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Naturalismo frente al realismo

Naturalismo frente al realismo

   1. El advenimiento del realismo-naturalismo
   2. Zola y la teoría del arte naturalista
   3. Los Meininger
   4. El teatro nórdico
   5. El teatro libre de Antoine
   6. La "Freie Buhne" y la consolidación del teatro alemán
   7. El realismo ruso. Stanislavski
   8. De Dublín a Londres: Actores y dramaturgos irlandeses
   9. El realismo dramático en los Estados Unidos
   10. La primera gran contestación al realismo: Alfred Jarry
   11. Adolphe Appia y Gordon Craig

   Textos


1. EL ADVENIMIENTO DEL REALISMO-NATURALISMO
El teatro moderno nace con el realismo, del que el naturalismo es su inevitable acentuación. Cualquier puesta en escena actual de Ibsen, Chekov u O'Neill permite reconocer referencias a nuestro tiempo y a nuestras preocupaciones, como si fuéramos sus contemporáneos. Esta apreciación la podemos extender a sus modos de exposición dramática, formas y técnicas, y a sus exigencias con respecto a la representación. Sin embargo, entre Ibsen y Buero Vallejo, por poner un ejemplo de realismo actual, median más de ochenta años. No se puede decir lo mismo del teatro precedente, drama romántico y postromántico. A este último hemos de ubicarlo en otro tiempo, un tiempo pasado que nos concierne bastante menos, por muchos atractivos que encierre. Llevamos, pues, más de un siglo de teatro realista, y todavía mantienen su vigencia determinados autores y obras.

Se dice que desde el Romanticismo hasta las primeras manifestaciones naturalistas en el teatro europeo se produce un lamentable bache. En realidad, durante esos años la tendencia más notable es la que prefigura la nueva estética realista. Ya en plena exaltación romántica se propugnó la necesidad de una representación más acorde con la realidad; tal era el deseo de Taima. En la mayoría de los casos, eso chocaba con los textos: temas, historias, lenguajes, elementos descriptivos, etc., no conectaban con lo cotidiano, con la realidad del espectador. Es muy significativo al respecto que las piezas consideradas intrascendentes o incluso irrepresentables fuesen precisamente aquéllas que implícitamente reconocían la saciedad de la representación romántica. Es el caso de algunos proverbios-comedias de Musset, de las piezas tardías de Víctor Hugo agrupadas en su Teatro en libertad (1865-1867), de Kleist y de los dramas sobre la historia reciente, de Büchner. Pero es muy curioso y significativo que las mejores obras de estos autores permaneciesen durante mucho tiempo sin representar; lo que nos hace entender que cuando un dramaturgo se adelanta a la escena de su tiempo, ésta le impondrá una larga espera, con riesgo de desfase, del que sólo se salvan las grandes obras. Eso sucedió con las representaciones tardías de Lorenzaccio de Musset, o de Woizeck y La muerte de Danton, ambas de Büchner.

Durante los años de transición al realismo-naturalismo, Europa volvió la vista a Francia. A falta de otros modelos, ahí estaba Scribe (1791-1861), un maestro en enredos y peripecias, que sabe llevar las acciones al límite, antes de desenmarañar la madeja. Ese breve esquema es el de la piéce bien faite, en expresión personal del autor, que hará fortuna en el teatro realista. Aún en plena época romántica, Scribe orientó la escena hacia la comedia de costumbres, pero en realidad, más que a su ingenio romántico, su notoriedad se debe a los constantes estrenos que realizaba, hasta alcanzar las casi cuatrocientas obras.

Al nombre de Scribe hay que añadir el de Emile Augie (1820-1889), que se inicia en la comedia burguesa para pasar a la crítica de la vida moderna en El yerno del señor Poirier (1854), actualización de El burgués gentilhombre de Moliére. Por su lado, Alexandre Dumas (1824-1895), tras el éxito de su drama postrromántico La dama de las camelias, se desviará hacia un prerrealismo moralizante: El hijo natural (1858), Las ideas de Mme. Aubray (1867) y Monsieur Alfonso (1874). En esta breve relación es justo mencionar igualmente a Victorien Sardou (1831-190$), que cultivó todos los géneros y tendencias y a Eugéne Labiche (1815-1888), cuya comedia Un sombrero de paja de Italia (1851) -que aún hoy se sigue representando con éxito anuncia el nuevo vodevil francés, en el que destacará más tarde Georges Feydeau (1862-1921).

Estamos a las puertas del naturalismo, mas con un ir y venir de experiencias que caracterizan la inconstancia realista, y afirman la dificultad de establecer compartimientos estancos en arte. La primera constatación de ello es de carácter histórico. En 1857 aparece en Francia la que la crítica considera la máxima novela realista del siglo, Madame Bovary, de Gustave Flaubert. Los pasos de la protagonista, el ambiente que la rodea en la pequeña ciudad de provincias en que vive, los giros todos de su alma, aparecen descritos de tal modo que resulta difícil, en su lectura, no sentirse transportado al marco de la acción, y que, aún hoy, viajeros por la Normandía de Emma Bovary, parece como si el paisaje hubiera copiado al libro. Con Madame Bovary, varias veces adaptada al teatro y al cine, se mostraba el arte realista, aquel que consigue hacernos ver la realidad en la que vivimos y nos movemos, esa realidad que por pereza o por rutina no llegamos a advertir y en la que no llegamos a penetrar.

Pero ésa no es la única tendencia del momento. El mismo año de Madame Bovary aparece otro libro que marcará gran parte del arte moderno hasta nuestros días: Las flores del mal de Baudelaire. En él se confirma la tendencia postrromántica, se anuncia el simbolismo y se profetiza el surrealismo del siglo XX. Cinco años después, en 1862, surge el voluminoso relato de Víctor Hugo Los miserables, donde el elemento épico, que se adelanta al socialismo naturalista de fin de siglo, queda enmarcado en una historia melodramática. Estos ejemplos hablan claro de la imbricación de unas tendencias en otras, imbricación que podemos advertir desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros días, con alternados predominios de tales estilos diversos.

