIMBOLISTAS
La protesta de los simbolistas contra los naturalistas fue posible llevarla a los teatros gracias al atrevimiento juvenil de un alumno de segunda enseñanza, lector entusiasta de Mallarmé, de Verlaine, de Verhaeren y otros poetas del mismo tono. Este joven de diecisiete años, expulsado de su centro de enseñanza de París, que fundó el Teatro de Arte, no era otro que Paul Fort, el futuro prince des poétes. Así ocurren a veces las cosas.


4. Los PRIMEROS TEATROS
El Teatro de Arte abrió sus puertas en 1890. Sus primeras escenificaciones fueron Los Cenci de Shelley, el Fausto de Marlowe, así como poemas "irrepresentables" entre los que destacamos El cuervo de Edgar Allan Poe y El barco ebrio de A. Rimbaud. En 1903 inició el montaje de obras actuales con Peleas y Melisenda, de Maeterlinck, La intrusa del mismo autor, y La dama del mar de Ibsen. Con su ingenio y entusiasmo se atrajo a gentes de teatro, entre ellos, ya en 1891, a Lugné-Poe, del Teatro Libre de Antoine. Poe y Vouillard dieron al Teatro de Arte el nuevo calificativo de L'oeuvre. Así se inició la empresa simbolista en París en la que luego destacarían, entre otros, Copeau, Pitoeff, el propio Artaud, y, más cercanos a nosotros, Jean Louis Barrault y Patrice Chereau.

La escenografía simbolista
Paul Fort y Lugné-Poe reaccionan violentamente, desde un principio, contra el naturalismo del Teatro Libre de Antoine. Las escenografías de este último pretendían trasladar la realidad al escenario hasta en sus mínimos detalles. Más que de decorados se diría que estábamos ante fotografías tomadas de la realidad.

A Paul Fort y a Lugné-Poe no le convencieron tampoco las escenografías del teatro lírico, particularmente las del drama wagneriano en Francia. Según los primeros simbolistas, los decorados wagnerianos pecaban igualmente de un exceso de realismo. Y no les faltaba razón. Es curioso comprobar que escenógrafos como Amable y Jusseaume trabajaban tanto para Antoine como para la Opera de París. Claro está que, para Wagner, presentaban decorados exuberantes, de lujo, con mil y un detalles. Pero no por ello dejaban de ser realistas a ultranza. Otros escenógrafos fuera de Francia, como Hoffmann o Brückner, ofrecerán ya una interpretación subjetiva en sus decorados de Wagner, con toques irrealistas que, según los casos, nos harán pensar en el expresionismo o en el simbolismo.

Por otro lado, el decorativismo, el barroquismo o el onirismo de la pintura simbolista no influirán en los decorados de las primeras representaciones simbolistas. Este hecho no ha dejado de sorprendernos. Concedamos que tales precedentes no concordaran con ese simbolismo de lo cotidiano de Maeterlinck, o con el Ibsen de La dama del mar. Pero sí habrían de tener relación con esos otros dramas simbolistas que toman su materia del mito o de los sueños. ¿Por qué entonces rechazaron una corriente pictórica del mismo signo, sobre todo cuando manifestaron que los decorados del teatro simbolista había que encomendarlos a los pintores y no a los decoradores de oficio? Alguien ha indicado que este rechazo se debió a la situación económica de miseria en la que se desenvolvía el Teatro de Arte, sin ni siquiera una sala propia en París, siempre al borde de la bancarrota.

Rechazando, pues, tanto la decoración naturalista como la pintura simbolista, Paul Fort y Lugné-Poe buscaron en su auxilio a pintores entusiastas con sus ideas -Roussel, Bonnard, M. Denis a los que les pidieron un decorado que se calificó de sintético, es decir, un decorado que, en sus rasgos mínimos, nos ayudase a entrar en el clima general de la obra. Para M. Denis, este decorado debía sugerir el triunfo universal de la imaginación y de lo Bello sobre la mentira naturalista y los esfuerzos de la vacua imitación. Y razonaron su opción: una escenografía con decorados fieles a la realidad hasta el detallismo:

      anula o actúa contra la imaginación del espectador, ya que todo se le da fabricado; el espectador no podrá crear sus propios decorados;
      apaga o debilita el poder sugestivo de la palabra de los poetas, que se verá limitada por la materia decorativa; mata ese clima anímico general que el espectáculo debe estar generando en el público, así como los múltiples estímulos que pueden impresionar su inconsciente receptivo;
      debilita el impacto del actor, capaz de crear nuevos espacios con su gesto, sus movimientos y su palabra...

