Del realismo a la primera
vanguardia escénica en España
1.
Introducción al teatro español de principios del siglo XX
2.
La continuidad de la "alta comedia"
3.
Del naturalismo al Sainete social: el populismo escénico
4.
El teatro de la generación del 98: la aportación de Valle-Inclán
1.
INTRODUCCIÓN AL TEATRO ESPAÑOL DE PRINCIPIOS DEL SIGLO XX
La Europa posterior a la Comuna de París de 1870 definió una serie
de regímenes típicos del nuevo capitalismo, en donde se alinea la Restauración
española de 1874. El avance de los países más industrializados produjo una
potente y nueva burguesía, así como la configuración del proletariado como
clase social. Aquella idea general de ruptura existente en Europa desde la
última década del siglo XIX tuvo algún reflejo en España, aunque de manera muy
matizada. Nuestros teatros no dispusieron de renovadores escénicos de la talla
de Antoine, Stanislavski, Appia o Gordon Craig. Aunque la literatura española
sí alcanzara el reconocimiento externo, las salas se vieron pronto envejecidas
frente a las innovaciones extranjeras. Todavía el modelo por combatir era el
Romanticismo evolucionado hacia la comedia moralista, descendiente directa de
la llamada comedia lacrimosa, que encontró en la alta comedia su medio ideal de
desarrollo.
En los años 20 del nuevo siglo no es difícil encontrar referencias
al arte del cinematógrafo, que tanto influirá en el escénico. Valle-Inclán sí
lo hizo con frecuencia, anunciándolo como "el Teatro nuevo, moderno. La
visualidad. Más de los sentidos corporales; pero es arte. Un nuevo Arte. El
nuevo arte plástico. Belleza viva. Y algún día se unirán y completarán el
Cinematógrafo y el Teatro por antonomasia, los dos Teatros en un solo
Teatro". Aun con retraso, en las pantallas españolas de ese tiempo se
habían presentado varias películas fundamentales en la historia del nuevo arte.
En cabeza, El nacimiento de una nación (1914) de Griffith, El gabinete de¡ Dr.
Caligari (1919) de Wiene, y Nosferatu (1922) de Murnau.
A principios del siglo XX. la escena española estaba dominada por
grandes compañías que dictaban la ley de la programación. Elencos como María
Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza eran capaces de imponer sus gustos a los
empresarios, verdaderos artífices de la regresión del teatro español. Estos
grandes actores no permitían, en general, ser dirigidos por nadie, asumiendo
ellos mismos ese cometido. Su papel de divos, procedente del siglo anterior, se
vio reforzado. Ellos eran los que fundamentalmente vendían la mercancía
artística, con unos hábitos anticuados poco o nada desarrollados, habida cuenta
la carencia de escuelas y centros en donde aprender. Ese tipo de primeros actores
fueron también empresarios y, como tales, no se arriesgaron con programaciones
más o menos innovadoras. Tragedias rurales, alta comedia, dramas modernistas en
verso o algún clásico refundido constituían la gran oferta del teatro
profesional de entonces. Habría que llegar a la figura de Gregorio Martínez
Sierra para encontrar un tipo de empresario que buscó en lugares no comunes. Su
dirección del madrileño Teatro Eslava, de 1917 a 1926, con Catalina Barrena de
primera actriz, abrió el periodo más insólito de la escena española de
principios de siglo, por su evidente carácter innovador. Esta iniciativa tuvo
feliz continuidad con el paso de Margarita Xirgu por el Teatro Español de
Madrid, de 1928 a 1935. Similar papel desempeñó Cipriano Rivas Sheriff, discípulo
de Gordon Craig, intelectual y colaborador asiduo de la Xirgu. No obstante, su
campo de acción se limitó a los teatros íntimos o a grupos no profesionales.
Gran incidencia tuvo la creación del Teatro Escuela de Arte (TEA), en donde
Rivas Sheriff jugó un papel fundamental.
En Cataluña, la creación del Tetare Intim por Ardía Cual, en 1898,
significó la más moderna aportación a las nuevas formas escénicas. El Tetare
Intim, que aunó con exquisito gusto las corrientes modernistas y naturalistas,
consiguió una programación de corte absolutamente europeo. Entresacamos de
ella, Silencio (1898) del propio Cual, L'alegria que passa (1898) de Rusiñol,
Interior (1899) de Maeterlinck, Espectros (1900) de Ibsen, Els teixidor de
Silésia (1903) de Hauptmann, Juan Gabriel Borkman (1904) de Ibsen, y Torquemada
en el foc (1904), versión libre de la obra de Galdós.