La segunda constatación del fenómeno antes mencionado es de carácter estético, y se refiere a la inconstancia de esos propios dramaturgos realistas, dentro de este marco estilístico. Flaubert necesitaba escapar del detallismo realista y dar rienda suelta a su fantasía e inconsciente. La mejor prueba de ello la tenemos en la constante reescritura de La tentación de San Antonio, inmensa obra del teatro de la imaginación, cuya realización sólo las actuales técnicas cinematográficas podrían abordar. O el mismo Zola, que siente la necesidad de descansar, tras su enorme esfuerzo naturalista, para ofrecer historias, como la narrada en Ensueño, en la que la criada Angélique, que ha crecido a la sombra de la catedral de provincias, nos muestra sus sueños y fantasías de amor por el Cristo y los santos multicolores de las vidrieras. Por consiguiente la práctica totalidad de los naturalistas evolucionaron hacia el simbolismo, de no impedirlo la muerte prematura de algunos, como Chejov. Naturalismo y Simbolismo influirán en la mayoría de las tendencias dramáticas del siglo XX.


2. ZOLA Y LA TEORÍA DEL ARTE NATURALISTA
El advenimiento del teatro naturalista ocurre con evidente retraso respecto de la novela. Así lo señala Zola, quien lo achaca a que el teatro representa "el último bastión del convencionalismo", lo que no encajaba en el científico siglo XIX. Si el XVII fue el siglo del teatro, vino a decir Zola, el XIX había de ser el de la novela; y aunque así lo crea, y a posteriori la historia lo confirme, el autor no arrojó la toalla del teatro, antes bien propugnó la necesidad y posibilidad de una escena adecuada al nuevo estilo: "El teatro será naturalista o no será."

En 1881, Zola resumiría todas estas ideas, que de tiempo atrás le venían preocupando, en un texto cuyo enunciado, El naturalismo en el teatro, no podía ser más explícito. Fiel a la idea ya aplicada a la novela de que el medio determina el comportamiento, Zola se detiene en los elementos que, en el teatro, representan ese medio: el decorado, el vestuario y los accesorios. Razonará que nuestra época no puede ya aceptar el escenario vacío de Shakespeare, ni los espacios convencionales y neutros de los clásicos franceses. Se pregunta cómo puede ser creíble una representación, dar eco de la vida cotidiana, si el medio en el que se mueven los personajes es convencional, falso, de objetos pintados, con actores y actrices que salían a escena maquillados y vestidos siempre de gala.

Pero había que hacer mayores cambios aún para acertar con la representación objetiva. Había que desterrar los tonos declamatorios, grandilocuentes, en la dicción de los intérpretes. Había que cambiar los gestos si se quería desmentir a los críticos que, ironizando sobre los intentos naturalistas, hablaban de "sus actores falsos en medio de decorados verdaderos". Algunos dramaturgos también solicitaban esta naturalidad en escena. Valga como ejemplo esta acotación de Sardou: "Los actores se sientan en torno a una mesa situada en el centro y hablan con toda naturalidad, mirándose unos a otros como ocurre en la realidad." Pese a estos deseos, a los comediantes les era difícil suprimir sus modos de actuar; dejar de responder a los aplausos repitiendo, como en la ópera, sus parlamentos más celebrados; en definitiva, ceder a los caprichos del público, otro factor de difícil cambio.

Ciertamente hubo en esta época actores de talento, intermediarios entre el antiguo y el nuevo estilo. Actrices como Sarah Bernhardt, Gabrielle Réjane y la famosa Rachel pasearon su arte por Europa, justificando el culto a la vedette que denunciaría Stanislavski viendo en Moscú a la Bernhardt. Los mejores intentos naturalistas (los Meininger, Antoine...) borrarán estos individualismos para insistir sobre la representación como un acto colectivo.

A distancia de estos hechos, es fácil advertir hoy día los aciertos y desaciertos de Zola. Entre los primeros está el haber roto las barreras moralistas del público burgués, poniendo en entredicho la moral burguesa y sus comportamientos sociales. También Zola abrió el mundo teatral a la objetividad poco menos que rechazada por la tradición escénica. Entre los desaciertos está, sin duda, el querer suprimir radicalmente las convenciones del género dramático, sus denegaciones. Está claro que, por mucho que se intente el naturalismo escénico, la realidad exterior no cabe en el escenario, los personajes han de ser re -presentados o figurados, y el propio lenguaje es ya de por sí una pura convención. Todo el teatro naturalista no tardaría mucho en dejar de ser un equivalente de la realidad, para convertirse en otra serie de convenciones. El error de Zola estaba en querer aplicar a la escena las recetas de la novela, estableciendo un sistema de imposibles transferencias de un género a otro. Es imposible pretender que el decorado o la caracterización de los personajes suplan las extensas descripciones y digresiones de la novela naturalista, tal y como quería Zola. Las muestras de teatro naturalista adaptadas de relatos, en especial de las propias obras de Zola -a excepción de La taberna-, no fueron del gusto de la crítica ni del público de París. Ni lo fueron los estrenos de Los cuervos (1882) o de La parisina (1883), ambas de Henri Becque, considerado como el más destacado naturalista francés según la fórmula de Zola. Porque, además, este teatro no representaba la realidad cotidiana a fin de suscitar el interés del público, sino sólo aquellos casos más sobresalientes y disparatados de la misma. Teresa Ranguín, de Zola, que en 1873 no pasó de las nueve representaciones, cuenta cómo Teresa y su amante dan muerte al marido de aquélla. Teresa acabará suicidándose ante la mirada de la madre del esposo, muda y paralítica.

La teoría iba por delante de la práctica. El teatro de París no daba con la fórmula de la representación naturalista. Pronto lo conseguirá Antoine. En Alemania, mientras tanto, una ejemplar compañía lo estaba logrando: los Meininger.


3. Los MEININGER
Ocurrió esto cerca de Weimar, en donde Goéthe había puesto las bases de la futura afición al teatro lírico y dramático alemán. En Meiningen, el propio duque Jorge II se hizo cargo de la dirección de los actores en su Teatro de Corte. Este duque era consciente de la decadencia de la escena alemana en décadas precedentes, lo que achacaba a la influencia de la preocupación de las cortes alemanas por los problemas económicos y políticos que habrían de desembocar en la creación del Imperio de Bismarck, en 1871. El duque de Sax-Meiningen advirtió que las programaciones del teatro en Alemania estaban calcadas de las del bulevar parisino -operetas, piezas sentimentales imponiéndose la fantasía sobre los tan repetidos deseos de autenticidad escénica.