La primera etapa del teatro simbolista estuvo en relación con los pintores. De acuerdo con los directores y poetas del grupo, los decorados, además de lo dicho, debían ser capaces de establecer correspondencias sensibles con otros lenguajes del espectáculo (poesía, gestos, movimientos, música, colores y hasta olores); debían integrarse de tal modo en la acción escénica que ésta apareciese, según pretendían, como un cuadro vivo, en movimiento. Precisamente, el célebre soneto Correspondencias de Baudelaire, se convirtió en fuente de sugestiones escénicas. A primeros de 1891 anunciaron:

A partir de marzo las representaciones del Teatro de Arte acabarán con la escenificación de un cuadro desconocido del público o con un proyecto pictórico de un pintor de la nueva escuela. El telón se alzará para mostrarnos dicho cuadro durante tres minutos... Una música en escena y luces y perfumes combinados, que se adapten al tema del cuadro representado, prepararán y completarán la impresión. Los perfumes, los colores, los sonidos se responden, dijo Baudelaire.

Denis Bablet, de quien tomamos la cita, nos viene a decir que estos cuadros fueron el origen de proyectos más ambiciosos, como la escenificación de El cantar de los cantares, de Salomón. Dividieron dicha escenificación en varios cuadros, también llamados divisas. Cada cuadro se diferenciaba de los otros por el dominio de un color, un olor, una tonalidad musical, un tono vocal...

Insistirán particularmente en los colores. Pero, puesto que los decorados no deben acaparar en modo alguno el color, éste se centrará en los vestuarios y en los efectos de iluminación. Los decorados simples, con paños desnudos, de tonos apagados, serán los ideales para que sobre ellos destaque el cromatismo variable de actores y luces. La electricidad posibilitó los juegos más variados de luces, sombras y colores, sobre los que en buena medida se apoyaban los ambientes de sobrecogimiento, de misterio o de magia de los simbolistas.

En su rechazo del naturalismo, coincidirán con los principios teóricos de Craig y de Appia. Discreparon, no obstante, en sus realizaciones. Craig y Appia -a quienes dedicamos un justo apartado en esta historia- propondrán un "sintetismo" geométrico de líneas, planos, desniveles, peldaños..., aptos para acoger los juegos de luz y dotar de una nueva plástica posicional la interpretación de los actores. Mientras tanto, en torno a 1910, en París, Dethomas alterna sus decorados de interiores para el Théátre des Arts con otros mucho más sugerentes cuando la obra parecía aceptarlos. En los primeros, Dethomas crea una unidad estilística total en muros, aperturas, pasillos, escaleras, en la que privan las cuadriculaciones. Estas cuadriculaciones pasan a otros elementos: una silla, una cama... Con ello, los objetos, que son escasos, parecen estar formando parte de sus decorados sugestivos. Por la vía del simbolismo mágico, los telones se enriquecen de tonalidades y los motivos alcanzan, pese a su deseo de esquematismo, grandes e ilustratrivas dimensiones (como por ejemplo, esa tela de araña que apresa a los personajes en Le festin del'araignée, de 1913). En esta segunda tendencia influyeron, sin duda, los decorados de los ballets rusos, que tuvieron un gran impacto en sus actuaciones en París. Por esta última vía, y progresivamente hasta nuestros días, las escenografías se irán sobrecargando hasta el barroquismo: un barroquismo resurgente en los últimos años del que el español Francisco Nieva es un exponente cualificado.


5. AUTORES Y OBRAS
El predominio de autores franceses y belgas no debe hacernos olvidar los periodos y tendencias simbolistas de Hauptmann, de Hofmannsthal, del irlandés Yeats o de las etapas finales de los nórdicos Ibsen y Strindberg. Pero, ante la imposibilidad de dar cuenta de todos ellos, contentémonos con subrayar la labor de Maurice Maeterlinck y de Paul Claudel.