La renovación teatral también se produjo en Cataluña gracias a
Ignasi Iglesias y Felip Cortiella, que representaron a Ibsen, aunque la
estética que generalmente aplicaron fue modernista. El propio Ángel Guimerá se
movió a caballo entre un romanticismo trasnochado y una tendencia socializante,
emparentada con el Dicenta de Juan José. En esa línea son destacables María
Rosa (1894) y Terra Baixa (1897). El ruralismo naturalista se iba tiñendo de
cierto barniz social. El campesino escenificado ya no era el del Beatus Ille,
sino un pequeño burgués, que generalmente no ocultaba sus aspectos vulgares y
rudos ante la nueva sensibilidad de final de siglo.
El público de ese tiempo seguía acudiendo en masa a los teatros,
pese a que el siglo XIX, al menos desde Larra, había acuñado el término de
"crisis", referido más a la calidad que a la cantidad. El Madrid de
entonces, que no pasaba de 600.000 habitantes, mantenía un trepidante ritmo de
estrenos y reposiciones, no siempre en teatros convencionales, de la misma
manera que ocurría en Barcelona y otras importantes ciudades. Por eso el
público que seguía llenando los teatros no tenía ya las características del de
los corrales de siglos anteriores. Por ejemplo, fue perdiendo la heterogeneidad
de antaño, la posibilidad de convivir ante un mismo espectáculo, del cual
recibían, según cultura y formación, aquello que cada receptor deseaba. El
siglo XIX se encargó de seleccionar al público, pues la sociedad lo hacía en
sus múltiples vertientes. Y el procedimiento no fue otro que valorar la
condición de clase de la burguesía según sus dos máximas posibilidades:
culturales y económicas. Las primeras supeditaron la recepción de obras, que se
movían en temáticas y formas de vida de esa misma clase. El aumento de precios,
sólo accesibles a quienes pudieran costear ese divertimento, hizo el resto.
El panorama de los escenarios españoles a finales del siglo XIX, a
grandes rasgos, está constituido por un teatro "de calidad", propio
de la burguesía que lo ampara y protege, que sigue las líneas generales de la
alta comedia, y un teatro menor, de consumo fácil y baja condición social de
sus protagonistas que, de alguna manera, representa a sus espectadores. El
primero, verdadero "teatro de declamación", supone el gran pacto
entre escenario y público, aunque ello no signifique, ni mucho menos, la
ausencia de crítica ni la posibilidad de atacar los mismo principios de ese
espectador, algo que está implícito en toda literatura burguesa. Su temática
refleja las dificultades de la clase media y sus problemas proceden muchos de
ellos de un querer vencer viejos hábitos decimonónicos. El teatro menor tuvo su
época dorada tras la revolución de 1868, con el sistema que se llamó
"teatro por horas", que consistía en la oferta continuada de piezas
en un acto, sátiras, parodias de éxitos dramáticos, que podrían tener música o
no, dentro de un cerrado carácter urbano con caracterización similar a la de
los sainetes. Este teatro, pese a su tono proletario, no tenía soporte crítico
alguno, y estaba destinado, en efecto, al simple consumo.
2.
LA CONTINUIDAD DE LA "ALTA COMEDIA"
Al considerar el teatro burgúes español de este periodo, hemos de
partir del reinado de JOSÉ ECHEGARAY (1832-1916), conocido político en
ejercicio por aquellos años y representante de un drama posrromántico lleno de
conflictos melodramáticos y habla grandilocuente, que se había instalado en la
confortable audiencia de este tiempo. Sus obras eran auténticos dramas de
chistera, cuyo estudio da importantes claves para la sociología de la escena de
la época. LY loco Dios (1900) se inscribe en esa serie de títulos efectistas,
que empezaban a declinar ante las nuevas corrientes que representaba Benavente.
A nadie se le oculta, sin embargo, el significado que debió tener Echegaray
dentro y fuera de España, pues fue uno de los primeros premios Nobel, en 1904.