El entusiasmo del duque no tenía límites. Entrenaba a los actores, los dirigía con férrea disciplina, tanto a los protagonistas como a las comparsas, que habían de actuar como elemento ambientador y realista. Su manejo de las masas fue siempre muy ensalzado. Pero, además, prodigaba todos los detalles del decorado, para el que prefería la habitación cerrada, incluso por el techo. Amante de la historia y de la pintura, disciplinas que había estudiado en la Escuela de Munich, él mismo diseñaba los decorados, buscaba originales perspectivas y dibujaba el vestuario, indicando siempre los colores más apropiados. Se dice que los tonos marrones rojizos eran los preferidos, pues sobre ellos sobresalían vivos colores para el vestuario. Este naturalismo no era el de Zola, sino más bien el que perseguía la fidelidad histórica y la verdad absoluta en ella. Las armas, por ejemplo, tenían que ser auténticas. De ahí que su repertorio tuviese como norma la calidad de las obras. En este sentido, superó el debate de las reglas, sin hacer distinción ni de tono ni de nacionalidad ni de escuela. Representó a Shakespeare, a Moliére y a Schiller, y se interesó igualmente por autores alemanes no estrenados, como Kleist, y jóvenes dramaturgos nórdicos, como Bjórnson e Ibsen. De éste hizo el estreno absoluto de Espectros.

Entre 1874 y 1890, los Meininger dieron más de tres mil representaciones en gira por Europa. Su campo preferido, no obstante, era la propia Alemania, y principalmente Berlín, considerada ya como nueva capital del imperio germano, en donde, en 1883, se fundaba el Deutscher Theater, que será el primer teatro alemán. En esas giras por Alemania los Meininger se vieron favorecidos por la infraestructura teatral existente, que ellos supieron estimular. Es significativo que, a partir de 1870, empezarán a florecer teatros privados junto a los viejos teatros de corte. Pero sorprende aún más el ritmo con que este fenómeno se propaga, pues en quince años el número de salas pasa de doscientas a seiscientas.

En sus giras, los Meininger llegaron a los países escandinavos y Rusia. Por su lado, Ibsen ya había entablado contacto con ellos en Alemania, donde acudió para estudiar su arte.


4. EL TEATRO NÓRDICO
La escasa tradición del teatro escandinavo se había contentado en el siglo XIX con las comedias de estudiantes y la aclimatación del vodevil francés, que florece a partir de 1830 en Copenhague y Estocolmo. En esa dramaturgia, el teatro de vodevil constituye el primer escaño de la ascensión realista. A mitad del siglo XIX, se crean dos grandes teatros: la Escena Nacional de Bergen y el Teatro de Christiana, luego Teatro Nacional de Oslo. La animación de este último fue confiada primero a Henrik Ibsen, y, posteriormente, a Bjórnstjerne Bjórnson.

Para su propia instrucción, Ibsen recorrió Europa. A partir de 1864 vivió casi permanentemente fuera de Noruega. En la escritura dramática se inició con obras de inspiración romántica, y comedias al modo de Scribe. Por su lado, Bj6rnson admiró particularmente al Musset de las comedias y proverbios.

En la obra de HENRIK IBSEN (1828-1906), la crítica suele hacer varios apartados. Dejando a un lado sus primeras comedias, tenemos un primer bloque de dramas poéticos nacionales, como Brand (1866), ataque metafórico a la falta de solidaridad panescandinava ante la violación prusiana a Dinamarca en la persona del sacerdote Brand, que, por mantener sus principios, sacrifica a su mujer y a su hijo; Peer Gynt (1868) es un personaje radicalmente distinto del anterior, caricatura del genio noruego. La segunda etapa la compone su época realista, con Casa de muñecas (1879), Espectros (1881), Un enemigo del pueblo (1882) y El pato salvaje (1884), entre las más conocidas. Finalmente, se encuentra su etapa simbolista, en la que sobresalen La dama del mar (1888), Hedda Gabler (1890) y Solness el arquitecto (1892).

Entre los problemas sociales que más le preocupan durante su segunda época, adquiere gran relieve el de la liberación de la mujer, tema que le proporciona excelentes desarrollos dramáticos. Se dice que había en ello razones muy profundas, incluso biográficas, y que el dramaturgo se identifica frecuentemente con sus protagonistas femeninas. Para Freud, Ibsen era el escritor más interesante de su tiempo. Pero no conviene limitar el alcance crítico a este sólo problema. Aplicando las mismas intencionalidades a Ibsen y a Bjórnson, Maurice Gravier escribirá:

Conservando siempre el sentido del arte y de la medida, Ibsen y Bjórnson evitan normalmente proponernos soluciones demasiado concretas. Pero despiertan las conciencias, hacen salir de su letargo las mentes propensas a satisfacerse fácilmente con las situaciones adquiridas. Ibsen y Bjórnson viven en una sociedad petrificada, tiranizada y entristecida por el espíritu pietista. Un vicio quieren denunciar antes que cualquier otro: la hipocresía. "Vivir según la verdad", ése es el ideal que Bjórnson propone a los espectadores de sus dramas, mientras que Ibsen les pide que sigan "la exigencia ideal", que descubran su vocación y disipen, si es preciso, la "mentira vital". Mas decir la verdad a un pueblo que se mantiene simple y zafio no es ciertamente nada fácil.

Cualquiera de las obras de Ibsen, y no sólo las de este periodo, muestra la enorme dosis de autenticidad y de valor para desafiar a los sectores denunciados. Un enemigo del pueblo puede ser propuesta como el paradigma de tales denuncias. Por su lado, los estrenos de Ibsen se encargaron de demostrarlo. Como anécdota podemos citar el enfrentamiento que hubo en Francia entre dos grandes políticos, Clemenceau y Jean Jaurés, con motivo del estreno de esa obra. Aunque tuvo mayor eco, en Noruega y en toda Europa, la polémica suscitada por Casa de muñecas. Hace más de un siglo, el dramaturgo se convirtió en abanderado del movimiento feminista. La obra propone la dialéctica de estar a favor o en contra de Nora, la protagonista. Cuando el tema salía a debate, era difícil contener los nervios. Se dice que en invitaciones y tarjetas de visita se rogaba abstenerse de hablar de Nora.