Maurice Maeterlinck
Maurice Maeterlinck (1862-1949) se traslada aún joven a París donde conoce a Villiers de 1'Isle Adam, autor de cuentos misteriosos, que aún hoy despiertan nuestra curiosidad, y de obras dramáticas totalmente olvidadas. De la producción dramática de Maeterlinck subrayamos La intrusa, Los ciegos (las dos de 1900), Interior, y El pájaro azul.
La intrusa trata del tema de la muerte, como ya hemos dicho el más obsesivo y predilecto de este movimiento. La originalidad de Maeterlinck está en hacer constante su presencia sin necesidad de encarnarla en un actor, como en el teatro medieval o en las moralidades inglesas. En La intrusa la muerte se manifiesta como una espera de lo inevitable, como un clima, como un temor y una certeza. Los personajes, relacionados entre sí por lazos de parentesco y de amistad, esperan la noticia fatal, el desenlace de una pobre mujer que acaba de dar a luz. Los espectadores nos sentimos invadidos por la misma tensión, por el pesado silencio de la escena.

Peleas y Melisenda nos presenta una historia muy simple, con un esquema triangular: la mujer, Melisenda, y los dos hombres, Peleas y su hermano Golaud. Peleas, príncipe viudo, se casa con Melisenda. Pero esta Melisenda sin malicia no tarda en dejarse llevar por Golaud. Todo puede ser interpretado simbólicamente en este relato: las fuentes, los bosques, la tormenta, la pérdida de la corona y del anillo... También aquí el clima de muerte es percibido por dos personajes que quedan prácticamente fuera de la acción: el padre de los dos hermanos y el propio hijo de Peleas. La muerte que llega se impondrá a Melisenda en el parto y a Peleas a manos de su propio hermano.

Las historias dramatizadas por Maeterlinck se nutren de personajes de la vida corriente, que no destacan por nada, de los que no se sabe nada (a pesar del rango de algunos de ellos). A su vez, estos personajes están dominados por fuerzas que los sobrepasan, el amor y la muerte. Por esta vía, el dramaturgo nos muestra lo que él conceptúa como el lado maravilloso y trágico de lo cotidiano.

Existe -nos dice- un lado trágico cotidiano que es mucho más real, mucho más profundo y mucho más conforme con nuestro ser verdadero que el lado trágico de las grandes aventuras. Se trata de hacer ver lo que hay de sorprendente en el solo hecho de vivir... (ver Textos).

Paul Claudel
Con Paul Claudel (1868-1955), de larga vida entregada ala poesía y al teatro (amén de sus periodos políticos) asistimos al desarrollo del simbolismo en el siglo XX. En sus inicios, fue decisiva para su formación la lectura y meditación de los poetas Baudelaire, Mallarmé y Rimbaud. De este último llegó a escribir: "Otros me han instruido; Rimbaud me ha construido." Pero Claudel tuvo la suerte de haber conocido China, Japón, Estados Unidos o Brasil a lo largo de nuestro siglo, en sus estancias como enviado político de Francia, entrando en contacto con las más diversas formas y lenguajes escénicos que luego enriquecerán su escritura dramática. A ello hemos de añadir la ayuda que le prestaron en todo momento pintores, dramaturgos, músicos y directores escénicos (particularmente Copeau, Artaud y Barrault).

Su teatro, por todas estas razones, se verá invadido por las más diversas formas e invenciones. De ahí la dificultad de llevarlo convenientemente a la escena, lo que a muchos les hizo decir que se trataba de un teatro irrepresentable (quizá por sus extensas divagaciones poéticas, quizá por la estructura de las propias obras, quizá, también, por oposición a su temática y a su ideología religiosas).

Si sus primeras obras lo inscriben incuestionablemente en el movimiento simbolista (La Ciudad, Cabeza de Oro), el paso del tiempo no le hizo variar notoriamente su escritura inicial. Todo es símbolo en Claudel. Cabría hablar en él -y en general en los simbolistas primeros- de símbolos parciales frente a símbolos globales que recorren una obra o hasta toda una serie de obras; de símbolos esporádicos frente a símbolos dominantes como el mar. Los mismos títulos de sus obras tienen esta intención simbólica global: El árbol, que agrupa sus primeros dramas, es un símbolo del hombre (raíces en la tierra, mirada a lo alto, frutos); El Intercambio, El reposo del séptimo día, El zapato de raso (ofrenda de todos los caminos andados por la vida), El libro de Cristóbal Colón... Veamos un ejemplo en La joven Violaine, denominado también El anuncio a María:

Estamos en la Edad Media, en un momento de luchas y de crisis, bajo el reinado de Carlos VII. El constructor de catedrales, Pedro de Craón, cae leproso. Violaine, compasiva y amorosa, le da un beso. Como consecuencia de este gesto, Violaine contrae a su vez la lepra y debe abandonar a su prometido Jacques, haciéndole la promesa de una boda espiritual. Mara, hermana de Violaine, aprovecha las circunstancias y se casa con Jacques. Tiene un hijo que muere. La noche de Navidad, Mara, que nunca sintió el menor afecto por su hermana, le lleva el niño para que haga un milagro. El padre, Vercors, llegará en el momento en que Violaine muere. Es la hora del Angelus (el anuncio a María). El padre exclama: "¿Es vivir el fin de la vida? No, no es vivir, sino morir; no fabricar la cruz, sino cargar con ella, y dar todo lo que tenemos sonriendo."

