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El teatro español del Siglo de Oro

El teatro español del Siglo de Oro

I. Siglo XVI, un camino hacia la comedia española
1.     Panorama político y cultural de la España del siglo XVI
2.     ."La Celestina"
3.      La tendencia italianizante
4.      La tendencia religiosa
5.      La tendencia clasicista
6.      La tendencia nacionalista
7.      Cervantes, dramaturgo

II. La representación teatral en el siglo de oro español.
1.     Estructura del corral de comedias
2.     El espacio teatral cortesano
3.     Texto y representación
4.     Claves para la presentación de un texto en el siglo de oro
5.     el espectáculo

            III. La estética del auto sacramental

            IV. Características generales de la comedia española

            V. Los personajes de la comedia

            VI. Los grandes dramaturgos españoles del siglo de oro


1. PANORAMA POLÍTICO Y CULTURAL DE LA ESPAÑA DEL SIGLO XVI
1492 es una fecha altamente significativa para la moderna política española. Por un lado, supuso la unificación del Estado, ya que se conquistó la última ciudad del Califato cordobés, Granada; por otro, el descubrimiento de América se produjo merced al apoyo económico de la corona de Castilla.

Con la expulsión de los árabes, los Reyes Católicos conseguían el primer esquema de poder central. Pese a que la nobleza siguió defendiendo la autonomía de sus regiones, la excusa de depender totalmente de la corona estaba servida.

No obstante, ni Isabel y Fernando, ni sus descendientes lograron establecer un absolutismo a la manera inglesa o francesa, más por incapacidad política que por falta de deseos.

Tampoco las condiciones objetivas lo facilitaron, pues la mayor parte del siglo XVI fue gobernado no por dos reyes, sino por dos emperadores (Carlos I y Felipe II), ya que el poder militar consiguió que las posesiones españolas llegaran hasta los más alejados rincones que pudieran imaginar. Eso les obligó a una desconocida política exterior que resultó una sucesiva carrera de equívocos, aunque, mientras tanto, iba dejando considerables fortunas a una nobleza que nunca dejó de tener vigencia en el Estado, y al clero, otro de los estamentos beneficiados por dicha política.

Con los llamados Austrias menores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II), que reinan en España durante el siglo XVII, la decadencia se manifiesta en toda su crudeza, dejando paso a la curiosa contradicción de simular un concepto de Estado mucho más organizado y moderno que sus predecesores, al tiempo que se iba descomponiendo con la pérdida de cuanto las armas y la intrepidez de los conquistadores habían conseguido años atrás.

En esa contradicción, los intelectuales pueden encontrar materia suficiente para sus obras.

Recordemos que el campesinado, que ocupaba el mayor porcentaje de lo que se conocía por pueblo, había pactado más con la corona que con la nobleza en la eterna lucha del reconocimiento total de las autonomías.

De ahí que su sumisión a los reyes sea tan característica, como la falta de respuestas que éstos daban a sus apetencias. Una aristocracia se fue conformando alrededor de la Corte, con mayoría de nobles venidos a menos.

En medio, ordenando y manteniendo esa ideología, la Iglesia, que gozó de todos los privilegios imaginables, justamente para que representara su papel con comodidad y propiedad.

El teatro español, dadas estas coordenadas, se desarrolla en el siglo XVI desde unos parámetros puramente medievales hasta la consecución del modernísimo esquema de la comedia de principios del siglo XVII.

No hay más que comparar las primitivas églogas de Juan del Enzina con las obras de la escuela valenciana para comprobar dicho salto estructural.

El siglo XVI es, pues, un camino hacia la obtención de la fórmula de la modernidad.

No pasa como en Inglaterra, cuyo periodo de gestación es relativamente breve.

Las distintas etapas que tiene la comedia española en ese siglo marcan la trayectoria paciente de un arte en busca de su fijación. Y ésta llega no sólo cuando las condiciones externas son propicias, sino con la aparición de los artistas capaces de catalizar el proceso: Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca, Rojas Zorilla y un largo etcétera, que no son productos de la casualidad, sino ejecutores geniales del momento teatral que habrá conquistado la escena española.
Y su dramaturgia, aquella que habla de reyes justicieros, nobles malditos, campesinos humildes pero orgullosos, santos constantes y, sobre todo, jóvenes hidalgos con superficiales problemas amorosos; justamente lo que un nuevo público pedía ver magnificado, aquello que su conciencia de clase le había enseñado o lo que sus apetencias eróticas pequeño-burguesas le habían sugerido.

La historia del teatro español del Siglo de Oro es el paso de un divertimento artístico propio de las clases altas a un medio en donde el espectador popular se daba cita con el culto.


2. "LA CELESTINA"
En el siglo XVI en España se registran una serie de dramaturgias que aparecen unas veces diferenciadas, otras solapadas, nunca (hasta final de siglo) integradas.
Se trata de una dramaturgia religiosa, una clasicista, una italianizante y una nacionalista.

El primer gran monumento de la escena española, referencia obligada de todo el teatro amoroso posterior, es La Celestina, llamada inicialmente Tragicomedia de Calisto y Melibea.
Sin embargo, no es propiamente una obra dramática, pues su longitud impidió la representación en su época.
Sólo muy tardíamente, adaptada y recortada, ha sido vista en los escenarios.

La primera edición, de 1499, tenía dieciséis actos, que se convirtieron en veintiuno en 1502 y veintidós en 1526, medida impropia para el teatro, aunque hay que tener en cuenta que el esquema dramático tiene mucho de medieval.

La suma de cuadros o escenas remite a modelos entonces posibles, aunque más en vertientes religiosas que profanas.

La Celestina, en cambio, es la respuesta española al Renacimiento.

Pese a su lejana referencia petrarquista, el converso toledano que la escribió, Fernando de Rojas, supo introducir todos los elementos posibles de españolidad, mezclados con un nuevo erotismo que nada tiene que ver con la Edad Media, un desenfrenado deseo de placer, junto a ambiguas notas antirreligiosas, como el famoso pasaje en que el amante dice: "Melibea es mi señora, Melibea es mi Dios, Melibea es mi vida; yo su cautivo, yo su siervo" (acto XI).

Pese a no conocerse en los escenarios, sí lo fue, y mucho, entre los dramaturgos del siglo, que no dudaron en dejarse influir por el profundo espíritu realista que late en sus páginas. Los hombres y mujeres que aparecen, sean señores o rufianes, prostitutas o criados, son de verdad; hablan como la gente de la calle.
De ahí que Juan del Enzina o Torres Naharro dejaran sentir de forma evidente su lectura de La Celestina o, un siglo después, Lope de Vega repitiera el esquema estructural en El caballero de Olmedo (1620?).

Con todo, la obra de Fernando de Rojas tiene de teatral todo menos su dramaticidad. Es decir, es un excelente material para una obra de teatro sin hacer. Y que, además, no se puede hacer. Lo que posteriormente se ha realizado son adaptaciones, refundiciones de manos más o menos diestras sobre el texto de Rojas, que nunca podrá reflejar la entidad total del original. Es como representar Don Quijote.


3. LA TENDENCIA ITALIANIZANTE
El dramaturgo y músico Juan del Enzina (1469-1534) fue modelo de hombre del Renacimiento, mitad poeta, mitad músico que, con la edad, se entrega a la vida religiosa.
También puede ser considerado como el primer director de escena del teatro español, pues a su oficio de autor unió el de organizador de espectáculos cortesanos.
Sus églogas, religiosas o profanas, o con mezcla de ambas tendencias, son ejemplo de dramaturgia inmadura, aunque llena de elementos expresivos de primer orden; por ejemplo, musicales y folclóricos.
Más conocido por obras pastoriles, dedicó su atención a temas populares, como el tradicional debate entre Carnaval y Cuaresma en la égloga Juegos de Carnaval, o a la vida aldeana, en la de Los Aguaceros.

Como director de escena, Enzina preparó varias representaciones en la Casa de los Alba, antes de viajar a Roma por primera vez, probablemente en 1500. En 1513 hace, en casa del Cardenal Arborea, su Égloga de Plácida y Victoriano, presentada como comedia, término que habría utilizado Ariosto en La Cassaria, en 1508, aunque verdaderamente sea una drama pastoril.

El salmantino actúa en una sala de palacio como espacio escénico, fenómeno común en el teatro de principios del siglo XVI; lleva a cabo la representación tal y como lo había visto él mismo en la puesta en escena de Manaechmi, en el Vaticano, en 1502.

Trabaja con decorado fijo: dos cabañas hacen de casa de Suplicio y Fulgencia, estando la primera frente al público y la segunda en un lateral con ventana.
También hay una roca con manantial, que es la fuente en donde se suicida Plácida, y unos arbustos.
Lo que no impide que se escapen significativas alusiones, como por ejemplo, las siguientes: "Me vengo acá por palacio" o "Palacios de mi consuelo", pese al medio escénico urbano, propio de la escena satírica vitruviana.
Se trata de una escenotecnia somera, pero importante; está en la línea de los usos del momento, sin cambios de decorado. No obstante, utiliza maquinaria con la aparición de Mercurio:

            Ven, Mercurio, hermano mío;
            ruégote que acá desciendas.

Dicha maquinaria es una gloria que, junto al plano inclinado que forma la roca, procede del teatro medieval. El que en escena estén juntos y fijos los cuatro elementos escenotécnicos -cabaña 1 y 2, bosque y roca-, pero sin configurar una unidad que sería, por ejemplo, la calle, vuelve a acentuar el carácter bajomedieval de esta dramaturgia.

La trayectoria de Juan del Enzina explica el paso de un teatro de corte medieval a otro plenamente renacentista.

En autores contemporáneos, como Bartolomé de Torres Naharro (?-1530), la primera tendencia ya no se da, pues su vida en Italia, sus estrenos y la posterior edición napolitana de sus obras, Propalladia (1517), hacen que parezca un poeta italiano más que un autor español, de no ser porque la lengua en que se expresa es el castellano.
Pero el contacto con la cultura humanística hace que sus temas se aproximen a la Italia del XVI.

Sus obras "a noticia" dan cuenta de lo que veía en su quehacer diario (Soldadesca y Tinellaria); y las "a fantasía", no ocultan saludables influencias del medio. Calamita, por ejemplo, es un trasunto de I suppositi, de Ariosto, aunque otras, como Himeneo, tienen sus referencias esenciales en La Celestina. Himenea, como Serafina y Aquilana, inician tímidamente la comedia de honor e intriga.
Torres Naharro representó la mayoría de sus obras cuando se hallaba al servicio de Julio de Médicis.
En 1513 pone en escena Soldadesca en un banquete de corte.
Después de esto entra al servicio del cardenal de Santa Cruz. Representa Jacinta a finales de 1514 o principios del año siguiente, en Roma, ante Isabela d'Este. De esta época es el estreno de Trofea, ante León X, en el castillo de Sant'Angelo.

El prólogo o proemio de la Propalladia constituye un auténtico ejemplo de preceptiva teatral en donde Torres Naharro da las primeras claves de la teoría escénica española, al definir la comedia como "artificio ingenioso de notables y finalmente alegres acontecimientos, por personas representados".

Influido por Boccaccio, llama a las partes "jornadas", como las jornadas del Decamerón, y las cifra en cinco, siguiendo los episodios clásicos.

Conserva una especie de prólogo, que llama introito, y da una serie de trazos sobre la psicología de los personajes.
Indica que éstos no deben pasar de doce por comedia, tampoco tiene que haber tantos en escena como para causar confusión ni tan pocos que "sea la fiesta sorda".