Nora es la esposa gentil del abogado Helmer. Para salvar a su marido de una grave enfermedad, Nora contrae una gran deuda con un acreedor, viéndose obligada a falsificar su firma para mantener este hecho en secreto. La buena de Nora va pagando poco a poco dicha deuda sin que el marido sepa nada de ello. Pero un buen día todo se descubrirá: Helmer quiere despedir del banco, en el que es director, a un empleado, que resulta ser el acreedor de Nora. Este la amenaza con el chantaje. Para los esposos ha llegado la hora de la verdad, la hora de actuar ante la verdad, característica del drama ibseniano. Helmer aparece ahora frente a Nora como un ser mezquino, al que sólo le interesa su reputación. A Nora el mundo se le derrumba y todo le parece sin sentido. De pronto, descubre que aún le queda un asidero para evitar su desesperación: su libertad. Desoyendo las súplicas del marido, Nora abandona la casa dando un portazo, que algún comentarista ha conceptuado como el más valiente y consecuente de toda la historia del teatro.

A Ibsen le preocupaba sobremanera la composición dramática. Muy superior en ese terreno a los franceses, sus obras sí son modelo de la llamada piéce bien faite. Sabe administrar el pathos dramático, mantener los enfrentamientos en su cumbre, emplear el lenguaje y las fórmulas psicológicas adecuadas. Ese es el secreto de su pervivencia.

Durante su tercer periodo se interesa menos por lo social, cuidando más la simbología de la obra y su conformación poética.

Otro nombre estelar del teatro nórdico es el del sueco August Strindberg (1849-1912). Dejando aparte sus inicios, en los que se opone al drama romántico y a la comedia burguesa importada de Francia, hemos de reseñar sus dramas naturalistas: El padre (1886), Señorita Julia (1888) y Acreedores (1888). En ellas ahonda en los detalles del relato, de modo incluso obsesivo, y en la huella que deja en el alma de los personajes, a veces con insistencia masoquista. Estaríamos ante una escritura que, partiendo de la observación minuciosa de la realidad, y de su propia biografía, se nos presenta como el drama de las obsesiones del yo frente a la realidad.

Pero Strindberg escapa del naturalismo para convertirse en precursor del expresionismo. A la salida de una grave crisis psíquica y moral, que dejó reflejada en sus relatos Infierno y Combate con el ángel, el dramaturgo escribió una extensa obra, Camino de Damasco (1898-1901), en la que las alucinaciones crean un mundo interior en el cual simbolismo y expresionismo se han aunado en diversas ocasiones para escenificarlo. Aún se podría decir más sobre su siguiente obra, El sueño (1902), que cabe conceptuar de precursora del teatro surrealista, pues el inconsciente liberado se adueña de la escena, imponiendo sus esquemas incoherentes. Esta obra puede ser considerada justamente como una de las grandes concepciones del teatro moderno. Artaud y los surrealistas de entreguerras pensaron en ella como ejemplo ilustrador de sus propias concepciones dramáticas.

La aportación de Strindberg a la escena fue más allá. A raíz de su decepción por la ciencia, en la que tanto había confiado -e incluso por la alquimia, pues había intentado fabricar oro-, se convierte a una fe a caballo entre el budismo y el cristianismo. Ello explica su concepción simbolista, la nueva estructura compositiva en la que incluye himnos en latín y desarrollos litúrgicos en títulos como Adviento o Pascua.

En 1902 fundó en Estocolmo el Intim Teatern. El término íntimo puede aplicarse tanto a las modestas dimensiones del local, como a la temática de las obras a las que se destina, o a su modo de representación. En ésta se procedió a la simplificación de los elementos decorativos para estimular en todo momento la imaginación del espectador; se preocupó de la creación de climas psicológicos, particularmente con juegos de iluminación que proyectaban las sombras de los personajes. Para algunos, esta experiencia del Intim Teatern podría ser considerada como la cuna del expresionismo. Allí representó sus piezas íntimas o, como él prefería llamarlas, piezas de cámara, imitando la expresión musical: Tempestad, La casa quemada, El pelícano y La sonata de los espectros.

Cabe decir que todo en la obra de Strindberg fue íntimo, en el sentido de que toda la realidad fue modelada en su interior, en su propia atormentada biografía. En él están presentes casi todos los desarrollos dramáticos vanguardistas del siglo XX.


5. EL TEATRO LIBRE DE ANTOINE
Como hemos indicado al hablar de Zola, las piezas francesas representadas en París, adaptadas directa o indirectamente de la novela, no convencieron. Pero las ideas de Zola tampoco cayeron en terreno baldío. Un aficionado al teatro, ANDRÉ ANTOINE (18581943), por quien pocos habrían apostado en un principio, quiso crear un teatro donde todo fuese verdadero, tan real como une tranche de vie (una tajada de vida), expresión que define elocuentemente su idea de la puesta en escena naturalista. Antoine había estudiado la teoría naturalista con Taine, y conocía los escritos de Zola. Fue comparsa en la Comedie Française y asistió al curso de declamación de Lainé. Vivía como empleado de la Compañía de Gas, formando el grupo galo junto a otros jóvenes aficionados con la decisión de renovar el teatro. El 30 de marzo de 1887, noche memorable para el arte escénico, Antoine inauguró su Théátre Libre (Teatro Libre) en la humilde sala del Elíseo de Montmartre con capacidad para unas trescientas cincuenta personas. Se representaron cuatro obras breves, una de ellas Jacques Damour, de Zola, adaptada por Léon Hennique. La visita a Bruselas, para ver actuar a los Meininger, le confirmó en sus ideas dramáticas. De lo que fue su labor de dirección en los años que siguen nos da cuenta otro director importante, Gaston Baty:

Antoine puso al desnudo todos los artificios de las fórmulas antiguas, arrojó fuera las complicaciones, los trucos, los golpes efectistas, la ampulosidad, los largos parlamentos, la verborrea de la pieza de intriga, mostrando la vanidad de las maquinarias complicadas y las exhibiciones sensacionalistas. La obra reconstructiva de Antoine creó el gusto por la acción simple, rápida, concisa y visual, tanto en los gestos como en las actitudes y en las palabras, buscando sus motivaciones en los caracteres y no en los enredos de la situación, interpretando las obras sin muletillas, con naturalidad y en medio de un marco expresivo.

Como puntos fuertes habría que subrayar dentro de su labor de coherencia, acorde con el realismo impuesto a los medios visuales, la representación antiteatral, es decir, la técnica de actuar como si no se estuviese en un teatro, como si entre los actores y el público existiera realmente una cuarta pared, y uno se encontrase sólo con los otros personajes, en una situación real de la vida; de ahí que importe poco, contrariamente a las prescripciones del cuadro plástico, hablar de espaldas, o desde fuera del escenario visible. Insistió en la labor de conjunto de la compañía, que nunca debía conformarse con ser una banda de comparsas en torno al primer actor o vedette de turno. Por estas razones, buscó y estimuló la escritura de obras nuevas. Se dice que estrenó más de ciento veinte, de cincuenta y un autores, de los cuales cuarenta y dos eran menores de cuarenta años, la mayoría en un acto y de fácil representación. Pero no olvidó por ello los grandes nombres extranjeros, como Tolstoi, Hauptmann o Ibsen.