La obra de Benito Pérez Galdós (1843-1920) anuncia una nueva
sociedad, que poco tiene que ver con la tremendista de Echegaray. De alguna
manera, muestra la existencia de un precapitalismo, con heroínas capaces de
amar y defender sus causas con la misma terquedad. El estreno de Electra
(1901), contemporáneo al de Las tres hermanas de Chejov, en la citada puesta en
escena de Stanislavski, supuso un hito en la historia del teatro de ese
periodo. Su presentación tuvo una conflictividad motivada por la inspiración
anticlerical de la obra que, al parecer, partía de las ideas que había
propuesto Canalejas frente al gobierno Silvela un año antes. El dudoso origen
de Electra, como el de Casandra y tantos otros personajes galdosianos, que,
además, servía extraordinariamente a sus planes regeneracionistas, se enfrenta
al fanatismo y oscurantismo de los antihéroes.
Dentro de campos de expresión comparables, el auténtico rupturista
finisecular fue JACINTO BENAVENTE (1866-1954), mucho más en el estilo escénico
que en la forma. Ciertamente, su acierto consistió en dirigirse al mismo
espectador que Echegaray, sólo que hablándole por derecho, en la comodidad del
salón burgués, sin gritos ni alharacas. Esto le supuso el final del teatro
declamatorio, y la presencia de fórmulas emparentadas con un realismo moderno.
Aunque su primer estreno, El nido ajeno (1894), no significó acontecimiento
alguno, las bases de su nueva dramaturgia estaban marcadas: conflicto amoroso
con clásico triángulo, estilo naturalista y habilidad verbal. Todo ello
ofrecido en prosa, con lo que el diálogo era mucho más apto para sus
necesidades temáticas, despojado de la retórica de aquel verso escénico. Le
bastó a Benavente evolucionar levemente su estilo para conseguir su primer gran
éxito. La comida de las fieras (1898) lo fue, y todo por conjugar su innata
habilidad escénica con la moda modernista, de la que fue aventajado cultivador.
Dramatúrgicamente, este tipo de obras dispone de una tradicional
segmentación. Tanto sus habituales tres actos, como las secuencias que
encierran, están en la línea de los autores del momento. Lo que significa un esfuerzo
por condensar el argumento en tres conjuntos de tiempo determinados, así como
la habilidad necesaria para presentar los materiales escénicos en un orden y
concierto dados. Esos mecanismos, y la adaptación del espacio como pie forzado
en donde transcurre la acción, dotan a este tipo de comedias de un evidente
convencionalismo teatral.
El itinerario de Benavente prueba su enorme versatilidad temática,
siempre fiel a modos escénicos similares, presididos por una valoración de la
palabra que fue anulando los propios recursos teatrales o, mejor dicho,
poniendo éstos en función del texto. Ello condujo a una dramaturgia "sin
acción y sin pasión, y por ende sin motivaciones ni caracteres, y lo que es
peor, sin realidad verdadera. Es un teatro meramente oral", en opinión de
Pérez de Ayala. Benavente no hizo sino repetir la fórmula, con toda habilidad,
eso sí, y permanecer de espaldas a las renovaciones que en Europa se producían,
desde Irlanda (Yeats, Synge, Lady Gregory) hasta Italia (Pirandello). Y ello pese
a sus salidas estilísticas, abandonos momentáneos del salón burgués,
consiguiendo así sus mayores logros: con referentes literarios claros en Los
intereses creados (1907), conexiones con el drama rural en La malquerida
(1913), Señora Ama (1913) o La infanzona (1945), y con ambientes fantásticos en
El príncipe que todo lo aprendió en los libros (1909) o Cuento de primavera
(1892).
Realmente, Benavente significa el teatro español de principios del
siglo XX., sobre todo como parámetro referencial de lo que el público quería
ver. Sus contemporáneos Manuel Linares Rivas (1867-1938) y Gregorio Martínez
Sierra (1881-1947) se enmarcan en niveles de expresión dramática similares.
Ambos con gran prestigio, y estrenados por las mejores compañías, el primero
tiende a acentuar su mirada crítica al medio burgués, con burdos perfiles,
mientras que el segundo presenta una sociedad mucho más mistificada, ahondada
en su vertiente más amable. La conocida labor de Martínez Sierra en la práctica
teatral, auxiliado siempre por María, su esposa, alcanza una importancia
superior. Realmente es nuestro único equivalente a Meyerhold o Piscator, aunque
las comparaciones sean odiosas, y las diferencias separen evidentemente la
dramaturgia española de las europeas contemporáneas.