Todo, en este relato, puede ser leído en clave simbólica: el momento de la historia, la lepra, el beso al leproso, las bodas espirituales, la ceguera, la resurrección del niño en Navidad (noche en que Claudel se convirtió al catolicismo en Notre-Dame de París), el toque del Angelus... Pero quizá esta elección y la temática en la que se inscribe haya sido la responsable de que Claudel (a pesar del entusiasmo que ha despertado en grandes directores de nuestro siglo, a pesar de los magníficos montajes de que ha sido objeto) no goce de la popularidad que sus formas dramáticas habrían merecido.

Después de lo que hemos dicho aquí, el drama simbolista puede parecernos la culminación de un proceso que se inicia con el teatro mismo en sus primeras manifestaciones. Podemos encontrar otro simbolismo avant la lettre, es decir, antes del movimiento de este nombre a finales del siglo XIX, en otras etapas del teatro anterior. Indicios sobrados tenemos en el teatro religioso medieval; en las moralidades inglesas; en los Autos de Calderón; en el Shakespeare que apela a los sueños y espectros en Hamlet, Macbeth, Sueño de una noche de verano...; en el resto del teatro isabelino... Precedentes inmediatos podrían ser algunos dramas del Sturm und Drang o algunos de los desahogos románticos. Pero conviene señalar que, mientras los románticos proyectan su yo personal sobre la naturaleza o la historia, los simbolistas creen en la autonomía significativa de las cosas.

¿Qué ha quedado, en realidad, de la aventura simbolista? ¿En quiénes se ha dejado sentir su influencia? Digamos que son pocos los montajes de textos de la época simbolista en la actualidad. Pero reconozcamos que ha sido enorme la influencia simbolista en el teatro, desde sus inicios hasta nuestros días, pues pocas son las vanguardias de nuestro siglo cuyos elementos dramáticos y escénicos no estén ya explícitos o prefigurados en los simbolistas.

6. SIMBOLISTAS ESPAÑOLES
En España, en concreto, sería injusto olvidar la deuda de Valle con e1 simbolismo de Cenizas, Tragedia de ensueño, Comedia de ensueño y, apuntando a formas expresionistas, de El embrujado de El retablo de la Avaricia, la Lujuria y la Muerte; o la de autores hoy menos recordados como Eduardo Marquina, los esposos Martínez Sierra, Francisco Villaespesa, Fernández Ardavín, los Machado... Por su lado, Azorín, que conoce como ninguno a los extranjeros Pirandello, Cocteau, Pitoeff, Maeterlinck, Lenormand..., recomendará su imitación a los dramaturgos españoles. De ello dio él mismo buen ejemplo. En 1896 tradujo al castellano L'intruse, de Maeterlinck. La influencia de éste último es a todas luces evidente en Angelita y en los títulos que componen La trilogía de lo Invisible: La arañita en el espejo, El segador, y Doctor Death, de 3 a 5. Llegó a escribir:

La nueva pieza teatral debe dar expresión a la tensión dialéctica entre dos cadenas de imágenes: las imágenes directas, conscientes, claras, determinadas, y las imágenes que proceden del fondo de nuestro espíritu.

En la actualidad, la plástica escénica de los simbolistas se deja ver en los montajes más poéticos y efectistas de los últimos años. Son de notar, asimismo, las deudas parciales y deformadas, pero altamente significativas, de la vanguardia española de los años 60 con el simbolismo: Ruibal, Arrabal, Nieva, Riaza...