Por otro lado, cuidó de su público al abaratar las entradas, y se interesó por el confort de la sala. Concentró la luz en el escenario, dejando a los espectadores en la oscuridad. Siguiendo a Zola, en escena dio mayor importancia al ámbito de la acción sobre la acción misma, "porque es el medio el que determina los movimientos de los personajes, y no los movimientos de los personajes los que determinan el medio". De ahí que propugnara la solidez de los elementos escénicos: prefirió los objetos y muebles auténticos, rechazó los bastidores de tela que imitan la madera, imponiendo que las paredes y ventanas fuesen realmente practicables y no meramente decorativas. Este rechazo de las convenciones escenográficas le acarreó las más duras críticas, y algunos llegaron a caricaturizar sus excesos: se han citado con harta frecuencia los pedazos de carne auténtica colgados en la escenificación de la obra Los carniceros, y el desagradable olor que generó a los pocos días; o las gallinas vivas picoteando por el escenario de La tierra. Pero sería injusto quedarse en estos ejemplos e ignorar lo mucho que Antoine significaba en su momento para la evolución del arte teatral, tanto para los que en la fidelidad reformaron sus ideas, como para los que, desde la oposición a las mismas, abrieron vías antinaturalistas a la representación escénica. En el mismo París, esta oposición, tan beneficiosa para la escena, fue encabezada por el citado Paul Fort y su Teatro del Arte. En los epígrafes finales del presente capítulo entraremos más a fondo en esta cuestión.

En 1906 Antoine pasó ala dirección del Odeón, en la que se mantuvo hasta 1914. Después abandonó la dirección teatral para dedicarse al cine, medio que juzgó verdaderamente expresivo para mostrar la realidad. Como actor y director impuso también su estilo naturalista a montajes de textos de Zola, Hugo y Dumas. Con Antoine, tanto en teatro como en cine, se estaba diseñando netamente la moderna figura del director de escena.


6. LA "FREIE BUHNE" Y LA CONSOLIDACION DEL TEATRO ALEMÁN
En 1889, el movimiento naturalista alemán funda la Escena Libre (Freie Bühne), dirigida por Otto Brahn. Brahn reclama para ella la misma verdad que Antoine proclama en su Teatro Libre. Pero Brahn no quiso experimentar con actores aficionados y, desde el principio, reclutó actores profesionales. En lo que al repertorio se refiere supo tomar buena nota de los Meininger y de los naturalistas franceses. Inició sus representaciones con Ibsen (Espectros), al que se unirán los nombres de Tolstoi, Zola, Becque y Strindberg. Pero supo también apostar por los dramaturgos alemanes del momento. Dos nombres quedarán para la historia del teatro unidos al suyo: Gerhart Hauptmann (1862-1946), revelado por la Freie Bühne, y Frank Wedekind (1864-1918), al que conoce en el Deutscher Theater, en 1912.

El segundo estreno de la Freie Bühne fue precisamente una obra de Hauptmann, Antes del amanecer. En la línea de Zola, el naturalismo de Hauptmann está también imbuido de un manifiesto socialismo. Este queda especialmente de relieve en otro conocido texto, Los tejedores, igualmente estrenado en la Freie Bühne por Otto Brahn. Cuando éste pasó al Deutscher Theater siguió rodeándose de los mejores actores. Entre ellos se encontraba Max Reinhart, que le sucederá en la dirección de dicho teatro. Reinhart se convirtió en una de las más interesantes figuras de la dirección escénica de nuestro siglo, dentro de una tendencia abiertamente antinaturalista.

Como muchos otros naturalistas, Hauptmann evolucionó hacia el drama poético y simbolista. Lo mismo le ocurría a Wedekind, que de actor pasó a consagrarse a la escritura dramática. Su naturalismo se vio pronto teñido de una extraña y amarga simbología, que exigía puestas en escena cuyo atrevimiento chocaba muchas veces con la sensibilidad del público de su época: ambientes marginales y depravados, personajes asociales, prostitutas, criminales, lesbianas; todo ello con los lenguajes propios de tales personajes y ambientes. Lo cual le hará engrosar pronto las listas de los repertorios expresionistas. A Wedekind debe el teatro ese tipo turbio, sincero, morbosamente atractivo, llamado Lulú, que encontramos en dos de sus mejores creaciones: Gnomo (1895) y La caja de Pandora (1902).


7. EL REALISMO RUSO. STANISLAVSKI
En San Petersburgo, un joven entusiasmado por el teatro desde su infancia contempló admirado a los Meininger en su gira por Rusia. Su nombre era Constantin Stanislavski (1863-1938). Sus padres construyeron para él dos teatros: uno en sus propiedades del campo y otro en su casa de Moscú. Todo fue teatro en la vida de Stanislavski. Los Meininger, a los que citará con frecuencia a lo largo de su vida, le enseñaron cómo la verdad del poeta, del dramaturgo, puede convertirse en la verdad hecha vida por los actores.

En Rusia, el terreno estaba abonado cuando los Meininger aparecieron en su gira. El teatro realista ruso hunde sus raíces en el teatro de siervos, que cubre el último tercio del siglo XVIII y la primera mitad del XIX. Catalina II hizo que la nobleza fuera no sólo propietaria de las tierras, sino también de los campesinos que las trabajaban. Emulando a los reyes europeos, los grandes señores rusos organizaron sus propias cortes ilustradas, en las que el teatro constituyó un tipo de ocio frecuente. Cuando en 1861 fue abolido este régimen de servidumbre, Rusia se encontró con un elenco impresionante de actores, bailarines, músicos y pintores provenientes de la servidumbre. Estos actores-siervos, a los que se les había dado instrucción y que habían representado particularmente el repertorio francés -de Moliére al vodevil-, comprendieron la necesidad de crear un teatro más conectado con la realidad rusa, que alguien ha descrito como drama sin las cofias ni los delantales de las criadas francesas. Durante mucho tiempo, los grandes actores eran siervos: la Semenova, Matchalov, Chtchepine...