Los últimos restos de un trasnochado romanticismo, difícil de
comprender posteriormente, se deben a Eduardo Marquina (1879-1946), aunque
algunos conocidos y muchos más apreciados autores también participarán del
mismo estilo. Recordemos, con todas las reservas que queramos, la naturaleza de
Cuento de abril (1909) o Voces de Gesta (1911) de Valle-Inclán, contemporáneos
de los más conocidos títulos de Marquina: Doña María la Brava (1909), En
Flandes se ha puesto el sol (1910), Por los pecados del rey (1913) y El gran
Capitán (1916). Insistimos en las diferentes intencionalidades de ambos
dramaturgos, pero también en el reconocido prestigio del poeta barcelonés, que
fue puesto en escena por los principales actores y actrices del momento, como
Josefina Díaz Artigas, en Fruto bendito (1927), y Margarita Xirgu, en La
ermita, la fuente y el río (1927), Fuente escondida (1931) y Los Julianes
(1932). Están por estudiar algunas de las influencias de Marquina en
dramaturgos tan dispares como Federico García Lorca o Alejandro Casona.
También el poeta Francisco Villaespesa (1877-1936) gozó de
prestigio, entre el gremio profesional y público, por la utilización de
elementos líricos en un teatro de corte histórico y romántico. 1911 fue el año
del estreno de El alcázar de las perlas; de Canción de cuna de María y Gregorio
Martínez Sierra; de Pigmalión, de B. Shaw; y de la aparición On the art of
theatre, de G. Craig.
3.
DEL NATURALISMO AL SAINETE SOCIAL: EL POPULISMO ESCÉNICO
Otra de la contestaciones que surgieron al Romanticismo a finales
de siglo fue el drama social de matiz naturalista, en el que Juan José (1895),
de Joaquín Dicenta, tuvo una influencia que duró hasta bien entrados los años
30. A pesar de la continuación de esta tendencia, su mayor incidencia y
prolongación la tuvo en el sainetismo. Muchos de los autores que lo cultivaron
se formaron en el ejercicio del "teatro por horas", como Ramos
Carrión, José López Silva, Ricardo de la Vega y el propio Carlos Arniches. Esta
es la zona más equívocamente conocida como popular, ya que la galería de
personajes que utiliza son de extracción popular, aunque estereotipados en
grado sumo: el joven Manolo, pretendiente de la discreta Paloma, dominado por
la presencia de un donjuán casquivano, al que le debe algún favor inapelable; y
la sacrificada madre del chico o el acomodaticio padre de la chica,
entremezclados con alguna aventura chulesca, en donde no falta la presencia de
una tía Celestina.
Estos autores, que basan muchos de sus éxitos en partituras
pegadizas, de superior calidad a los libretos, advierten cierto cansancio
creativo en la segunda década del siglo. Es el momento final del "teatro
por horas", ahogado por el populismo del cine y las salas para el cuplé y
sus derivados. Y entonces surge el genio e ingenio de CARLOS ARNICHES
(1866-1943), empezando a configurar lo que se llamará "tragedia
grotesca". De 1914 es El amigo Melquíades, todavía inscrita como libreto
sainetesco de zarzuela, pero de 1916 será La señorita de Trévelez, su primera
obra ciertamente innovadora. Arniches presenta aquí una tonalidad social de los
ambientes madrileños, dotando a sus héroes de lo que se llamaría conciencia de
clase, que, en definitiva, fue lo que caracterizó al Juan José vicentino, e
incluso al Julián de La verbena de la Paloma. Esa circunstancia se sitúa en la
propia estructura de las obras, pues requiere que, al final, aparezca una
moralina en forma de personaje que lanza el mensaje social paternalista.
Arniches, que siempre se mostró dotado para la utilización de la
palabra, fue elogiado por Pérez de Ayala en el ensayo antes mencionado, Las
máscaras, viendo acertadamente todas las novedades que, por otro lado, aportaba
ese nuevo sesgo que daba el alicantino a sus obras. La aparición de La señorita
de Trévelez en plena decadencia del sainete daba pie a una caricatura cruel y
patética de la clase media que vive el aburrimiento provinciano. En 1918, con
¡Que viene mi marido!, Arniches incorporó definitivamente el término de
"tragedia grotesca", verdadera burla de la clase media española. La boda
de un moribundo que no llega a morirse, define un tipo, el "fresco",
que llegará a popularizarse por esos años. En Los caciques (1920), otra sátira
sobre el provincianismo, ofrece también pintorescos tipos de frescos.
Arniches consiguió, bien avanzada su carrera autoral, un notable
prestigio, más allá del que le dispensaba su público.
4.