Quizá coincidiera con Enzina como espectador de la representación de La Calandria, que tanta influencia ejerció en sus dramaturgias.

Con Soldadesca había intentado seguir la escena cómica de Vitruvio, con escenario único de vista parcial de plaza romana, ya que aún no había conocido la escena en relieve presentada en Roma un año después, 1514, con la reposición de La Calandria, que se había estrenado en Urbino, en 1513.

Tampoco Torres Naharro, como posteriormente Lope de Rueda, utilizará máquinas, ya que, por un lado, actúa con escenario fijo, y, por otro, sus salas carecen de la versatilidad que tendrán los corrales, momento en que la escenotecnia dará un paso decisivo.

Lope de Rueda (1510-1565), por otro lado, influido también por la escena italiana, sirve de puente hacia la comedia española: el sevillano, mucho más hombre de teatro que de letras, pues su vida fue un continuo deambular por pueblos y ciudades españolas, siendo empresario y actor.

Quizá la vocación de Rueda se despertase al ver actuar en el Corpus sevillano al italiano Muzio, en 1538, en cuya compañía puede ser que se enrolara.

Las primeras noticias de sus quehaceres escénicos lo ponen al frente de un elenco que nunca llegó a tener más de seis miembros fijos, más bien menos, lo que no fue obstáculo para representar ante grandes personalidades o inaugurar catedrales. Cervantes lo conoció como autor "con la mayor excelencia y propiedad que pudiera imaginarse", y Lope de Vega lo tuvo como introductor de la comedia.

Agustín de Rojas, otro curioso hombre de teatro que dejó escrito un famoso libro, El viaje entretenido (1603), obra miscelánea que ofrece una realista visión del mundo de la farándula de aquella época, cita así a Rueda:

            Empezó a poner la Farsa
            en buen uso y orden buena.
            Porque la repartió en Actos,
             haciendo Introito en ella,
            que agora llamamos loa:
            y declaraban lo que eran,
            las marañas, los amores.

La fama de Lope de Rueda en su momento se debió, principalmente, a las églogas pastoriles. En cambio, sus cuatro comedias en prosa conocidas son el mejor eslabón entre la vieja dramática medieval y el teatro nacional a punto de surgir.

En éstas es donde mejor se advierte el legado italiano.

Eufemia, Armelina, Los engañados y Medora no ocultan sus antepasados plautinos o terencianos, influidos por las novedades que Bibbiena o Cecchi habían introducido, conocidas por Rueda gracias a Piccolomini, que había venido a España contratado por Antonio Pérez para instruir fiestas escénicas castellanas.

Pero el mérito mayor que se le atribuye a Rueda en la posteridad es haber introducido una especie de intermedios, no sólo entre actos, sino entre escenas de la propia comedia, que llamó Pasos, término más o menos equivalente a entremés.

            Y entre los pasos de veras
            mezclados otros de risa:
            que porque iban entremedias
            de la farsa, los llamaron
            entremeses de comedia.

Rueda debió inventarse un buen número de pasos, de los que sólo nos han llegado veinticuatro, diez independientes y catorce entre escenas de sus propias comedias.

En ellos, además de configurar una galería de personajes populares que fueran descanso y divertimento entre los lances de la comedia, se manifiestan interesantes aportes a la interpretación del momento.

De los personajes sobresale el de bobo o simple, sin precedentes en la comedia italiana, posible derivación del rústico pastor de las églogas, aunque con personalidad propia.

El resto de tipos tiene filiación realista, proceden de la vida diaria, aunque de su más baja extracción: criado, rufián, marido engañado, vizcaíno, negra, etc.

Aunque este teatro carezca casi por completo de acotaciones, pueden delimitarse pasajes en donde el arte del actor está muy por encima del texto escrito. Son escenitas equivalentes a los lazzi de la commedia dell'arte, transformados por obra y gracia de Rueda en materiales de uso actoral.

Entre los pasos más conocidos podemos citar Las aceitunas, Pagar o no pagar, Cornudo y contento, La carátula y La generosa paliza.

Sus esquemas dramáticos son mínimos; veamos el de La generosa paliza.

Dalagón, amo severo pero olvidadizo, cree que uno de sus criados se ha comido una libra de turrones de Alicante que estaban encima del escritorio.
Pancorvo, el primer criado interrogado, que es, a la vez, el simple, recibe su correspondiente paliza, pero señala la posibilidad de otro culpable: Periquillo, Guillermillo o Gasconillo.
Ninguno de ellos lo hizo, y el último recuerda que el propio amo guardó los turrones dentro del escritorio, lo cual irrita a los lacayos que terminan apaleando a Dalagon.

La escena ruediana no transporta la acción al entorno urbano en donde se desarrolla. Así, la Módena de Los engañados son los alrededores de la catedral sevillana, en donde se representa en 1543. Cuando lo hace en palacios, de nuevo la palabra transforma la sala en el medio urbano exigido en el texto.

Seguimos ante la escena vitruviana, con tres edificios, con casa de Gerardo a la izquierda, casa de Verginio a la derecha, y mesón de Frula en el centro. Es un breve pero significativo esquema, propicio para poder actuar en cualquier sitio -palacio o patio-, en donde las quizá exageradas palabras de Cervantes tengan cabida:

En el tiempo de este célebre español todos los aparatos de un autor de comedias se encerraban en un costal y se cifraban en cuatro pellicos blancos guarnecidos de guadamecí dorado y en cuatro barbas y cabelleras y cuatro cayados, poco más o menos... No había en aquel tiempo ni tramoyas ni desafíos de moros y cristianos, a pie ni a caballo. No había figura que saliese o pareciese salir del centro de la tierra por el hueco del teatro... ni menos bajaban del cielo nubes con ángeles o almas. El adorno del teatro era una manta vieja tirada por dos cordeles de una parte a otra, que hacía lo que llaman vestuario, detrás del cual estaban los músicos, cantando sin guitarra algún romance antiguo...


4. LA TENDENCIA RELIGIOSA
El teatro religioso en España tiene un inusitado esplendor en el siglo XVI, curiosamente cuando la mayoría de los países europeos lo iban perdiendo.

Tanto para Carlos V como para su hijo Felipe II, nada dados a los gustos de la escena, potenciar las fiestas religiosas locales con amplios y vistosos cortejos que rodean representaciones piadosas, era fortalecer su maridaje con la Iglesia.

Ambos emperadores identificaron el desarrollo político y geográfico de Castilla con la lucha contra el hereje.

En la división que produjo el cisma de Lutero, no dudaron en ponerse junto a Roma (la Iglesia), utilizando no pocas veces la defensa de la fe como estandarte de sus conquistas.

Si a ello unimos que el oro de América -no la ayuda de la burguesía- facilitaba la equiparación de los ejércitos, comprenderemos la intencionada soledad de los monarcas, apoyados sólo por parte de la nobleza, y necesitados del señuelo doctrinal de la religión. También se explica así el desprecio de esos Austrias mayores por la intelectualidad, y la ausencia de humanistas de la Corte.

En 1534, una pragmática de Carlos V y su madre doña Juana, define a las claras el gusto del emperador por la escena. A continuación hay un ejemplo de su rotundo carácter coercitivo:

Mandamos que lo que cerca de los trajes está prohibido y mandado por las leyes de este título, se entiende asimismo con los comediantes, hombres y mujeres, músicos y las demás personas que asistan en las comedias para cantar y tañer, las cuales incurren en las mismas penas que cerca de todo esto están impuestas.

Se cuenta del emperador que su interés por el teatro sólo se vio manifiesto cerca de su muerte, cuando solicitó ser protagonista de su propio entierro.
En el Monasterio de Yuste, donde ya se había recluido tras una larga y aventurera vida, pidió a los monjes que se ensayara su funeral. Lo metieron en un ataúd y, entre cánticos, frailes y cirios, fue llevado en procesión hasta el templo.
Allí, acostado en su féretro, y con los ojos bien abiertos, vio la puesta en escena de su muerte. Si para entonces esto suponía la escenificación de una tragedia, pero sin derramamiento de sangre, para la historia queda como farsa grotesca.

A través de ciertas pragmáticas y del Concilio de Aranda (1473) se intentó ordenar una incipiente vida teatral en donde la mezcla de elementos religiosos y profanos se mantenía.
Pero hasta el Concilio de Toledo (1565-1566) no se prohibe taxativamente la fiesta de los Inocentes, la interrumpción de los oficios divinos con diversiones y la representación dentro de las iglesias, obligando a los obispos a ejercer de censores de las obras religiosas que fueren a ponerse en escena.
También dejó de permitirse la actuación de los clérigos y "vestirse de máscara". Todo lo cual nos habla de una intensa actividad teatral y religiosa en la primera mitad del siglo XVI, que fue debilitándose a causa de las prohibiciones.
Estas provocaron que desaparecieran textos sin imprimir, dado el celo que los cabildos debieron poner en las admoniciones conciliares.

Gracias a un códice que se conserva en la Biblioteca Nacional tenemos algunas respuestas a tan silenciado periodo. El Códice de Autos Viejos es una colección de noventa y seis obras, la gran mayoría anónimas y en verso, casi todas de la primera mitad del siglo XVI, aunque algunas podrían ser más tardías.
Tienen apariencia de "farsas a lo divino", de reminiscencia medieval, en donde están mezclados elementos religiosos con otros profanos, según era el gusto de la época.
Hay textos calificados como autos, pero también farsas, coloquios, incluso el Entremés de las esteras.
Todos van con autorización para representarse, lo que confirman muchas loas que anteceden a las piezas.

Las fuentes son el antiguo y nuevo Testamento, así como leyendas hagiográficas. Entre los títulos más significativos, la inmensa mayoría anónimos, podemos destacar el Auto del pecado de Adán, el Auto de Cain y Abel, del maestro valenciano Jaime Ferruz, el Auto del Hijo pródigo, el Auto de la huida a Egipto y el Auto de Santa Elena, entre los de temática religiosa.
Como excepción con motivo histórico señalemos el Auto de los triunfos de Petrarca. Para Ruiz Ramón, el Códice cumple la esencial tarea de "adiestrar al público para captar la superposición de lo temporal y lo eterno en la vida humana, sin lo cual no se entendería la existencia del público del teatro religioso del Siglo de Oro, concretamente del de los autos sacramentales".

Otros dramaturgos de este periodo que escriben teatro religioso son;
Diego Sánchez de Badajoz, que mezcla la base religiosa con una clara intención satírica, en la Farsa teologal, Farsa militar, Farsa de Isaac y Farsa de Tamar;
Micael de Carvajal, autor de un extenso Auto de las Cortes de la Muerte, terminado por Luis Hurtado de Toledo, espectacular retablo en donde no falta un auto de fe para quemar al mismísimo Lutero;
Juan de Pedraza, Sebastian de Orozco, Hernan López de Yanguas y Vasco Díaz Tango de Frenegal. Ninguno alcanza la categoría y fuerza poética que había conseguido el citado Gil Vicente, que, junto a un ingenuo teatro profano, alcanzó los mejores momentos de la escena religiosa castellana, con la famosa Trilogía de las Barcas (1516-1519).

La Farsa de Tamar, de Sánchez de Badajoz, se puso en escena en una sala en el alcázar de la capital extremeña, aunque el lugar de representación habitual para el autor era la catedral. Utiliza el pabellón medieval para escenificar interiores de casas.