Volviendo a Stanislavski, es memorable la conversación de más de quince horas que mantuvo con Vladimir Dantchenko, autor y profesor de arte dramático en Moscú. Se cree que ello fue el origen de la nueva época realista que coincide con la creación, en 1898, del Teatro de Arte de Moscú. Este teatro, gracias a un mecenas entusiasta, Morozov, dispuso pronto de un moderno edificio, bien dotado, en el que los actores disponían por primera vez de confortables camerinos y de un salón-biblioteca. Todo estaba preparado para iniciar la aventura. El Teatro de Arte contaba con actores, directores y técnicos. Stanislavski pensó, no obstante, que faltaba el elemento esencial: los poetas, como él gustaba llamar a los dramaturgos. Fue Dantchenko quien propuso un nombre: Chejov. Anton Chejov era ya un dramaturgo conocido que había fracasado con La gaviota, en 1896, en el Treatro Alexandrine de San Petersburgo. Pero ése fue el reto de Stanislavski-Dantchenko: empezar con una obra tildada de decadente. En 1898, el Teatro de Arte invitó al público moscovita a contemplar una nueva versión de La gaviota. Se dice que Stanislavski consiguió que el corazón hablara, que el silencio fuera elocuente, que a los espectadores llegase la suave melancolía, aquella resignación tan rusa de los personajes; todo un éxito que convirtió a La gaviota en símbolo del Teatro de Arte de Moscú y del teatro ruso moderno.

Según el método psicológico-realista de Stanislavski, el actor debe reflejar los sentimientos que, en una situación dada, pueden experimentar sus personajes en razón del grado de conocimiento y de compromiso que les vinculen a dicha situación. Todo esto es lo que el actor, ayudado por su director, debe reconstruir para apropiárselo. Así, comentando años más tarde la interpretación de Hamlet -obra que conceptúa como la más grande de la historia del teatro-, exige que el actor que represente al protagonista conozca los impulsos vitales que animan al personaje. Ello no debe implicar una interpretación monocorde, pues aunque tal conocimiento dé la tónica al actor, éste modificará su expresión según los estímulos que le lleguen desde las circunstancias de la acción, desde los otros personajes con los que se enfrenta, de acuerdo siempre con el conocimiento progresivo que de los demás personajes y de sí mismo vaya adquiriendo a medida que avanza la representación. El método Stanislavski, considerado como el método por antonomasia en el mundo del teatro, tiene como finalidad ahondar en las leyes ocultas del proceso creador, intentando, a través de una práctica asidua, formularlas del modo más objetivo posible.

Para el actor ruso los textos de su propia dramática debían ser, en un principio, los más adecuados, ya que hablaban de su realidad. Tras el éxito de La gaviota en el Teatro de Arte, Stanislavski y Dantchenko suplicaron a Chejov que siguiera escribiendo para el teatro. Chejov les entregó tres nuevas obras, que siguen actualmente vivas: Tío Vania, iniciada en 1896 y terminada en 1899, Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904). El éxito de estos textos les llevó a desempolvar otras anteriores, breves en su mayoría, que Chejov había escrito hacía diez años, con algunos elementos de farsa y de melodrama: El oso (1888), El canto del cisne (1888), La petición de mano (1889), Tatiana Repín (1889), El aniversario (1891), etc. Por desgracia para el teatro, cuando Chejov se encontraba en plena euforia creativa, con un gusto exquisito por la escena, murió de una afección pulmonar en 1904.

Cabe evocar en este epígrafe a otros dramaturgos rusos. Leónidas Andreiev (1871-1919) se inicia en una línea realista que pronto recarga de símbolos. Lo propiamente ruso se mezcla con otras dramaturgias -Maeterlink en particular- y acusa influencias de concepciones vitales -Schopenhauer y Nietzsche, sobre todo. Como en Dostoievski, sus personajes se debaten entre la inseguridad, la angustia y el impulso de la muerte. Pero Andreiev escapa incluso al primer simbolismo para anunciar otras tentativas, como la del absurdo.
Máximo Gorki (1868-1936) muestra un realismo más constante, más palmario, en el que los problemas y las reivindicaciones sociales lo acercan a veces a lo revolucionario. Los pequeños burgueses (1901) y Los bajos fondos (1902), estrenadas por el Teatro de Arte de Moscú, responden a estas inquietudes. Gorki luchó por la revolución, colaboró con el régimen leninista, aunque por diferencias ideológicas y pragmáticas dejó Rusia en 1921.
La vía realista de todos estos autores había sido preparada por otros creadores a lo largo del siglo XIX. Entre ellos hemos de citar a Nicolai Gogol (1809-1852), Alejandro Ostrovski (1823-1886) e Iván Turgueniev (1818-1883). Gogol abogó desde sus inicios por un teatro autóctono ruso. "¿Qué tenemos nosotros que ver con los franceses y todas esas gentes exóticas? Que se nos dé algo ruso", reclamaba. El inspector (1836), es una sátira de la Rusia zarista; una dramatización de su novela Almas muertas fue representada mucho más tarde por el Teatro de Arte de Moscú. En Turgueniev vemos ya prefigurado el tono chejoviano, sobre todo en Insolvencia (1849) y en Un mes en el campo (1850). De Ostrovski hay que señalar su gran labor en el Teatro Malí de Moscú, y el breve periodo, hasta su muerte, como director del Teatro Imperial y de la Escuela Dramática. Entre sus obras destacan La tormenta (1860) y El bosque (1872).


8. DE DUBLIN A LONDRES: ACTORES Y DRAMATURGOS IRLANDESES
La creación del Teatro Independiente de Londres en 1891, constituye otro intento de trasladar a Inglaterra la experiencia del Teatro Libre de Antoine. Todo se debió al entusiasmo puesto en la empresa por J. T. Grein. Grein siguió el camino de franceses y alemanes al elegir para sus primeros estrenos a Ibsen (Espectros) y Zola (Teresa Raquín). El Teatro Independiente tuvo también su dramaturgo: BERNARD SHAW (1856-1950), que estrenó en 1892 Casa de viudos, escrita un año antes. A esta feliz circunstancia debemos que Shaw, entusiasta estudioso de Ibsen, siguiese escribiendo para el teatro comedias realistas, de gran agilidad de diálogo, provistas todas ellas de una buena dosis de carga crítica hacia injusticias, hipocresías y tabúes de la burguesía inglesa. Esta tendencia ha hecho que se le compare con otro dramaturgo, igualmente de origen irlandés: Oscar Wilde, poeta maldito para la sociedad puritana de Londres, a la que llegó a conocer como nadie en su interior.