EL TEATRO DE LA GENERACIÓN DEL 98: LA APORTACIÓN DE VALLE-INCLÁN
Si Arniches representó la crítica a la sociedad desde el
escenario, mitigada y limitada por el condicionante comercial, Valle fue mucho
más lejos, aunque pagara tributo con la ausencia de los teatros. La sociedad
maurista, despreciada directamente en Luces de bohemia (1920), fue denostada
por el autor gallego, que, con su posición contraria a las normas de la
representación, atacó las bases mismas de la entidad dramática. Aunque en 1917
Valle publica un ambiguo libro de estética titulado La lámpara maravillosa,
mezcla de elementos aristotélicos con una continua apuesta por lo sublime, la
idea de "la superación del dolor y de la risa" poco tenía que ver con
sus antiguos gustos románticos. Aplicando una ponderación verbal procedente aún
de su modernismo estético, crea un avanzado lenguaje escénico, apoyado
precisamente en el desconocimiento de las líneas dramatúrgicas que se llevaban
en Europa. Sólo tuvo que apartarse de lo que hacía Benavente, Linares o
Villaespesa, para acercarse a la obra de Yeats o, años después, a la del propio
Brecht. Las fuentes de su teatro eran, como se ha demostrado, la propia realidad:
la historia diaria que veía reflejada en la prensa, e incluso la parodia
literaria. Como acertadamente vio Mainer en La edad de plata (1983), la
peculiar medida de La cabeza del Bautista (1924) o Las galas del difunto (1926)
recuerda la del "teatro por horas", pues parodia, además, mitos
literarios como el de Salomé y el Tenorio respectivamente; y, añadimos, ironiza
también el entonces famoso Nudo gordiano, de Sellés, con Los cuernos de don
Friolera (1921), y a cualquiera de las zarzuelas que poblaban la escena
española de principios de siglo con La hüa del capitán (1927).
La originalidad del teatro valleinclanesco pudo proceder, sin
duda, de la ausencia de obligaciones comerciales, materializadas en su
manifiesta oposición al actor español, al que menospreció de continuo.
Desligado de la profesión, Valle hurgó en otras posibilidades, como las
valoraciones de iluminación escénica influido por el cubismo y otros
movimientos de base pictórica. El propio Valle fue crítico de arte, y llegó a
dirigir la Academia de España en Roma, manteniendo, pues, una constante
relación con distintos medios de expresión artística.
En el aspecto dramatúrgico, la gran aportación de Valle-Inclán
viene del citado alejamiento de la escena convencional. Aunque en literatura
había seguido la tendencia modernista, en teatro, continuando con en el
consabido naturalismo de finales del siglo XIX, sus obras carecían de cualquier
aliento innovador. Sólo la palabra permitía una caracterización inhabitual en
sus primeros dramas casi románticos: El yermo de lar almas (1908), refundición
de su ópera prima Cenizas (1899), El marqués de Bradomín (1906), Cuento de
abril (1909) y Voces de gesta (1911), justamente su teatro más pensado para la
representación. Casi al mismo tiempo concebía obras cuya intención inicial
nunca fue el escenario, pero que, por ello mismo, se convertían en problemas de
imposible solución escénica en su época. Águila de blasón (1907) y Romance de
lobos (1908) fueron llamadas "comedias", como más tarde Cara de plata
(1922), pero también "bárbaras": comedias por su disposición
dialogada, pero su elevado número de cuadros, personajes y núcleos dramáticos
las alejaban de cualquier consideración escénica, como el mismo Valle
reconoció. He aquí, sin embargo, las primeras innovaciones imprevistas por el
autor.
Posteriormente, y aunque su gusto por la commedia dell'arte le
inspiró, a veces abiertamente, ligeras comedias modernistas, como La Marquesa
Rosalinda (1912) y Farsa italiana de la enamorada del rey (1920), produjo un
teatro contra las formas escénicas del momento, que caracterizó con el equívoco
término de esperpéntico. Así, su quizá último drama puramente teatral, Divinas
palabras (1920), de inspiración gallega y textura próxima a las "comedias
bárbaras", recibió los primeros envites del esperpentismo contemporáneo.
Tras él asistimos a una serie de escenarios que dan la imagen de una realidad
teatral "sistemáticamente deformada", imágenes explicadas en la
famosa escena XII de Luces de bohemia (1920), aquélla en que Máximo Estrella,
poeta ciego, define su estética metafóricamente a Latino de Hispalis. Con ello,
más que las aportaciones que Valle-Inclán hace al mundo del drama español del
siglo XX., interesa resaltar las que lega al mundo de la escena, pues las
define, con lenguajes de enorme precisión, como lugar dialécticamente puro, en
donde espacio, luz, gestos y pasiones se funden en cuadros plásticos, que jamás
ocultan las muchas influencias de los movimientos artísticos del momento. De
esta manera, trabajando para un teatro que no era el de su tiempo, el gran
innovador que fue Valle-Inclán no gozó del estreno regular habitual.