En la Farsa de Santa Bárbara dice: "aquí se descubre el Cristo y Santa Bárbara y el Angel que estaban cubiertos con el pabellón y Abraham a la puerta, sentado en una silla".
Sánchez de Badajoz utiliza también pirotecnia, como elemento teatral, para simular fuego en la Farsa Racional del Libre Albedrío, o rayos, truenos y relámpagos en otras obras. Sin embargo, la maquinaria todavía no será usada por el extremeño.

Las fiestas sacramentales, precedentes sin duda de los autos sacramentales, sí irán aportando los mejores y mayores efectos escenotécnicos. Además de la gloria, el torno abre paraísos ("en su centro una rueda que, comunicando impulso a toda la armazón, mostraba sucesivamente al pueblo los personajes que la guarnecían"), maquinarias que pasarán enseguida al corral y a los espacios cortesanos.

Sin embargo, el peligro de confundir el carácter religioso de las obras anteriormente mencionadas con la abundancia de elementos que las aderezaban, hizo descender el ejercicio de esta dramaturgia. Las prohibiciones, el resto. Los ambiguos autos quedaron reducidos a pequeños diálogos en las iglesias, con canciones interpretadas por sacristanes y acólitos, sobre todo en la fiesta de Navidad. Los profetas, apóstoles y mártires dejaron sitio a ángeles y pastores, pues los actores eran fundamentalmente niños. Estamos en el origen del villancico que, en este momento, no era sólo canción, sino representación, danza, música y pequeña tramoya.
La disminución de esta tendencia, o, mejor dicho, la localización del teatro religioso en fiestas muy concretas, facilitó el desarrollo de los espacios escénicos profesionales, en donde aquella temática nunca desaparecería, en justa recompensa a la labor de fomento del arte teatral durante siglos.


5. LA TENDENCIA CLASICISTA
La primera mitad del siglo XVI vive, asimismo, un cierto desarrollo de la tragedia clásica a través del espíritu humanista que llega de Italia. Su marco de acción es propio de universidades y conventos, por lo que su campo es muy reducido. Era un teatro con un público minoritario, escaso, ya que incluso la lengua dramática en principio no era el castellano. El texto latino Saul Furens, original del padre toledano Dionisio Vázquez, fue escenificado hacia mitad del siglo en el palacio del obispo de Plasencia, "con extraordinario aparato".
Los primeros autores trágicos españoles, el citado Tanco de Frenegal, Alejo Venegas, Pedro Simón Abril, Sánchez de las Brozas, Esteban Manuel de Villegas, Juan de Mal Lara y el propio Boscán, no se limitaron a traducir los modelos grecolatinos. Suprimieron y adaptaron escenas completas, no tuvieron en cuenta la métrica original, pese a que no dieron con la fórmula que cristalizase el género como algo tangible e imperecedero.

Su técnica fue más bien la acumulación de horrores, extremados en su final, junto con la periódica aparición de monólogos, en donde personaje y autor explicaban los límites morales de la acción. Estamos ante un rotundo ejemplo de antiteatralidad. Tampoco la llamada "generación de los trágicos", bien avanzado el siglo, consiguió poco más que "haber enriquecido la escena española con temas y formas dramáticas no tratadas", en opinión de Alfredo Hermenegildo.

La Tragedia de San Hermenegildo, de autor anónimo, representada en 1580 para inaugurar la nueva sede de los jesuitas en Sevilla, es quizá el ejemplo más rotundo del género. Con sus cinco actos y amplísimo reparto -más de treinta personajes-, está escrita en su mayor parte en castellano, aunque con métrica latina e italiana.

Diez años antes se había representado un texto de igual título, debido al catedrático Mal Lara. La puesta en escena de 1580 se realizó en un amplísimo escenario (de casi 120 metros cuadrados) con lugares de acción simultáneos: un único decorado de la ciudad de Sevilla, con puerta, muro ("hermoso lienzo de un muro con almenas") y dos torres ("de las cuales la que estaba a mano izquierda sirvió de cárcel a San Hermenegildo, y la que estaba a mano derecha sirvió de castillo de los entretenimientos") escenografía simultánea con espacios individualizados.

Estas representaciones, y otras de parecido énfasis, rompen un tanto el tópico de que el teatro humanista español no se escribió para ser representado. Se conservan muy escasas muestras de bastantes de aquellos autores: de Fernán Pérez de Oliva, La venganza de Agamenón y Hécuba triste, de Lupercio Leonardo de Argensola, Alejandría e Isabela, aunque éste último dejó pronto de escribir para el teatro, ya que la escena española había alcanzado su mayoría de edad con Lope de Vega, de cuya producción se muestra contrario. Junto a ambos autores, Jerónimo Bermúdez, Andrés Rey de Artieda, Cristóbal de Virués y Gabriel Lobo Lasso de la Vega hicieron tragedias clasiscistas. De ellos, los valencianos Rey de Artieda y Virués fueron los más apreciados de su tiempo. Vivieron dentro de una escuela que, junto al canónigo Tárrega, el impresor Timoneda y Ricardo de Turia, facilitaron la condensación de la comedia española en Lope de Vega.

El citado Timoneda, como buen humanista tardío, mezcla la Tragicomedia llamada Filomena, de materia clásica, con comedias y pasos en su obra miscelánea La Turiana. El valenciano, que unía a su condición de editor la de organizador de espectáculos, cultivó también la comedia italianizante y la religiosa, éstas últimas publicadas en sus Ternarios Sacramentales.


6. LA TENDENCIA NACIONALISTA: HACIA UNA COMEDIA GENUINAMENTE ESPAÑOLA
En la década de 1580, la escena española estaba dispuesta para la configuración de la comedia como género total y emblemático de un estilo de vida y de arte.

A la adaptación de la fórmula italiana, pasada por una evolución cierta del teatro religioso, faltaba el toque nacional, autóctono, que la animase.

Un grupo de autores sevillanos, encabezados por Juan de Mal Lara, en donde figuraban Gutierre de Cetina, Cózar, Fuentes, Ortín, Mejía y Juan de la Cueva, insistieron en utilizar la historia nacional, con el Romancero al frente, como materia dramática. Dichos temas, y sus protagonistas -reyes heroicos- pasaron a las comedias, interesante innovación por cuanto hasta el momento estaban reservados a las tragedias.

Sólo Rey de Artieda había llevado a la escena leyendas españolas, como la de los amantes de Teruel.

El grupo sevillano contó con un formidable medio escénico, pues la ciudad tuvo corrales suficientes en donde ensayar tales innovaciones. De 1579 a 1581, Cueva estrenó hasta catorce comedias en el Corral de las Atarazanas y en el de Doña Elvira. Anterior a ellos quizá sea el Corral de don Juan.

Precisamente Juan de la Cueva es el más conocido dramaturgo de este grupo, por haber publicado en 1583 la Primera Parte de las Comediasy Tragedias. En 1595 pidió licencia para la Segunda, pero no se tiene noticia de que llevara a cabo la impresión.

En obras como El saco de Roma, Los siete infantes de Lara, La muerte del rey don Sancho y La libertad de España por Bernardo del Carpio encontramos su preferencia por el tema histórico. También compuso uno de los primeros antecedentes del personaje de don Juan: Leucino, el protagonista de El infamador. Pero además, Cueva es autor del "Exemplar poético", escrito en 1606, preceptiva que tiene como modelo la Epístola a los Pisones horaciana.

En aquél hallamos junto a algunas invenciones de dudosa atribución -como pasar de cinco a cuatro actos-, una definición de comedia ("poema activo, risueño y hecho para dar contento"), describiendo a continuación las cualidades de las que debe gozar: argumento original, caracterización tradicional de los personajes, no mezclar las veras con los donaires y guardar el decoro en el personaje.

No obstante, sus obras violan de continuo las unidades de lugar y tiempo. Manifiesta además que las comedias españolas se apartaron de las reglas clásicas al mezclar reyes con plebeyos, y hace una condena expresa de las antiguas, considerándolas "cansadas". Mención aparte dedica a la tragedia, para la que reclama "alteza épica y dulzura lírica" y que se funda en hechos históricos.


7. CERVANTES, DRAMATURGO
El ejemplo de Miguel de Cervantes (1547-1616) es el más significativo de cara a la configuración de la comedia española. Como buen escritor, tentó la escena y sus éxitos, aunque sólo por sus narraciones fue celebrado.

Un año antes de su muerte, en las Ocho comedias y ocho entremeses jamás representados, deja parte de su legado. Sólo otras comedias conservadas, de la treintena que compuso, son prueba de que no sería demasiado solicitado por los autores de compañías, aunque él se vanagloria de no sufrir "ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza".
En el famoso prólogo de la citada edición confiesa haber dejado "la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de la naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica".

En la Adjunta al Parnaso aporta nuevos datos a su condición de autor:

       -Y vuestra merced, señor Cervantes -dijo él- ¿ha sido aficionado a la carátula? ¿Ha compuesto alguna comedia? Si -dije yo-, muchas; y a no ser más, me parecieron dignas de alabanza, como lo fueron Los tratos de Argel, La Numancia, La gran Turquesa, La batalla naval, La Jerusalén, La Amaranto o la del mayo, El bosque amoroso, La única y La bizarra Arsinda, y otras muchas de que no me acuerdo. Mas la que yo más estimo y de la que más me precio fue y es de una llamada La confusa, la cual, con paz sea dicho de cuantas comedias de capa y espada hasta hoy se han representado, bien puede tener lugar señalado por buena entre las mejores.

Hay citas suficientes para reconocer la afición del creador del Quijote al teatro, de sus aportaciones y limitaciones. Entre las primeras sobresale, quizá con cierta arrogancia, la reducción que se atribuye de cinco a tres jornadas, como medida de las comedias, y "ser el primero que representase las imaginaciones y los pensamientos escondidos del alma, sacando figuras morales al teatro".

De las limitaciones quedémonos con el desencanto con que Cervantes tuvo que abdicar de su concepción estética inicial, próxima en cierto modo a la de Cueva, tal y como lo expresa al principio de la Jornada II de El rufián dichoso, cuando la Curiosidad y la Comedia dialogan entre sí.

Cervantes vive justamente el momento de cambio en la comedia española. Diríamos que en los cinco años de su cautiverio (1577-1581) se cuecen tales innovaciones. De regreso, creyó mantener sus primeros y clásicos criterios. Pero se le había escapado un tren de actualidad que nunca pudo recuperar. De ahí que sus citas parezcan un cúmulo de contradicciones. No lo son. Simplemente, constataciones de una realidad cambiante.

En el cerco de Numancia, obra que representó en los corrales madrileños, de 1584 a 1587, hace gala de buen conocimiento escenotécnico, según indica en sus acotaciones.
Usa alternativamente la zona de las apariencias ("hócese ruido debajo del tablado con barril lleno de piedras, y dispárese un cohete volador") y del escotillón ("sale por el hueco del tablado un Demonio hasta el medio cuerpo, y ha de arrebatarle el carnero y volverse a disparar el fuego y todos los artificios"), así como la peña ("Escipión se sube sobre una peña que estará allí"), tramoyas que matizan los recursos de los primeros teatros, y de los que se explicará cumplidamente más adelante

Mención especial merecen los entremeses de Cervantes, de los que sólo de ocho se asegura la autoría, pues del resto sólo queda una dudosa atribución. Los ocho editados en 1615 bastan para colocar el género en el punto más alto de su trayectoria, pues ordena con absoluta precisión conocidos temas populares.