Pese a su declarado fervor ibseniano, y pese a sus manifiestos propósitos críticos, Shaw rebaja el tono realista para ofrecernos comedias -algunas de tono tragicómico- en las que lo hiriente no va reñido con un diálogo de fino y soterrado ingenio o manifiesto humor. De sus primeras obras, que dividió de modo curioso en comedias agradables, comedias desagradables y comedias para puritanos, hemos de destacar Cándida, y entre las últimas, La conversión del capitán Brassbourd. Con posterioridad a esta etapa, Shaw frecuentará la escritura dramática asumiendo la superación del naturalismo, aunque sin dejar de ser él mismo en ningún momento. Subrayemos su conocido Pigmalión (1913) y Santa Juana (1923), una de las grandes construcciones dramáticas de este siglo.

Por su lado, Óscar Wilde (1856-1900) alterna, en la última década del siglo XIX, la escritura simbolista y la comedia de costumbres que, sin duda, podemos incluir en el realismo. Su origen -idolatraba a su madre, de origen italiano-, formación -estudios en Dublín y Oxford, simpatizando con el Romanticismo y Simbolismo franceses-, su psiquismo -excéntrico, snob, homosexual-, su conocimiento directo de la alta sociedad puritana londinense -las grandes damas se lo disputaban como la mayor atracción de sus salones, en los que era el invitado más ocurrente y divertido- hicieron posible obras poéticas como La duquesa de Par,," (1891) o Salomé (1984) -escrita para Sara Bernhardt-, así como las comedias finas y bien construidas El abanico de Lady Windermere (1892) y La importancia de llamarse Ernesto (1895).

Estos dos dramaturgos irlandeses universales no fueron, sin embargo, los propulsores del notable movimiento escénico de este país en el periodo que nos ocupa. El verdadero advenimiento teatral irlandés girará en torno a dos figuras: el poeta William B. Yeats y la emprendedora Lady Gregory. Todo partió de la institución de Dublín conocida como el Teatro literario inglés. Poco después, en 1901, actores ingleses e irlandeses se unieron a Yeats y Lady Gregory y constituyeron el Teatro Nacional Irlandés. Si en un principio todo parecía indicar el nacimiento de un teatro poético, muy pronto los hermanos Fay, que se encargaron de la dirección, juzgaron conveniente seguir los consejos de Antoine. La adopción del estilo naturalista, teñido de humor y de poesía, pareció sin duda la fórmula adecuada si tenemos en cuenta la propuesta inicial del Grupo: mostrar, de modo costumbrista, la realidad social y cultural de Irlanda, sin excluir las reivindicaciones de tipo patriótico dirigidas sin paliativos contra la corona británica.

Miss Horniman, una entusiasta del arte escénico de los actores irlandeses, les ofreció como sede el Teatro de la Abadía de Londres. Todas estas circunstancias, en especial su sentido nacionalista, hicieron que actores irlandeses e incluso ingleses valoraran este grupo, así como los dramaturgos irlandeses. De estos últimos hemos de mencionar a O'Casey y a Synge. Sean O’Casey (1884-1964) participó durante esos años de la poética naturalista, reivindicando la protesta proletaria irlandesa, la independencia y unidad de su país, en definitiva, la lucha por la libertad. A lo largo de su carrera, O'Casey siguió fiel a esta temática, aunque, tras la Primera Guerra Mundial, derivó hacia una poética que incluía elementos simbolistas y expresionistas que le valieron el rechazo del Teatro de la Abadía. John M. Singe (1871-1909) poseía una gran formación artística. Pronto se instaló en París, donde entró en contacto con Yeats, quien le aconsejó, felizmente para el teatro, que volviera a su tierra irlandesa y conviviese con los campesinos a fin de estudiar sus costumbres, lenguajes y problemas. Así lo hizo Singe. Pero-en él habla sobre todo un poeta, más que un novelista al estilo de Balzac, a quien estas pruebas de conocimiento de la realidad eran enteramente necesarias. En Synge, las leyendas, mitos y usos populares irlandeses, unidas a las técnicas dramáticas modernas, justifican para su teatro - y para el teatro irlandés de sus compañeros - la denominación de poético-realista, aunque quizá también la de realista
simbolista. Señalemos, en esta Iínea, Jinetes hacia el mar (1903) y El héroe del mundo occidental (1907), que se considera su obra maestra.
En 1911, los irlandeses, que en Londres y en Europa eran reconocidos ya como el mejor grupo teatral de expresión inglesa, cruzaron el Atlántico para mostrar su arte en los Estados Unidos de América.


9. EL REALISMO DRAMÁTICO EN LOS ESTADOS UNIDOS
Aunque el teatro en América del Norte era tan antiguo como la misma colonización que lo importó, la aparición de una dramaturgia propiamente autóctona se sitúa en torno a la Guerra de Secesión. La Guerra Civil proporcionó multitud de relatos que, contados sobre las tablas, no disimulaban un halo romántico algo trasnochado. Por otro lado, la infraestructura teatral a principio del siglo XX. era considerable. Echando mano del propio estilo de los cómputos americanos, ofrecemos estas cifras dadas por los historiadores: cinco mil salas de teatro en todo el país, con una capacidad superior a los cinco millones de localidades. El tren hacía posible los necesarios desplazamientos de los actores para cubrir tan extensa geografía. En las ciudades más importantes había de quince a veinte locales de teatro. Por su parte, las universidades empiezan a tomarse en serio este arte. Hay un nombre que citar al respecto: George Pierce Baker, profesor de Harvard. Según él, las obras dramáticas deben ser estudiadas en laboratorios. En teatro, el laboratorio es el escenario. Entre los discípulos de Baker se encontraba un joven que se convertirá en el dramaturgo iniciador y propulsor del moderno teatro americano: Eugene O’Neill (1888-1953).

En Nueva York florecieron algunos grupos importantes de jóvenes actores y dramaturgos ansiosos por emular lo que ocurría en Europa. Uno de estos grupos, los Provincentown Player, pasarán a la historia del teatro por haber lanzado al joven O'Neill con Rumbo a Cardiff (1916). A éste seguirán otros estrenos memorables, como los de El emperador Jones (1920) y El mono peludo (1922). La fama lo llevó a Broadway, donde obtuvo sus más resonados éxitos gracias, sin duda, a su talento para construir dramas, aunque también, y en buena medida, a las magníficas escenografías de Edmund Jones en El deseo bajo los olmos y A Electra le sienta bien el luto. Las fechas de los estrenos de estas obras, principio de los años 30, a los que debemos añadir el de Largo viaje hacia la noche, en 1940, ponen de manifiesto el retraso del realismo dramático americano en relación con el europeo.