No corrieron mejor suerte el resto de autores del 98, para los que
el teatro fue siempre más experimentación que profesión, aunque no todos desearan
semejante condición. Sin embargo, tampoco desperdiciaron la oportunidad para
cultivar el arte de la escena, sin sustraerse a esa tonalidad vocacional. José
Martínez Ruiz, Azorín (1874-1967), fue estrenado por compañías de primer orden,
como la de Rosario Pino, con la trilogía de Lo invisible (1927), drama de
resonancias simbólicas, como ya hemos indicado en un capítulo anterior; otros
títulos suyos de cierto interés son Old Spain (1926), Brandy, mucho brandy
(1927) y Angelita (1930). Pío Baroja (18721956) trató con mucho menor interés
el teatro, aunque en su juventud fue un durísimo crítico, quehacer que abandonó
al dejar de interesarle las obras que se hacían en España. Su más preciada
contribución a la escena fue El horroroso crimen de Peñaranda del Campo (1926),
aunque más por las grandes dosis de crítica literaria que contiene que por otra
cosa. Miguel de Unamuno (1864-1936), sin embargo, sí tuvo una mayor vinculación
al mundo de la escena, aunque nunca supiera desvincular su condición de
intelectual regeneracionista, de esa pasión nada oculta que fue el teatro.
Estrenadas algunas de sus obras, incluso por la propia Margarita Xirgu, sus
dramas no alcanzaron nunca notoriedad de público; destaquemos entre ellos La
esfinge (1909), El otro (1926) y El hermano Juan (1931). Mayor éxito de público
consiguieron los hermanos Manuel y Antonio Machado, no plenamente vinculados a
la generación del 98, triunfadores con seis de los siete dramas que
escribieron; entre ellos, La Lola se va a los puertos (1929) y La duquesa de
Benamejí (1932).
5.
LA INNOVACIÓN ESCÉNICA EN ESPAÑA DURANTE LOS AÑOS 20
El concepto de vanguardia se enarboló con enorme inmediatez.
Aquéllos que no veían posibilidad de estrenar por norma debían ampararse en
teatros íntimos, agrupaciones que no miraban los resultados de taquilla como
objetivo principal, igual que los catalanes habían hecho con absoluta
coherencia. También los intelectuales madrileños de los años 20 empezaron a
reunirse en casas particulares -como fue el caso de los hermanos Baroja-, para
poder hacer y experimentar el teatro que quisieran. Esto no significó que no
estrenaran en salas comerciales llegado el momento, pero sí que, cuando lo
hacían, tenían cierto carácter extraordinario. "El Caracol", grupo
animado por Rivas Cherif, también fue otro estimable centro de investigación,
como lo fueron en la década de los 30, el "Club Anfistora", de Pura
Ucelay, las "Misiones Pedagógicas", de Alejandro Casona, o,
iniciativas universitarias con sus características propias: "La
Barraca" de García Lorca y Eduardo Ugarte, y"El Búho", de Max
Aub.
1921 vio la quizá mejor obra de otro innovador por excelencia,
terrible opositor a la moda naturalista: El señor de Pigmalión, de Jacinto Grau
(1877-1956). Iniciado muy a principios de siglo, con Entre llamas (1905) y El
Conde Alarcos (1907), pronto hizo valer su notoriedad como dramaturgo con un
grotesco Don Juan de Carillana (1913). sólo matizado años después con El
burlador que no se burla (1930). La aportación más importante de Grau a la
escena europea, y lo que más le define en el teatro español, fue su espléndido
Pigmalión. Con todo, sufrió el desdén de la profesión, pues incluso un director
tan avanzado como Martínez Sierra, amigo y colaborador durante años, rechazó su
programación en el Eslava. Sin embargo, Charles Dullin la montó para inaugurar
el Théátre de l'Atelier de París (16 de febrero de 1923) y Kapec la estrenó en
el Teatro Nacional de Praga, en 1925. Tres años después se presentó en España.
El drama, cuyo prólogo aprovecha el autor para fustigar el gusto por el
sainetismo imperante, propone con absoluta coherencia el unamuniano conflicto
del personaje respecto a su creador, a través de la rebelión de los muñecos
inventados por Pigmalión.