TEXTOS

Poesía y música en el drama como proceso

Hemos advertido en la orquesta la facultad de despertar en nosotros presentimientos y recuerdos. Designamos por presentimiento la preparación del fenómeno que finalmente ha de manifestarse por medio del gesto y de la melodía del verso. El recuerdo, por su lado, deriva, en nuestra opinión, del fenómeno. Nos incumbe ahora determinar con precisión lo que, de acuerdo con la necesidad dramática, y en unión del presentimiento y el recuerdo, llenaba el espacio del drama haciendo que nuestros presentimientos y recuerdos fueran imprescindibles para cooperar en su comprensión plena.
Hay momentos en que la orquesta puede dejarse oír con total autonomía. Estos momentos, en cualquier caso, deben ser aquellos en que todavía no es factible, por parte de los personajes dramáticos, la completa disolución de la idea proferida por el lenguaje en la sensación musical. Así como hemos visto que la melodía musical brotaba del verso, de sus palabras, y que su desarrollo estaba condicionado por la índole del verso; y así como hemos visto que la justificación, es decir, la comprensión de la melodía, se halla condicionada por el verso, y no sólo como algo artísticamente pensable y realizable, sino como algo que, necesariamente, debe ser ejecutado de forma orgánica ante nuestro sentimiento y debe presentársele en el momento de nacer, así también hemos de figurarnos la situación dramática como nacida de motivos que ante nuestra vista se alzan a alturas en las que la melodía del verso se nos presenta como necesaria, como la única expresión apropiada para un momento afectivo que se manifiesta de una manera adecuada. (...)
Las artes plásticas pueden presentarnos sólo lo acabado, es decir, lo inmóvil, y por esta razón no pueden nunca convertir a quien las contempla en testigo convencido del desarrollo de un fenómeno. También el músico, en su mayor confusión, ha podido cometer el error de imitar a este respecto las artes plásticas y de ofrecernos algo acabado en vez de presentárnoslo en su desarrollo. Sólo el drama constituye la obra de arte en el espacio y en el tiempo, se nos comunica a través de la vista y del oído de tal modo que participamos activamente en su nacimiento y, en consecuencia, captamos lo nacido con nuestro sentimiento como algo necesario y claramente comprensible.
El poeta que pretende convertirnos en testigos y participantes en el nacimiento de su obra de arte (pues sólo así es posible semejante proceso), ha de procurar no dar el menor paso en falso que pueda romper el vínculo del desarrollo orgánico de su obra, pudiendo con ello herir nuestro sentimiento instintivamente cautivado por una imposición arbitraria.

(R. WAGNER, La poesía y la música en el drama del futuro.)


Expresar el sentimiento humano y el silencio

No hemos de creer que la palabra llegue a servir en algún momento a la comunicación verdadera entre los seres. Los labios o la lengua pueden representar al alma del mismo modo que una cifra o un número de orden representa una figura de Memlinck, por ejemplo; pero desde el momento en que tenemos en verdad algo que decirnos es obligado que guardemos silencio. (...)
Existe un trágico cotidiano que es mucho más real, mucho más profundo y mucho más conforme con nuestro ser verdadero que lo trágico de las grandes aventuras. Es fácil sentirlo, pero no es tan fácil ya mostrarlo, porque este trágico esencial no es simplemente material o psicológico. No se trata ya aquí de la lucha determinada de un ser contra otro, de la lucha de un deseo contra otro, o del eterno combate de la pasión y del deber. Se trata de hacer ver lo que hay de sorprendente en el solo hecho de vivir. Se trata, más bien, de mostrar la existencia de unalma en sí misma, en medio de una inmensidad que no es nunca inactiva. Se trata de hacernos escuchar, por encima de los diálogos ordinarios de la razón y de los sentimientos, el diálogo más solemne e ininterrumpido del ser y de su destino. (...) Lo que escuchamos por debajo del rey Lear, de Macbeth, de Hamlet, por poner estos ejemplos, el canto misterioso del infinito, el silencio amenazante de las almas o de los dioses, la eternidad que atruena en el horizonte, el destino o la fatalidad que sentimos interiormente sin que sepamos a qué signos referirla, ¿no se podría, por no sabemos qué trastrueque de papeles, acercarla a nosotros mientras se alejan los actores? (...)
Nuestros trágicos ponen el interés de sus obras en la violencia de la anécdota que reproducen. Pretenden divertirnos con el mismo tipo de actos que hacían las delicias de los bárbaros para quienes los atentados, asesinatos y traiciones eran habituales. Y, no obstante, la mayoría de nuestras vidas ocurren lejos de la sangre, de los gritos y de las espadas, en tanto que las lágrimas de los hombres se han vuelto silenciosas, invisibles, casi espirituales.


(M. MAETERLINCK, Le trésor des humbles, 1896.)

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