La relación entre contenidos, estructura dramática y tiempo de duración, es sencillamente perfecta. Recordemos sus títulos: El juez de los divorcios, El rufián viudo, La elección de los alcaldes de Daganzo, La guarda cuidadosa, El vizcaíno fingido, El retablo de las maravillas, La Cueva de Salamanca y El viejo celoso.


II. LA REPRESENTACIÓN TEATRAL EN EL SIGLO DE ORO ESPAÑOL
A punto de crearse la comedia española en toda su extensión, es necesario conocer el medio técnico en donde se produce, para así comprender cuáles son los débitos de la teoría a la práctica y de ésta a aquélla.

Hasta 1575 la afición por el teatro en España no está del todo fijada. Había locales (corrales de comedias) desde las siguientes fechas: 1520 (Málaga), 1526 (Valencia), 1550 (Sevilla) y 1554 (Valladolid). En 1568 Madrid tenía cinco: dos en la calle del Príncipe (Burguillos y el de la Pacheca), uno en la del Sol, otro en la del Lobo y el de la calle de la Cruz.

Las primeras cofradías o Hermandades son los más directos precedentes del empresario teatral moderno. Tomaban algún patio en alquiler y creaban una auténtica estructura escénica, de la que salían beneficiados el concejo, los actos de caridad que mantenían dichas cofradías y el propio teatro a través de sus profesionales.

La nueva concepción del arte escénico surge precisamente cuando deja de ser un hecho restringido para convertirse en un producto competitivo, que se mueve en el vaivén de la oferta y la demanda.


1. ESTRUCTURA DEL CORRAL DE COMEDIAS
En los corrales de comedias se desarrolla el género teatral del llamado Siglo de Oro. Eran unos espacios abiertos, cuyos orígenes estaban en los patios interiores de casas u hospitales y cuya función inicial era ser simple corral. Estamos hablando de espacios estables, en donde no cabía la habitual operación de montar y desmontar sus elementos constituyentes: tablas, fondos, accesos, etc.

En algunas ciudades los corrales estuvieron en los interiores de las casas, por lo que también se llamaron casas de comedias.

El hecho de ser patio o corral interior hacía que el principio de la representación fuera a primeras horas de la tarde, dependiendo de si era verano o invierno, según el tiempo que tardara el sol en ponerse.

No obstante, se ha comprobado también la existencia de determinados artilugios luminotécnicos que atestiguan la existencia de la luz en corrales.

La disposición de los mismos -se ha estudiado el caso del Príncipe-, con el escenario de espaldas a poniente, hacía que los espectadores pudieran quedarse pronto sin sol y tuvieran necesidad de reforzar su visión con dichos aparatos.

Para fijar una idea del lugar de la representación a principios del siglo XVII todavía es válida la relación que ofrece Schack en su centenaria Historia de la literatura y del arte dramático en España (1886):

       Hicieron tablado o teatro para representar, vestuario, gradas para los hombres, bancos portátiles que llegaron al número de 59, corredor para las mujeres, aposentos o ventanas con balcones de hierro, ventanas con rejas y celosías, canales maestras y tejados que cubrían las gradas, y finalmente, Francisco Ciruela, empedrador, empedró el patio, sobre el cual se tendía una vela o toldo que defendía del sol, pero no de las aguas.
       Andrés Aguado, albañil, se obligó a hacer cuatro escaleras: una para subir al corredor de las mujeres [...], de manera que las mujeres se subiesen por la dicha escalera y estuviesen en el mismo corredor, no se puedan comunicar con los hombres, y de la mesma manera otras veces por donde se sube a los asientos de los hombres y del vestuario, y así mesmo un aposento en el corral por donde entran las mujeres para una ventana que cae al dicho teatro y un tejado de dos aguas encima de cada ventana...

Dado que en su origen eran auténticos patios, se utilizaron los elementos que realmente existían en tal medio con intenciones bien distintas. Las ventanas, con sus rejas y celosías, funcionaban como hoy lo hacen los palcos. Esas ventanas eran propiedad de los dueños de las distintas casas en que se situaban.

A veces las alquilaban a las propias cofradías, otras eran los inquilinos quienes debían pagar una cantidad por su utilización. Lo normal fue que, poco a poco, las cofradías compraran los edificios que cercaban los corrales.

Las ventanas del último piso se llamaban desvanes, y las inferiores aposentos. Las gradas estaban colocadas formando un semicírculo, bajo los aposentos. Un cobertizo cubría a los espectadores de la lluvia. Delante había un patio descubierto, desde donde podía verse la función de pie. Posteriormente se colocaron en ese espacio algunas filas de bancos, protegidos de la intemperie por unas lonas que se extendían cuando hacía mal tiempo. Esos pocos bancos que se colocaban delante eran las lunetas.

Esta es la disposición de un corral con la cual pasaría prácticamente más de un siglo. Sólo el interés por separar al fondo a las gentes de condición social inferior llevó a configurar la cazuela o corredor de mujeres, situada en la parte posterior del corral. La idea fue separar durante la representación a la mujer del hombre, con el fin de que no aprovecharan la situación y provocaran conflictos de índole no precisamente dramática.

Sin embargo, esto no debió de cumplirse al pie de letra por los desmanes que, según cuentan, se producían en la cazuela, al rondar los galanes a las galanas, con lo que se conseguía ahogar las voces de los actores.

El escenario medio tenía unos ocho metros de boca y una profundidad que variaba entre cuatro y seis metros. El tablado se situaba unos dos metros sobre el nivel del suelo, circunstancia que permitía la perfecta visibilidad desde cualquier localidad. También se utilizaba su interior sobre todo como vestuario de los hombres, que a veces se empleaba para colocar a determinados músicos o para aparecer en el tablado desde los escotillones.

El vestuario de las mujeres estaba detrás de las puertas del fondo, al nivel de la escena.

Escenotecnia
El primer juego escénico que debe atender el tablado del corral es la separación por medio de una cortina de un delante y un detrás.
Echada la cortina, las escenas representan todos o la mayoría de los exteriores: campo, extramuros de la ciudad, calle, etc., a veces reforzados con otros artilugios situados en los laterales de las gradas, como veremos en su momento.

En otras ocasiones, el cambio de decoración lo marcaba el movimiento de los actores: quienes habían desaparecido por un lado, tras dejar la escena vacía, volvían a aparecer por el lado contrario denotando un nuevo lugar.

Corridas las cortinas, la escena fija del corral configura la mayoría de los interiores, que estaban formadas por los accesos a casas a través de puertas que, como solían ser dos o tres, significaban otras tantas casas, por ejemplo, una para el galán principal, otra para la dama, y una tercera para el segundo galán.

Este primitivo juego pronto quedó superado con la utilización de cada uno de los huecos o nichos del fondo del corral como metonimia escénica determinada.
Los corrales más importantes tenían hasta nueve nichos, tres por planta, incluyendo las puertas (abajo) y los balcones (dos pisos superiores).

Hay indicaciones de poetas que describen que tales nichos debían adornarse con roca, fuente o cualquier otro elemento, significando con ello que la escena se refiere a uno de esos lugares, estando el resto de los nichos tapados o cubiertos por cortina. La instalación de una parte de los objetos de la escenografía o de todos ellos supuso un rico campo de posibilidades expresivas del escenario del corral, sobre todo porque podían ir aderezados de otros artefactos o maquinarias.

Rafael Maestre nos informa adecuadamente de dichos elementos, siendo los más sencillos de todos los árboles de cartón o lienzos pintados que figuraban bosques o calles. El sol era un disco de papel tras el que ardían varias candelas. Las tormentas se simulaban gracias a un barril lleno de piedras que rodaba bajo el escenario.

El muro o muralla es un decorado con almenas que se coloca longitudinalmente en el primer corredor, sobre el vestuario; la torre, en su parte inferior, ocupa el espacio de ese primer corredor, pero su parte superior, con atalayas, asoma por la inferior del segundo corredor.

El jardín o bosque se obtiene por medio de arcadas de follaje o arbustos leñosos sobre las jambras o dintel de las puertas frontales del escenario. En otras ocasiones, hay arbustos mezclados con árboles de cartón puestos de pie sobre el tablado.
Junto a ello, en el jardín suele haber una fuente labrada, realizada con idénticos materiales, ocupando el frente del escenario.

La roca, el risco o peña es, en ciertos momentos, elemento fijo, pero muchas veces también elemento móvil, accionado por ruedas y sobre un carro camuflado de naturaleza rocosa. Su estructura es un plano inclinado con escalones. A veces va unida a una cueva, y ocupa el hueco de alguna puerta.

La montaña o monte fijo es una rampa que comunica el primer corredor con el tablado o éste con los aposentos. Se llama también palenque, y podía servir de acceso espectacular de un grupo de gentes al escenario.

La nave se coloca en cualquiera de las aberturas del primer corredor, y según sea de llegada o de partida muestra proa o popa. Se puede mover por medio de cabrestantes sitos en el piso del vestuario. Algunas veces asoma tras un monte o roca.

Naturalmente había escotillones o trampillas de acceso al escenario desde abajo, viejo artilugio que conocemos desde que en la Edad Media los demonios debían salir de debajo de tierra.

Están documentadas máquinas que hacen desaparecer actores a la vista de público, haciéndolos descender e incluso aparecer. Un sofisticado juego de poleas y cuerdas formaban el primitivo elevador.

Otro artefacto para idéntico efecto era el llamado bofetón, especie de cajón con un eje central fijo, que, rotado 180°, hacía desaparecer la figura y, posteriormente, la hacía aparecer. Este sistema posibilitaba las apariencias que, en determinado tipo de comedias, tendrían un valor fundamental.

Iniciado y avanzado el siglo XVII, estas tramoyas fueron ganando adeptos, pues hacían que aumentara en el espectador su gusto por el teatro.

Tales mutaciones se hacían a vista del público, y a mayor dificultad y más notorio cambio de escena, más éxito entre el espectador ávido de novedades.

El sentido de lo falso, el avanzado concepto de engaño o mentira que los escenarios proporcionaban, en donde nadie moría, ni amaba, ni se aparecía, sino que simulaba, hacía aumentar las quejas de los moralistas.

Suárez de Figueroa llamaba a estos artilugios "singulares añagazas, para que reincida el poblado tres o cuatro veces, con crecido provecho del Autor". De aquí nace también el recelo de los propios poetas, como Lope de Vega, que ironizaba de esta manera:

     TEATRO.-lAy, ay, ay!
     FORASTERO.-De qué te quejas, Teatro?
     TEATRO.-iAy, ay, ay!
     FORASTERO.-Qué tienes, qué novedad es ésta?
     TEATRO.-¿Es posible que no me ves herido, quebradas las piernas y los
     brazos, lleno de mil agujeros, de mil trampas y de mil clavos? FORASTERO.-¿Quién te ha puesto en ese estado tan miserable?
     TEATRO.-Los carpinteros, por orden de los autores.


2. EL ESPACIO TEATRAL CORTESANO
Con la llegada de los Austrias menores, el teatro cortesano encontró pleno acomodo en España. Felipe III había celebrado fiestas teatrales en su residencia de Aranjuez y El Pardo. Felipe IV, que llega al trono en 1621, da el impulso definitivo a tales espectáculos. En su cumpleaños de 1622, Julio César Fontana hizo en Aranjuez un teatro portátil que, además de su esplendor técnico, contaba con la novedad de ser utilizado durante la noche, con la consiguiente necesidad de iluminación.