La oscilación minoría/mayoría tuvo un ejemplo sorprendente en el
genio creador de Federico García Lorca (1898-1936), poeta de inmensa
bibliografía, dada su influencia en la vida cultural española, no sólo de su
tiempo, sino del resto del siglo. Lorca se incluye en la llamada Generación del
27, grupo salido del homenaje que ese año se tributó, en al Ateneo sevillano,
al autor cordobés Luis de Góngora, con motivo de su tricentenario. Fue más un
movimiento poético que otra cosa, aunque para el teatro aportará innovación,
ruptura con modelos anteriores y el deseo de llevar la lírica a los escenarios.
García Lorca fue autor abocado al mundo de las minorías, aunque su
talante autoral le impulsó a metas más elevadas. En él, como decimos, se dan
las dos vertientes en continuo conflicto: la renovadora y la tradicional. De la
primera, aunque buscara siempre la habitual profesionalidad, cabe citar el
estreno de El maleficio de la Mariposa (1920), con dirección de Martínez
Sierra, y la redacción de sus farsas de matiz guiñolesco e inspiración
valleinclanesca: Títeres de Cachiporra (1923), La zapatera prodigiosa (1926,
primera redacción), Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín (1928), El
retablillo de don Cristóbal (193 1), Así que pasen cinco años (1931), El
público (1933) y hasta Comedia sin título (1936). Es un Lorca imaginativo y
renovador, que tuvo salida gracias al "Club Anfistora". La segunda
vertiente muestra al Lorca profesional, conocedor de su veta popular
tradicional y del enorme juego que daba la misma en los escenarios. Es el
Federico de Mariana Pineda (1925), estrenada en Barcelona con decorados de Dalí
e interpretación de Margarita Xirgu, pero, sobre todo, el de Bodas de sangre
(1933), Yerma (1934) y Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores
(1935), y que, de no haber estallado la guerra civil, hubiera podido seguir sus
ininterrumpidos contactos con los escenarios comerciales con La casa de
Bernarda Alba (1936).
Esos dos Lorcas antes referidos suponen, más o menos, dos
posibilidades escénicas diferenciadas. Aunque en toda su trayectoria la utilización
de los tres actos se mantuviera regular, la manera de exponer la acción
variaba. Es distinta la composición en cuadros, que marca un moderno avance de
la progresión dramática, que el sometimiento de la exposición a grandes escenas
en donde, con medida tradicional, instala los núcleos de acción en superiores
segmentos teatrales. Por ejemplo, en Amor de don Perlimplín o en Así que pasen
cinco años, la acción no avanza de manera lineal, sino ramificada; de los
acontecimientos (le una secuencia se deducen resultados que, aunque hagan
avanzar la historia, van cargando de contenido cualquier aspecto colateral de
la misma. En este tipo de teatro es frecuente la intersección de tramas
derivadas, que llevan acciones perpendiculares, además de la central y principal.
El público sería el caso más claro de suma indiscriminada de elementos
escénicos, dentro de un bien estudiado y moderno orden dramático. No cabe duda
de que nos hallamos ante un teatro influido por movimientos estéticos
contemporáneos, principalmente el surrealismo. García Lorca plantea un
surrealismo escénico semejante al textual, que ha sido el de identificación más
inmediata. Por contra, sus grandes dramas, desde Mariana Pineda, proponen
fórmulas de desarrollo más tradicionales. Y esto no se debe al tono, pues la
farsa La zapatera prodigiosa bien que se mantiene en idéntica línea, sino a la
forma de narrar. Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba han sido
analizadas a la luz de sus clásicos contenidos de tragicidad, e incluso en la inspiración
griega de su descarnada sustancia dramática. Son obras mucho más lineales,
hasta cierto punto aristotélicas, en donde el espacio tiene estrecha relación
dramática con su tema y gestus. En estas obras, García Lorca hace verdadero
alarde de carpintería teatral, pues conjuga la historia con el medio donde la
cuenta, haciendo compatibles los espacios escénicos con los espacios lógicos,
con el fin de desarrollar en perfecto equilibrio entradas, salidas y
contenidos.