Esa idea está en El gran teatro del mundo calderonia no:

       Para alumbrar el teatro (porque adonde luz no hubo no hubo fiesta), alumbrarán dos luminares, el uno divino farol del día, y de la noche nocturno farol el otro...

Justamente con el florecimiento del teatro cortesano, que poco a poco fue siendo consumido en su vertiente social por la nobleza española, comienza la revolución técnica en el teatro nacional, que coincide con los últimos años de Lope de Vega y la irrupción de Calderón.

Esa carrera por la técnica, que había tenido precedentes de la talla de un Piccolomini en el siglo anterior, comenzó su esplendor con Cosimo Lotti, natural de Florencia, ingeniero, arquitecto y organizador de fiestas, que, llegado a España en 1626, tiene su primer gran estreno en 1629, con el que es considerado precedente de la ópera nacional, La selva sin amor, de Lope de Vega.

Decorados de comedia mitológica representada en medio cortesano, con telones y periactois que cambian en breves momentos el lugar de acción.

       La primera vista que ofrecía el teatro, en habiendo corrido la tienda que le cubría, fue un mar en perspectiva que descubría a los ojos (tanto puede el arte) muchas leguas de agua hasta la ribera opuesta, que haciendo salva, disparaban, a quien también desde el castillo respondían. Veíanse, asimismo, algunos peces que fluctuaban según el movimiento de las ondas [...] Aquí Venus en un carro, que tiraban dos cisnes habló con el Amor, su hijo, que por lo alto de la máquina volaba...

En estos teatros palaciegos, pues, existía ya el telón de boca (la tienda) y, por supuesto, se habían puesto en uso las nociones de perspectiva intuidas por Vitruvio, pero reconfirmadas entre otros por Serlio.

La base del lenguaje escénico de estas representaciones eran las mutaciones, que, como antes decíamos, era todo aquel cambio entre un decorado y otro (escena/escena) que se efectuaba a vista del público.

Obsérvese esta característica del teatro cortesano, apoyada en la enorme profundidad de los escenarios, frente a la técnica de las apariencias propia de los corrales, que no teniendo apenas profundidad debían lograr otro tipo de ilusiones a la vista.

El estanque del Buen Retiro, y la fastuosidad de sus fiestas, hizo que unos años después, en 1640, fuera abierto al público madrileño como Coliseo del Buen Retiro. La muerte de Lotti, en 1643, y la coincidencia con la prohibición del teatro durante unos años de esa década, hizo por entonces que se debilitaran los hallazgos escenotécnicos. En 1651, sin embargo, y con la llegada de otro importantísimo hombre de teatro italiano, Baccio del Bianco, el desarrollo de la escenotecnia calderoniana logrará su punto más alto.



3. TEXTO Y REPRESENTACIÓN
¿Cómo aparecían en los libros las inquietudes escénicas del autor? Un simple rastreo de las acotaciones indica a las claras el paulatino paso del simple texto que el cómico tiene que memorizar, a la obra que ha de ser interpretada por el autor o director.

La historia del texto literario utilizado en las representaciones es muy significativa. En el siglo XVI, y aun antes, se tiene el concepto de poema dramático que el actor debe aprender. Lo que no significa que dichos textos no contuvieran señales suficientes para la representación.

Cuando el teatro se convierte en una carrera hacia el perfeccionismo escenotécnico, los poetas se meten cada vez más a carpinteros, y sus señales se transforman en sofisticadas acotaciones, en donde han de figurar no sólo el qué, sino el cómo se hace tal o cual apariencia.

Los poetas, por consiguiente, sabían muy bien los requisitos técnicos de la puesta en escena, y, de forma más o menos explícita, dejaron en sus textos indicaciones suficientes para conseguir sus fines.

A veces, fuera de los propios versos, hicieron auténticos cuadernos de dirección, en donde venían especificadas todas y cada una de las características de las tramoyas.

Calderón, cuya trayectoria como autor fue claro ejemplo de interrelación entre poesía y tramoya, redactó unas Memorias de apariencias que reflejan con toda pulcritud la realización de sus intenciones poéticas.

Las acotaciones son escasas en la llamada comedia de capa y espada, que cubre un altísimo porcentaje de los géneros teatrales áureos. Sin embargo, la hagiográfica (historia de las vidas de los santos) o la mitológica sí precisaban acotaciones más detalladas, ya que su gramática escénica estaba basada en lograr del espectador efectos de sorpresa que afirmaban los milagros o grandezas de los protagonistas. Para lo cual, la maquinaria necesitada era mayor, sin olvidar la prodigalidad y lujo del vestuario.

Díez Borque llama "decorado verbal" a aquél que viene definido por la propia palabra de un personaje, sin necesidad de que haya cambio alguno.

            Otañez.-Adiós, Madrid, de esta vez no quiero volver a verte...
            (EI astrólogo fingido, Calderón.)

En el texto, pues, está también el decorado. Cuando el medio escénico del corral no estaba demasiado desarrollado, era un procedimiento de perfecta comprensión por parte del auditorio, que, al no ver el lugar de la acción, al menos la oía.

Otra indicación que tenía mucho que ver con la lectura escénica de la obra era la relativa al traje de los personajes. En cualquier comedia resultaba fundamental indicarlo -y así lo hacían los poetas-, pues saber que iba de camino presuponía signos visuales evidentes que conducían la acción a un muy determinado lugar.


4. CLAVES PARA LA PRESENTACIÓN DE UN TEXTO EN EL SIGLO DE ORO
El mecanismo que hacía posible que los corrales se abrieran continuamente para presentar comedias del gusto de todo el mundo se iniciaba con la simple compra de un texto por parte del autor de la compañía.

Este pagaba de una vez el libreto, desapareciendo así toda autoría efectiva, salvo la moral, del poeta sobre su obra.

Ello explica algunos fenómenos difíciles de asimilar siglos después, como es el poco apego que los dramaturgos tenían posteriormente a sus textos, modificados a gusto del empresario, los problemas de autoría y dotación de muchos de ellos, y, por consiguiente, los conflictos que origina el hecho de que no haya certeza en torno a la autenticidad de las obras.

El poeta
En el poeta, por consiguiente, empieza la cadena de la industria teatral, pues es el primero que cobra por su texto. Y cobra bien, sobre todo si es de los considerados de primera fila.

A principios de siglo, un dramaturgo podía obtener unos 500 reales por comedia representada en corral, cantidad que a mediados del XVII subió a 800. Estas cifras suponían un buen ingreso, ya que un solo real - 34 maravedíes - venía a ser la cantidad que necesitaba una persona pobre para sostenerse un día.

Estas cifras no las conseguían los escritores que empezaban, pero sí los famosos que, desde luego, llevaban un tren de vida superior al que aparentaban.

Mayor interés económico tenían los encargos oficiales, por ejemplo, de escritores de autos sacramentales.

En 1611, Lope de Vega recibía trescientos reales por un auto, cantidad que repitió al año siguiente. Tiempo después, en 1645, Calderón ganó 1.400 reales, más una gratificación (ayuda de costa) de la Villa de 3.300 reales (300 ducados), que pasó a ser de cuatro mil cuatrocientos reales a los pocos años.

También las loas o pequeños poemas a propósito de alguna conmemoración o celebración tenían especial tratamiento, aunque ninguna de estas gratificaciones se asemejaba a las recibidas cuando el encargo venía de palacio.

Por El vellocino de oro, Lope cobró en 1626 la cantidad de 1.650 reales -frente a los 500 que cobraba en los corrales.

Calderón, quizá el más beneficiado por las subvenciones en su momento, por arreglar una obra suya anterior (Ni amor se libra de amor) y componer una breve loa, recibió, en 1679, 2.200 reales, y 3.300 más por adaptar su Faetonte.

El autor
El segundo eslabón de la cadena lo integraba el llamado autor de compañía, verdadero empresario que solía ser, a la vez, primer actor y organizador o director de cuanto sucedía en el escenario.

Los autores eran nombrados por dos años por el Consejo de Su Majestad para poder ejercer durante tal periodo, nombramiento que se repetía sin mayores problemas, dada la estabilidad de sus elencos y solvencia económica.

El autor era quien de verdad arriesgaba en la empresa, pues debía pagar por adelantado a los poetas a la vez que mantener un variado repertorio, ya que las comedias, aun las buenas, no duraban demasiado en cartel, y tenía que renovarlas de ciudad en ciudad.

De ahí que los autores arriesgaran lo justo, es decir, prefirieran comprar los derechos de obras de autores famosos, más que de escritores noveles. Luego, con el tiempo, podían revender las comedias a autores de compañías menores, que tocaban plazas de inferior categoría. Por eso las obras que con los años permanecían junto al autor llegaban a ser suyas en cierto modo, dada la cantidad de modificaciones y cambios que sin consulta alguna podía efectuar sobre el texto.

Los autores dirigen los cortos ensayos, preparaban apariencias o mutaciones y perciben todos los ingresos que la compañía obtene del corral.

A principios de siglo XVII los autores conseguían unos 200 ó 300 reales por representaciones particulares, y 6.600 por los autos del Corpus, consideración que alcanzaba a muy pocos elencos.

En los corrales, cada entrada suponía doce maravedíes, algo así como un tercio de real, con lo cual necesitaban 300 espectadores para conseguir unos 100 reales. Estas son cifras referidas a los corrales madrileños, ya que en poblaciones menores las cantidades eran asimismo menores.

También las representaciones en la Corte eran las más fuertemente subvencionadas, consiguiéndose mayores beneficios, como vimos en el caso de los poetas.

En cuanto al montaje escénico, por los escásos datos que se tienen hay que pensar que el autor proyectaba un muy primitivo esquema, existiendo unas reglas del juego en la jerarquización de los actores que definían a las claras problemas de situación espacial.

Todo ello, unido al poco tiempo de que se disponía para estrenar -sobre todo si la anterior comedia había fracasado-, hacía que los autores tuvieran que aprenderse los papeles de un día para otro. En este sentido, el verso, además del innegable valor estético que encierra, era un sólido apoyo nemotécnico para el ejercicio actoral, que se veía necesitado de auxilio del apuntador para poder decir las estrofas de su papel.

El actor
El actor prestaba su cuerpo y voz al personaje que representaba, sobre todo esta última, en un tipo de teatro en el que se decía ir a "oír la comedia", aunque no fuera ésa la única característica distintiva. De Baltasar de Pinedo decía Lope de Vega:

Baltasar de Pinedo tendrá fama pues hace, siendo príncipe en su arte, altas metamorfosis en su rostro, color, ojos, sentidos y afectos.

Contaba Juan de Caramuel que la Riquelme
"cuando representaba mudaba, con admiración de todos, el color del rostro, porque si el poeta narraba sucesos prósperos y felices, los oía con semblante todo sonrosado, y si algún caso infausto y desdichado, luego se ponía pálida, y en este cambiar de afectos era tan única que era inimitable".

Voz, signos faciales y signos expresivos del cuerpo formaban el triángulo de exigencias que el público tenía de sus actores.

López Pinciano, en su Philosophía antigua poética, de finales del siglo XVI, da normas suficientes para los desplazamientos y movimientos de manos (ademanes) y pies de los cómicos.

Cómicos hubo muchos, y célebres. Quizá sea el que más Cosme Pérez, llamado Juan Rana por el papel que representaba, del cual hay textos de muy diversos autores.

Mucho se ha escrito sobre la sociología del actor de la época, su condición de nómada y vida itinerante. La conducta abierta y aparentemente disoluta llevó a la constante enemistad con la Iglesia, que, como es sabido, les negó el derecho al entierro cristiano.

Los actores se unían, por lo general, y en el siglo XVI, en compañías (que llevaban "cincuenta comedias, trescientas arrobas de hato, dieciséis personas que representan, treinta que comen, uno que cobra y Dios sabe el que hurta"), aunque no faltaban aún elencos menores, como los también citados por Rojas en su Viaje entretenido:

       farándula ("tres mujeres, ocho y diez comedias, dos arcas de hato [...] entran en buenos pueblos, comen apartados, tienen buenos vestidos, hacen fiestas de Corpus a doscientos ducados, viven contentos"),
       boxiganga o bojiganga ("van dos mujeres y un muchacho, seis o siete compañeros [...], seis comedias, tres o cuatro autos, cinco entremeses, dos arcas, una con hato de la comedia y otra de las mujeres"),
       garnacha ("cinco o seis hombres, una mujer que hace la dama primera y un muchacho la segunda [...] cuatro comedias, tres autos y otros tantos entremeses"),
       cambaleo ("es una mujer que canta y cinco hombres que lloran; éstos traen una comedia, dos autos, tres o cuatro entremeses, un lío de ropa que le puede llevar una araña [...] cobran en los pueblos a seis maravedís, pedazo de longaniza, cerro de lino y todo lo demás que viene aventurero"),
       gangarilla ((ares o cuatro hombres, uno que sabe tocar una locura; llevan un muchacho que hace la dama, [...] comen asado, duermen en el suelo, beben su trago de vino, caminan a menudo, representan en cualquier cortijo y traen siempre los brazos cruzados"),
       ñaque ("es dos hombres [...] hacen un entremés, algún poco de auto, dicen unas octavas, dos o tres loas, llevan una barba de zamarro, tocan el tamborino y cobran a ochavo")
       y bululú ("que es un representante solo [...] que sabe una comedia y alguna loa").

A partir de 1600 necesitaban una licencia para poder ser compañía de título, y ejercer como tal. En 1603 había ocho, y en 1641, doce. El Consejo debía nombrar al autor de cada compañía, teniendo éste la obligación de presentar la nómina de sus componentes.

Estas compañías de título tenían de doce a veinte miembros, a veces más, y cobraban por el sistema de "ración y representación", con contrato anual, a partir de la semana de Carnestolendas. De esta manera, el cómico percibía un fijo al día ("ración" o "plato") y otra cantidad por día de representación ("representación").


5. EL ESPECTÁCULO
Finalmente llegamos al espectáculo, su configuración y venta como bien de consumo.

Los autores/empresarios rodeaban los estrenos con toda suerte de propaganda para ganar adeptos a las representaciones, aunque éstas difícilmente pasaban de dos o tres.

Formaban la oferta de la compañía loas, o bien anuncios directos o avisos. En ellos debía ir bien a la vista el título, el autor - sobre todo si era importante - y los actores de renombre.

Las representaciones palaciegas no solían pasar de una por obra ante los reyes, aunque a partir de 1640, con la apertura definitiva del Coliseo al pueblo, había nuevas representaciones para otros estratos de la sociedad.

La primera mitad del siglo, sobre todo, vio una enorme producción de comedias, que se debilitó extraordinariamente conforme avanzaba el XVII.

Hemos de tener en cuenta que muchos ingenios habían desaparecido, o iniciado un evidente declive. Fue entonces cuando comenzaron las reposiciones, animando a los espectadores a que volvieran a ver comedias "famosas". La necesidad de reponer obras se producía también por la cada vez mayor demanda de textos.

No olvidemos que Madrid y otras grandes ciudades pasaron, a lo largo del siglo XVII, de tener teatro sólo dos días a la semana y fiestas a la representación diaria.

Había gran diferencia entre los precios que la gente pagaba por ver comedias. Entre una localidad de pie (en el patio, tras las lunetas) y otra en los aposentos (los más discretos lugares del corral) podía haber una diferencia económica cuarenta veces mayor.

También se documentan disgustos y quejas de los autores sobre el numeroso público que entraba sin pagar. De ahí que se fuera imponiendo una serie de controles que regularan el acceso de calle a sala.

Se llegó a pagar hasta tres veces en tres sitios de acceso diferentes:

      primero, al autor, que alquilaba el local;
      luego en el interior, los impuestos, es decir, la parte de limosna de Hospitales;
      finalmente, y sólo en localidades caras, para el arriendo de las mismas, y al entrar en ellas.

Esta diferencia de precios proporcionaba al corral una composición variable, que hacía posible la presencia de todas las clases sociales, aunque, como se puede comprobar, perfectamente diferenciadas unas de otras.

Lo que iban buscando todos estos ávidos espectadores del teatro del Siglo de Oro era una auténtica celebración, en donde lo importante era pasarlo bien. El que la mayoría de las comedias tuvieran un final feliz, con múltiples bodas que presagiaban maravillosos futuros, no es más que una consecuencia sociológica de lo que buscaba el espectador.

De ahí que quepa situar el espectáculo teatral de este momento tanto en el campo del acto social y lúdico como en el cultural. Si nos fijarnos en el complejo sistema de expresión que era una representación en la época, calibraremos mejor las múltiples funciones aludidas que encerraba aquella dramaturgia.

Arrancaba el espectáculo con una loa que hacía las veces de presentación, loa que en nada tenía que relacionarse con la comedia; tras ella, el baile entre galán y dama comenzaba a animar al auditorio, para el que la música iba a ser elemento de contacto fundamental.

Los tres actos de la obra se ofrecían absolutamente fragmentados, ya que podían sufrir cortes más o menos imprevistos. Los previstos estaban situados entre acto y acto, y se rellenaban con entremeses, mojigangas o bailes entremesados, a veces de tan importante significación que palidecía la comedia misma.

Esto nos lleva a pensar en el espectáculo como una unidad, no como ahora lo leemos, sino como un todo difícil de separar, aunque sus argumentos sean radicalmente distintos.

Finalmente, la función acababa con un baile en donde intervenían la mayoría de los actores, que podía ir precedido de otro nuevo diálogo o entremés.

No cabe duda que el objetivo principal del teatro áureo era el de producir diversión, aunque los materiales utilizados para ese efecto tengan una elevada carga cultural, que no siempre era apreciada por el "vulgo".

Público
La diferenciación de sexos entre los espectadores de los corrales es síntoma evidente que explica otra serie de delimitaciones existentes en aquellos locales.

En principio, la nota fundamental del corral es su poder como igualador social. Junto a las iglesias, era el único lugar en donde tenían posibilidad de convivir todos los miembros de la sociedad desde el rey hasta el último villano.
Lo que no significa idea alguna de mezcla, sino de distribución social en cada espacio del local.

Cuando las damas iban solas se colocaban en la cazuela; si iban acompañadas, en aposentos. Incluso la entrada y salida del corral llegó a ser diferente para hombres y mujeres.
Se prohibió que los hombres acudieran a la cazuela - lo que llegó a tener pena de destierro - e igualmente se generalizó la norma de que, a la salida, las mujeres no pudieran estacionarse.
Cabe pensar que todo ello iría motivado por el escándalo que podía suponer el que hombres y mujeres que no se conocían estuvieran juntos más de dos horas.

El Padre Mariana se quejaba de esa circunstancia, cuando denunciaba que ambos sexos "concurrieran juntos" a los teatros.

Aunque no todos los estratos sociales organizaban el característico ruido durante las representaciones, del que tanto se quejaban los poetas, quienes más denotaban sus quejas, impaciencias o desencantos eran los mosqueteros - situados de pie, tras las lunetas -, junto con las mujeres.
Ellos fueron quienes dictaminaban el éxito o el fracaso de las comedias. Eran los mosqueteros soldados licenciados y sin oficio, intrigantes de la corte, mirones, pícaros, etc.

Ante tales hechos se llegó a colocar una autoridad en sitio privilegiado de los corrales, con el fin de poder controlar los excesos denunciados. En principio eran los propios alcaldes quienes se sentaban en el mismo escenario para dominar la situación. Luego pasaron a los alojeros, y, más tarde, funcionarios públicos intervenían en los teatros ante las situaciones que se producían.


III. LA ESTÉTICA DEL AUTO SACRAMENTAL
Los autos sacramentales, que eran una prolongación de las fiestas medievales y farsas sacramentales de principios del siglo XVI, evolucionan hasta su configuración definitiva merced al Concilio de Trento.

En España, de bastante antes procede la celebración del Corpus Christi con toda solemnidad.

Con la llegada al trono de Felipe II se instauró la costumbre de que el rey presidiera la procesión eucarística. Esa protección hizo que la representación de los autos fuese día a día una especie de organización hasta cierto punto cerrada, amparada por un rígido reglamento.

Los municipios eran los encargados de preparar tales espectáculos, encomendando a compañías profesionales el muy importante cometido teatral, y a los poetas, nuevos textos.

La fiesta del Corpus tenía una parte litúrgica, que se celebraba por la mañana, en el interior del templo, y que finalizaba con una procesión que terminaba después del mediodía. Tras la comida, comenzaba la representación del auto, siempre al aire libre.

Había una amplia introducción con la llegada de los carros a la plaza en donde se hacía la puesta en escena. Cada carro llevaba una parte de decorado fija, y llegaron a establecerse competiciones que premiaran la calidad de la representación. Ordenados dichos carros alrededor de un espacio fijo determinado, el auto se iniciaba.

Si a principios del siglo XVII unos cuantos carros bastaban para representar autos, poco a poco fue aumentando el número, delimitando incluso sus funciones; así, había carros sólo para decorados, para cambiarse de vestuario, incluso de diversas alturas o niveles.

Se iba llegando a la imitación del espacio escénico convencional, haciendo fijo el tablado -bastante grande, por cierto- al que se aproximaban carros con decorados ya instalados. El público, incluso, se situaba en gradas construidas al efecto, dentro de la provisionalidad de la fiesta.

Los autos sacramentales no se presentaban aislados, sino dentro de un concepto general de espectáculo absolutamente similar al que el público veía en los corrales. Así, llevaban al frente una loa que, por ejemplo, podía explicar -con sencillos personajes- lo que iba a ver después el espectador.

Entremeses, mojigangas y bailes salpicaban los complejos y difíciles cortes secuenciales del auto, por extraño que hoy parezca, dándole un aspecto festivo y humorístico imposible de separar del conjunto.

Los poetas y autores ayudaban con sus doctrinas a que el pueblo comprendiera los más enrevesados misterios de la teología; pero lo hacían con normas escénicas similares a las utilizadas en los teatros. De ahí que no sea difícil comprender cómo autos del corte de Elgran teatro del mundo o La segunda esposa fueran seguidos vehementemente por el espectador popular áureo.

Las representaciones de los autos se realizaban a lo largo de la octava del Corpus de forma continuada, como prueban avisos y noticias de la época, por multitudes que codificaban la teatralidad de la fiesta con su espiritualidad.

IV. CARACTERÍSTICAS GENERALES DE LA COMEDIA ESPAÑOLA
Todas las vertientes desarrolladas en la escena española durante el siglo XVI se funden en una fórmula dramática nueva, plenamente aceptada por el público, y que encontró en los poetas de finales de siglo los vehículos artísticos que necesitaban.

Para Parker, el teatro español del Siglo de Oro sigue los siguientes postulados:

       1. La acción tiene más importancia que la caracterización de los personajes.
       2. El tema pero prima sobre la acción, con mengua de la verosimilitud realista.
       3. Hay unidad dramática en el tema, pero no en la acción.
       4. El tema va subordinado a un propósito moral gracias al principio de la justicia poética (boda generalizada y/o muerte del maldito.)
       5. El propósito moral se desprende de la causalidad dramática.