También otros poetas del momento, como Rafael Alberti y Miguel
Hernández, se iniciaron en el teatro imaginativo, que buscaba horizontes
distintos a los convencionales de los años 30, aunque ello estuviera en
oposición a lo que normalmente se veía en los escenarios profesionales. La
condición poética de los citados autores originó tendencias muy diversas. Por
ejemplo, Rafael Alberti (n. 1902), que se había dado a conocer espléndidamente
con los poemas de Marinero en tierra (1924), comenzó su trayectoria escénica
con una especie de extraño auto sacramental moderno titulado El hombre
deshabitado (1930), en donde el autor mostraba sus obsesiones simbolistas con
influencias calderonianas. Después, la propia Margarita Xirgu le estrenó un
documental escénico llamado Fermín Galán (1931), aguafuerte propio de cartelón
de feria, e inspirado en los sucesos de jaca del año anterior, que fue recibido
por el público con más ilusión que éxito. No obstante, la obra hurgaba en la
realidad escénica del momento, y planteaba soluciones alternativas a las usuales.
Miguel Hernández (1910-1942) tuvo aquella inspiración
pseudorreligiosa que movió al auto albertiano, cuando inició su andadura
dramática con Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras (1933),
obra de corte estilístico semejante a la de Alberti, aunque más entronizada con
los principios esenciales del barroco en su utilización del verso e incluso en
su sinceridad religiosa. Ambos poetas entraron en la guerra civil con un bagaje
escénico inmaduro, que, a lo largo de la contienda, tuvo ocasión de acrisolarse
en el llamado "teatro de circunstancias", en donde se mostraron como
auténticos artesanos.
Otro autor que también llegó a participar en la guerra desde el
bando republicano, y con ese mismo teatro de urgencia, fue Max Aub (1903-19
72), que en el 36 era ya considerado como intelectual de prestigio, y hombre de
un teatro imaginativo y renovador. Precisamente en los años 20 se dio a conocer
con una serie de piezas vanguardistas, de avanzada inspiración estética, para
las que se sirvió no poco del conocimiento de tendencias europeas del momento.
Sea como fuere, Aub contaba en la década de los 30 con una bien nutrida obra:
Crimen (1923), El desconfiado prodigioso (1924), Una botella (1924), El celoso
y su enamorada (1925), Narciso (1927), Espejo de avaricia (1927-1935) y la
Jácara del avaro (1935).
El teatro de los hombres del 27, y de quienes a su alrededor
mostraron similares tendencias innovadoras, mayoritario o minoritario, si se
nos permite utilizar la terminología de la época, es el único que, en su
momento, utilizó nuevos caminos en el plano de la construcción escénica.
TEXTOS
MAX.-¡Don Latino de Hispalis, grotesco personaje, te inmortalizaré
en una novela!
DON LATINO.-Una tragedia,
MAX.-La tragedia nuestra no es tragedia.
DON LATINO.-¡Pues algo será!
MAX.-El Esperpento.
......................................
MAX.-Los ultraístas son unos farsantes. El esperpentismo lo ha
inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse en el callejón del Gato.
DON LATINO.-¡Estás completamente curda!
MAX.-Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el
Esperpento. El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una
estética sistemáticamente deformada.
DON LATINO.-¡Miau! ¡Te estás contagiando!
MAX.-España es una deformación grotesca de la civilización
europea.
DON LATINO.-¡ Pudiera! Yo me inhibo.
MAX.-Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas.
DON LATINO.-Conforme. Pero a mí me divierte mirarme en los espejos
de la calle del Gato.
MAX.-Y a mí. La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una
matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo
cóncavo las normas clásicas.
DON LATINO.-¿Y dónde está el espejo?
MAX.-En el fondo del vaso.
(VALLE-INCLÁN, Luces de bohemia, Esc. 12.)
El teatro que ha perdurado siempre es el de los poetas. Siempre ha
estado el teatro en manos de los poetas. Y ha sido mejor el teatro en tanto era
más grande el poeta. No es -claro- el poeta lírico, sino el poeta dramático. La
poesía en España es un fenómeno de siempre en este aspecto. La gente está
acostumbrada al teatro poético en verso. Si el autor es un versificador, no ya
un poeta, el público le guarda cierto respeto. Tiene el respeto al verso en
teatro. El verso no quiere decir poesía en el teatro. Don Carlos Arniches es
más poeta que casi todos los que escriben teatro actualmente. No puede haber
teatro sin ambiente poético, sin invención... Fantasía hay en el sainete más
pequeño de don Carlos Arniches... La obra de éxito perdurable ha sido la de un
poeta, y hay mil obras escritas en versos muy bien escritos que están
amortajadas en sus fosas.
(FEDERICO GARCÍA LORCA,
Declaraciones a Nicolás González-Deleito, 1935.)
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