Pese al carácter discutible de muchas de estas afirmaciones, se pueden mantener esos principios como generales en la consideración literaria de la comedia española, cuyas reglas generales vendrían dadas por la escritura en verso polimétrico, la ruptura total de las unidades de lugar y tiempo, y el empeño por mantener el interés de la trama hasta el final.

Además de sus propias características estéticas, la rima y las estrofas facilitaban tanto la memorización por parte del actor, como la recepción.

Para el espectador, el que en el escenario se hablase en verso era nuevo motivo de desrealización, de separación de los elementos de ficción. El octosílabo y el endecasílabo eran los metros más usados.

El poeta los elegía según el tono que quería emplear, al igual que hacía con las estrofas, que, según Lope, se adaptaban a los siguientes usos:

            el romance para las relaciones,
            soneto para los que aguardan,
            décimas para las quejas, aunque también las octavas "hacen por extremo",
            tercetos para expresar cosas graves
            y redondillas para el amor.

Poetas y auditorio conocían a la perfección este código, incorporando a la propia acción escénica de las comedias subacciones intencionales como éstas.

De las unidades clásicas los españoles sólo respetan la de acción, y no exacta ni totalmente. El principio de "libertad de acción artística", llevaba a un desarrollo espontáneo y lógico de la acción, para lo que era imposible mantener el mismo lugar y un tiempo constreñido.

Allí se sustenta el complemento de los elementos cómicos con los trágicos, aunque predominen los primeros.

La acción se desarrolla en tres actos merced a la necesidad dramatúrgica de mantener la intriga a lo largo de la comedia, para lo cual la fraccionan en escenas que se presentan a modo de cuadros, es decir, cambiando de decorado dos o tres veces por acto.

El paso de uno a otro conlleva una nueva intención dramática, pues la intriga suele quedarse en un punto crucial. Para mantener esa tensión, los autores introducen entremeses y bailes, que también están codificados dentro del mismo espectáculo.

La acción se inicia con un hecho notable que atrae la atención del público de inmediato. Esta ha de mantenerse, sin altibajos, con un largo nudo que abarca más de la segunda jornada. En cambio, el desenlace es por lo común breve y brusco, dado el gusto del espectador por los finales felices.

Otra de las características de la comedia española es la diversidad temática. Los asuntos se toman de la tradición, de la historia, tanto sagrada como española, de la mitología, de la propia vida contemporánea, y, en general, de todo cuanto rodea al poeta.

De esa orientación temática surge una clasificación genérica de la comedia española en comedias pastoriles, caballerescas, históricas, hagiográficas, mitológicas, de costumbres y de enredo o capa y espada, que son las habituales. Posteriormente, y con el desarrollo de ciertos personajes, habrá también comedias de carácter, e incluso de figuración.

Todo lo que toca el poeta se transforma en materia dramática por obra y gracia de la escena. Cualquier tema se adereza y se hace más importante cuando roza el honor de sus protagonistas.

            Los casos de la honra son mejores,
            porque mueven con fuerza a toda gente.

En efecto. La mayoría de las comedias se reducen a un asunto de honra, que suele ponerse en cuestión a través de una ofensa. Cualquier personaje, incluso villano, ha de mantener íntegro su honor, por lo que consumirá la duración de la comedia en restituirlo, normalmente con derramamiento de sangre.


V. LOS PERSONAJES DE LA COMEDIA
La clasificación de los personajes de la comedia española se ajusta a la serie de paradigmas que componen la galería de figuras del género. La combinación de los mismos, acompañados de un elevado contenido dramático que hacen diferenciables las historias, forman los argumentos de la comedia.

       El Rey tiene dos aspectos: cuando es joven, de verdadero galán, normalmente injusto por soberbio; si es viejo, prudente y necesario para la solución del conflicto. Ambos son intocables, y cuando ejercen su influencia en tratos con los demás, generan un conflicto de gran magnitud: cómo actuar, si como humano que es o como rey; y cómo solucionar el problema, siguiendo un tratamiento u otro.
       El poderoso es un noble - príncipe, marqués o capitán - que si coincide con los atributos de galán suele ser despótico. Su papel en la comedia es negativo, violando derechos y personajes. Es entonces cuando genera una revuelta popular, con el consiguiente conflicto social. Su castigo sólo puede deberse al rey.
       El Caballero es padre, o hermano mayor, esposo o el mismo galán. Suele ser el gran defensor del honor, que pierde consciente o inconscientemente la dama. Para ello debe vengarse. Es el auténtico valedor del orden social instaurado; por lo tanto, el personaje que presenta un mayor carácter trágico. El castigo que trama lo efectúa más por deber que por otra cosa; por celos, por ejemplo.
       El galán reúne los mejores atributos de los personajes de la comedia: a su idealismo amoroso une una enorme generosidad, buena dosis de paciencia y constancia, gran capacidad de sufrimiento y no poca ingenuidad. Se mueve a impulsos del amor, y su otra cara, los celos, suelen ser más teatrales que verdaderos. La honra es el tercer vértice de su triángulo existencial. Suele tener dos o más alter-ego, necesarios para desarrollar la trama.
       El gracioso es el tipo por antonomasia de la comedia española, verdadera aportación del género. Viene a ser el criado del galán, pero también su consejero y amigo. Cada galán dispone de su gracioso, que realiza una trayectoria erótica similar a la de él, emparejándose con las criadas. El gracioso reúne un máximo de elementos humorísticos, por lo que su conexión con el público es total. Llamado también figura del donaire, supone el punto de vista más distanciado de la acción. Es cobarde, ama el dinero y siempre está dispuesto a los placeres mundanos, sobre todo a la comida. Su peculiaridad le ha proporcionado el máximo de bibliografía entre los estudios de la comedia española.
       El villano es otro peculiar personaje del género, que lo dignifica a cotas extraordinarias. Pese a su procedencia rural, es defensor a ultranza de la pureza de la sangre, ya que, a falta de nobleza de linaje, es un paladín de la honra. Es el rico hacendado que representa aún, en su humilde cuna, la personificación del Beatus Ille horaciano.
       La dama, complemento femenino del galán, posee idénticas virtudes de nobleza, idealismo amoroso, audacia y constancia, junto a una absoluta dedicación al amor. Está en el escenario para amar, y a esa obligación se entrega. Salvo raras excepciones, en donde la mujer adopta papeles similares al hombre (Laurencia en Fuenteovejuna, doña Juana en Don Gil de las calzas verdes, Gila en La serrana de la Vera...), los personajes femeninos responden a la pasividad social que en su tiempo tenían.
       La criada es la confidente y acompañante de la dama, desempeñando una especie de papel de gracioso en mujer, pero atrofiado. Es la pareja de la figura del donaire, aunque su cometido es muy limitado.


VI. LOS GRANDES DRAMATURGOS ESPAÑOLES DEL SIGLO DE ORO
Lope de Vega (1562-1635). Es imposible resumir los hechos literarios, y mucho menos los biográficos, de una vida tan llena de acontecimientos. Amores legítimos e ilegítimos, pleitos, éxitos, beneficios, sinsabores y algún que otro fracaso, pueblan la vida del quizá más prolífico y genial de los dramaturgos en lengua española.

En el terreno teatral basta aplicar a su obra las características de la comedia española, vistas en el epígrafe anterior, pues él fue el principal causante de tales innovaciones. Fue poeta que supo aunar un extraordinario aliento popular con el gusto por las formas más refinadas del arte.

Mucho se ha escrito y dicho de su prolífica obra. El propio Lope en su Egloga a Claudio (1631), da la cifra de 1.500 obras escritas para la escena... aunque no deja de ser poco fiable, como otras noticias suyas que dejó dichas o a medio entender.

            (LOPE DE VEGA, "Arte nuevo de hacer comedias").

            Mas porque en fin hallé que las comedias
            estaban en España en aquel tiempo,
            no como sus primeros inventores
            pensaron que en el mundo se escribiera,
            mas como las trataron muchos bárbaros
            ..............................
            a aquel hábito bárbaro me vuelvo,
            y, cuando he de escribir una comedia,
            encierro los preceptos con seis llaves;
            saco a Terencio y Plauto de mi estudio,
            para que no me den voces, que suele
            dar gusto la verdad en libros mudos,
            y escribo por el arte que inventaron
            los que el vulgo aplauso pretendieron,
            porque, como las paga el vulgo, es justo
            hablarles en necio para darle gusto.

En cualquier caso, muchas sí fueron, pues aunque su extraordinaria fama llevó a los autores de compañía a llamar "de Lope" comedias que deseaban el éxito, y hoy aparezcan como suyas bastantes que no lo son, no cabe duda que trescientas o cuatrocientas sí salieron de su magín. Y de todas las clases, estilos y temas.
Desde comedias religiosas (La creación del mundo y primera culpa del hombre, La buena guarda o Lo fingido verdadero), mitológicas (El amor enamorado, La bella Andrómeda o El vellocino de oro), históricas (La imperial Otón, El bastardo Mudarra o Las paces de los reyesy judía de Toledo), de costumbres (El perro del hortelano, El villano en su rincón o La moza de cántaro), pastoriles (El verdadero amante, La Arcadia o La selva sin nombre), novelescas y caballerescas (La mocedad de Roldán, La difunta pleiteada o El castigo sin venganza), de enredo o capa y espada (La dama boba, El anzuelo de Fenisa o El acero de Madrid), hasta autos sacramentales (La adúltera perdonada, La siega o El heredero del cielo), sin olvidar entremeses, loas y diálogos.

En todos ellos da buena cuenta de un perfecto desarrollo dramático, que hace que cualquier comedia, por menor que parezca, goce de una excelente exposición y siempre tenga pasajes de gran altura. Por supuesto que no es posible mantener, dentro de una producción tan elevada, una constante calidad en sus asuntos y personajes.

Pero quizá tenga unas cuarenta obras de muy primera línea, con creaciones que sustentan por sí solas el edificio dramático del autor. Comedias como La discreta enamorada (1606), La dama boba (1613) o Los melindres de Belisa (1608?) bastan para definir las más divertidas disposiciones escénicas de las que han bebido los poetas posteriores; dramas del honor, como Peribáñez y el comendador de Ocaña (1608?), Fuenteovejuna (1614) o El mejor alcalde el rey (1623?), muestran un fino pulso dramático que conduce tramas tan escabrosas al mejor fin teatral imaginado; o tragicomedias inspiradas en el aliento popular, como El caballero de Olmedo (1620?), o en hechos de la historia convenientemente adaptados, como El Duque de Vireo (1609?).

En unas y otras Lope eleva a sus personajes al convencional mundo de la poesía, pero también baja su lírica a ras de tierra, convirtiendo en materia escénica cualquier asunto y tema.

Guillén de Castro (1569-1631) es quizá el más moderno representante de la escuela valenciana (Lope lo conoció en su destierro), por recibir y asimilar las innovaciones que habían dejado sus antecesores. Aceptó el liderazgo de Lope, a quien dedica la Primera Parte de sus Comedias (1618). Quizá fuera también un prolífico dramaturgo, aunque sólo se conservan unas treinta obras suyas.

Guillén de Castro empieza donde acaba Lope. Si éste concluye sus comedias en matrimonio, el valenciano comienza sus intrigas con los problemas que originan las bodas.

En cierto modo, es el asunto de su obra más conocida, Las mocedades del Cid (1618), ya que Rodrigo debe luchar entre el amor a su prometida, Jimena, y la afrenta que el padre de ella ha cometido al suyo propio. Sólo que el autor deja pronto ese tema (jornada primera) para pasar a cantar las heroicidades del Cid.

El perfecto caballero (1615?) y El amor constante (?) son auténticas tragedias de honor, mientras que El Narciso en su opinión (1615?) y Los malcasados de Valencia (1600?) son comedias de capa y espada, con grave intención moralista.

Guillén de Castro es autor de comedias inspiradas en textos cervantinos: Don Quijote de la Mancha, La fuerza de la sangre y también El curioso impertinente.

Luis Vélez de Guevara (1579-1644), más conocido por la célebre narración El diablo cojuelo, fue también famoso poeta que alternaba el género histórico (Don Alonso Pérez de Guzmán o Reinar después de morir, 1635?) con la comedia popular (La luna de la sierra, 1613?, y La serrana de la Vera, 1613?).

Antonio Mira de Amescua (1574-1644) cultiva con rigor tanto el auto sacramental (Pedro Telonario, La jura del príncipe, El auto del herrero) como la comedia hagiográfica o de santos, en donde consigue una de las mejores obras del Siglo de Oro, El esclavo del demonio (1605?), basada en una leyenda portuguesa, y que es otra cara del mito de Fausto. Fue comedia bien conocida de Lope y Calderón. Otros textos de Mira de Amescua son La desdichada Raquel, Galán, valiente y discreto, No hay burlas con las mujeres, La fénix de Salamanca y La tercera de sí misma.

Tirso de Molina (1571-1648). Quizá el más dotado de los dramaturgos españoles de principio de siglo, junto a Lope de Vega, al que tenía como maestro. Autor de comedias desde su juventud, alcanzó fama casi a los cincuenta años, cuando tenía ya un importante puesto en la curia. Sufrió exilio en el monasterio de Trujillo por el éxito, fama y escándalo que había logrado. Se le prohibió escribir, pero su vocación fue superior. Poseedor de una excelente fórmula dramática, es autor de casi un centenar de comedias conservadas, algunas sólo atribuidas, aunque se dice que escribió cuatrocientas.

Maneja por igual los asuntos de tema divino como la pura y complicada comedia de enredo, dotando a sus personajes de una constitución psicológica superior. El condenado por desconfiado (1625?), atribuida a Tirso, alterna un profundo contenido teológico con la aventura descarnada; La dama del olivar (1614-1615) es una curiosa obra con galantes personajes que recuerda a don Juan envuelto en los ecos de la aparición de la Virgen; La Venganza de Tamar (1624?), que fue utilizada por Calderón para Los Cabellos de Absalón, es un drama ejemplar sobre los amores incestuosos de Amón y Tamar. Dramas históricos son La prudencia en la mujer (1620-1623) y, en cierto modo, El Burlador de Sevilla j' convidado de piedra, primera salida escénica de don Juan Tenorio, de la que partirán infinidad de seguidores y adaptadores, aunque se tenga serias dudas sobre la autoría del fraile mercenario.

En la comedia de enredo, Tirso alcanza su más notable maestría. Desde El vergonzoso en palacio (1612-1615), en donde la intriga es puro juego escénico, a Marta la piadosa (1615), con un tipo que representa la más divertida hipocresía, llegamos al ingenioso invento de Don Gil de las Calzas verdes (1615), en donde el autor riza el rizo de la confusión, invirtiendo los papeles de galán y dama, pero jugando con la fórmula en su increíble desenlace. La lista se haría interminable con La villana de Vallecas (1620), El amor médico (1621?), Por el sótanoy el torno (1622?), Antona García (1623), El melancólico (1623?), La gallega Mari-Hernández (1625), La huerta de Juan Fernández (1626), etcétera.

Juan Pérez de Montalbán (1602-1638) fue el discípulo predilecto de Lope de Vega. La toquera vizcaína y La doncella de labor son dos comedias de enredo. Dramatiza también la historia de España en El señor don Juan de Austria, La monja alférez y El gran Séneca de España, Felipe II.

Antonio Hurtado de Mendoza (1586-1644) hizo un teatro próximo a círculos privados, como Querer por sólo querer, de nada menos que 6.400 versos. También se distinguió por sus excelentes entremeses.

Juan Ruiz de Alarcón (1581-1639) es dramaturgo mejicano, afincado en España, cuya obra desarrolla cerca de la Corte. Es un satírico contumaz de la sociedad que lo rodea, a quien dedica una veintena de comedias, difíciles y antipáticas. Cuando consiguió ser funcionario, se olvidó del teatro. El tejedor de Segovia, al menos su primera parte, es original del poeta mejicano, ofreciendo un complicado drama de venganzas; La verdad sospechosa (1619?) traza un rico tipo de mentiroso, nada vulgar, sino exquisito. Como la mayoría de sus textos, comienzan de forma casi chispeante, pero van derivando en sombríos dramas. Las paredes oyen, La prueba de laspromesas, No hay mal que por bien no venga, El examen de los maridos, El desdichado en fingir, El Anticristo, son algunos de sus títulos más significativos.

José de Valdivieso (?-1610) fue, sobre todo, escritor de autos de la fama de El hospital de los locos y El hijo pródigo, aunque también cultivó la comedia, como La serrana de Plasencia y La amistad en peligro.

Pedro Calderón de la Barca (1600-1681). Dedicado a los corrales desde muy temprana edad, las hipotéticas fechas de la redacción de sus obras y las de sus representaciones (sobre las que no hay ninguna duda), forman las claves de su biografía. Una biografía teñida en lo humano de mil y un enigma, pero en lo escénico limpia y razonada. A las primeras comedias de enredo, en las que sobresale como maestro pese a su juventud, no aporta más materiales escénicos que los estrictamente necesarios. Antes de cumplir los treinta años, Calderón ya había escrito dos grandes comedias: La dama duende (1629) y Casa con dos puertas, mala es de guardar (1629?). En ellas destacamos la utilización de efectos de "apariencia", como el torno que permite ocultar a los protagonistas de la primera. Entremezclados con esas chispeantes obras iba estrenando algunos de sus dramas fundamentales, como El príncipe constante (1629) y La devoción de la cruz (1623-1633), llenos de imágenes y dinamismo, que le acercan al concepto de comedia de aventuras, y el complejo drama La cisma de Inglaterra (1627?), increíble compendio -por la edad del autor- de ciencia política en torno a la figura del rey inglés Enrique VIII.

Calderón fue alternando comedias divertidas, como El astrólogo fingido (1632) o No hay burlas con el amor (1635) con algunos de sus dramas fundamentales, como La vida es sueño (1635), El médico de su honra (1635), Los cabellos de Absalón (1639?) y El alcalde de Zalamea (1640?). Esta va a ser una línea constante en la producción del poeta, al menos hasta su ordenación en 1651. A partir de ahí, y, sobre todo, de su encuentro con Baccio del Bianco en ese mismo año, vamos a encontrarnos con el Calderón espectacular, quizá más cercano a los ambientes cortesanos que a los populares, organizador de espectáculos y empresario de sus mismas producciones. Es el Calderón de La fiera, el rayo y la piedra (1652), El laurel de Apolo (1658), quizá la primera zarzuela española como tal, Celos aún del aire matan (1660), Eco y Narciso (1661), El Faetonte (1661), Fieras afemina amor (1670), La vida es sueño (auto, 1673), El pastor Fido (auto, 1670), y Hado y divisa de Leónido y Marfisa, representada en 1680, un año antes de su muerte.

Francisco de Rojas Zorrilla (1607-1648) fue otro notable poeta de la primera mitad del siglo XVII, celebrado en corrales y entre colegas, aunque no pudo dejar a un lado cierta fama de personaje siniestro quizá por su poco afortunada fisonomía. La creación de sus personajes y la delimitación de sus tramas lo hizo modelo del buen componer. Comedias como Don Lucas del Cigarral o Entre bobos ' anda el juego, Abre el ojo u Obligadosy ofendidosy Gorrón de Salamanca demuestran una gran habilidad de comediógrafo, aunque también cultivó la obra hagiográfica (Nuestra Señora de Atocha), el auto (El Hércules), el género trágico (Del rey abajo, ninguno o García del Castañar) y la tragicomedia (Los bandos de Verona).

Agustín Moreto (1618-1669) queda como uno de los más celebrados poetas de la segunda mitad del siglo XVII, cuya presencia en los escenarios se prolongó bastantes años después de muerto, dadas sus continuas reposiciones. Su aparición, cuando la comedia ya había Llegado a su momento de mayor desarrollo, lo lleva a matizar el género con delicados perfiles. Conoce a fondo la escena, dialoga con enorme precisión, y, sobre todo, expone con notoria claridad sus argumentos. Por algo Bances Candamo llamó a este tipo de comedias, "de fábrica". Aporta caracteres de lo más peculiar y variado, como en El lindo don Diego (1662?), El desdén con el desdén (1652-1654), No puede ser (1654-1660) o Industria contra finezas. En el género hagiográfico señalamos El mar ilustre francés, San Bernardo, junto a La vida de San Alejo y San Franco de Sena (1651?).

Francisco de Bances Candamo (1662-1704) llega a la escena una vez cumplido casi totalmente el gran ciclo dramático del Siglo de Oro. Estrena en el Coliseo del Buen Retiro y en los corrales. Siendo interesantes sus comedias (Por su Beyy por su dama, Cómo se curan los celos y Duelos de ingenioy amor), se distinguió por su visión del espectáculo teatral, al que sirve desde complicadas tramoyas. Su teoría escénica la recoge en Theatro de los theatros de los passadosy presentes siglos.

     (Bances Candamo, Theatro de los theatros.)

     El primer instinto del poeta es la imitación, y el intento principal de la comedia imitar, y conviénele la misma definición que da el filósofo a la tragedia, que es una imitación severa que imita, y representa, alguna acción cabal y de cantidad perfecta cuya locución sea agradable y diversa en diversos lugares, introduciendo para la narración varios personajes. Estas se escriben de lo que suceden, o de lo que puede suceder, poniéndolo verosímil. Dividirémoslas sólo en dos clases: amatorias [...] que son pura invención o idea sin fundamento en la verdad, se dividen en las que llaman de capa y espada...

Otros autores de notable calidad, aunque ensombrecidos por la categoría de los más conocidos, son:
Diego Jiménez de Enciso (1585-1634) (La mayor hazaña de Carlos V, El encubierto, El principe don Carlos)
Luis Belmonte Bermúdez (1587-1650?) (La regenerada de Valladolid, El principe perseguido -en colaboración con Moreto y Martínez de Meneses)
Felipe Godínez (1588-1639?) (Los trabajos de Job, O el fraile ha de ser ladrón, o el ladrón ha de ser fraile, Aun de noche alumbra el sol)
Álvaro Cubillo de Aragón (1596?-1661) (Auto del Santísimo Sacramento de la muerte de Frislún, Las muñecas de Marcela, La mayor venganza de honor)
Damián Salucio del Poyo (1550?-1614) (La viday muerte de Judas, La próspera fortuna, Privanza y caída de Don Alvaro de Luna)
Andrés de Claramonte (?-1626) (El horno de Constantinopla, El nuevo rey Gallinato, Deste agua no beberé, además de la insistente atribución de La estrella de Sevilla, incluso de El Burlador de Sevilla).


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