Sin embargo, no es O'Neill un epígono de las corrientes realistas del viejo continente. Es cierto que los actores irlandeses enseñaron mucho en los Estados Unidos, incluso al propio O'Neill. Pero hemos de recordar igualmente que su repertorio e interpretación ya suponían una variación con respecto a los movimientos europeos de finales del siglo XIX, a pesar de inspirarse en ellos. Para entender el fenómeno O'Neill hemos de tener en cuenta su gran conocimiento tanto del mundo teatral como de su público, pues no en vano es hijo de un gran actor, hecho que le hace viajar con la familia por todo el país, y conocer la profesión desde los bastidores. Añadamos a eso su admiración y estudio de la tragedia griega, iniciada con el profesor Baker, y que influye manifiestamente en su obra, según sus críticos; también condicionaron su obra el conocimiento de la vida americana, de sus frustraciones y deseos, así como su rica y accidentada biografía (madre depresiva que es preciso internar y mantener con alucinógenos, sus tres matrimonios, etc.).

No se deben medir con el mismo parámetro todas las piezas de O'Neill. Es preciso evitar la tentación generalizadora a la hora de enfocar su comentario o proyectar su puesta en escena. Si es cierto que su teatro arranca del naturalismo, también lo es que éste evoluciona hacia tendencias muy diversas: expresionismo, simbolismo, psicologismo. Se puede decir que el realismo psicológico va a caracterizar buena parte del teatro americano posterior a O'Neill. Es notable su influencia, junto con la de grandes autores europeos, como Ibsen y Strindberg, en dramaturgos como Tennessee Williams y Arthur Miller. El primero es autor de piezas tan conocidas como Un tranvía llamado deseo (1947) y La gata sobre el tejado de cinc caliente (1955), pero también de otras menores, y menos representadas -muchas de ellas situadas en el barrio francés de Nueva Orleáns-, que constituyen un buen exponente de ese absurdo a la americana que de los hermanos Marx nos lleva a la más reciente y genial novela de T. Kennedy, La conjura de los necios. Miller, que con su fórmula realista presenta una producción más monótona y monocorde, nos ha dejado títulos memorables como Todos eran mis hijos (1947), La muerte de un viajante (1949) y Las brujas de Salem (1953).

Otros nombres que completan la lista de dramaturgos norteamericanos son William Saroyan, Arthur Laurents, William Inge, Robert Sherwood, Clifford Odest... Ocurre con frecuencia en la historia del teatro, que los autores surgen cuando las condiciones de la escena les son favorables. En este sentido, a los citados habría que relacionarlos con el llamado Group Theatre, fundado en Nueva York en 1931 por Harold Clarman, Lee Strasberg y Cheryl Crawford. Este grupo contó con un elenco de buenos actores, entre los que hemos de citar a John Gorfield, Stella Adler, Elia Kazan y M. Carnowsky. El Group Theatre adoptó el método Stanislavski, con las sugerencias y adiciones de Strasberg, su más dinámico director. Tras la disolución del Group Theatre en 1941, Strasberg continuó con su labor de dirección y de enseñanza de actores, para lo que fundó, en 1947, el famoso Actor's Studio. El teatro y el cine americano, de tendencias psicologistas y realistas, tiene, desde esos años, una deuda inmensa con Strasberg y, por su mediación, con Stanislavski y su método.


10. LA PRIMERA GRAN CONTESTACIÓN AL REALISMO: ALFRED JARRY
No tardaría mucho en aparecer la primera gran contestación al realismo de las últimas décadas del siglo XIX. Paul Fort y, sobre todo, Lugné-Poe exageraron la reacción, llegando el segundo a auténticas ceremonias de recitados altisonantes que, sin embargo, evolucionaron hacia un "realismo mitigado". La principal destrucción de la norma imperante, desde el texto dramático propiamente dicho, fue debida a un joven alumno de enseñanza media, llamado Alfred Jarry (1873-1907). A la edad de dieciséis años escribió una obra que, en su primera versión, era un teatro de marionetas, de ahí la carga caricaturesca y el carácter de farsa de los personajes, sus tics, lenguajes, gestos y poses. El texto, llamado inicialmente Los Polacos, será pronto su universalmente conocido Ubú rey. Se ha dicho que con Ubú rey se inicia el surrealismo y otros intentos vanguardistas del siglo XX., como el absurdo, particularmente el de Ionesco. No hace falta ser muy perspicaces ni conocer su origen para ver que Jarry se está riendo de sus criaturas, ante todo del protagonista, el Pére Ubú, o tío Ubú, como quizá haya que traducirlo. Pero se mofa también de su mujer, la tía Ubú, así como de los ambientes y lenguajes que se incluyen en la obra, de las historias y relatos que en ella se ironizan, del propio teatro trágico, con sus héroes, reyes, intrigas, conflictos ridículos, ambiciones e incultura. Esta risa destructiva y grotesca no era la risa de la comedia o del vodevil, siempre controladas por el buen gusto y la moderación exigidos por el público teatral. En el fondo, Jarry se está riendo del propio teatro. Para Oliver Walzer, en Ubú rey, como luego en el teatro dadá, se produce una voluntad de ruptura, de querer sorprender y provocar, de lanzar el lenguaje teatral por las aventuras menos controladas y hacer saltar en pedazos los castillos del sueño, de lo maravilloso y del humor. Ubú rey representa, desde esta perspectiva, algo nuevo, un comienzo absoluto. Es la primera brecha abierta en la concepción del teatro tradicional en nombre de lo absurdo, de lo irrisorio e irracional.

Ubú, antiguo rey de Aragón y capitán de dragones de Polonia, es representado como un obeso fanfarrón. Su mujer, la tía Ubú, lo empuja a destronar al rey Wenceslao para enriquecerse. Así lo hace Ubú. Acto seguido apremia a los nobles y a los financieros con una energía que deja atónita a la propia tía Ubú. Pero Ubú será echado del trono por Bougrelas, hijo del rey destronado, que cuenta para ello con el apoyo del zar de Rusia. Por su enorme barrigón, por sus juramentos y tacos, entre ellos ese merde (mierda) que tanto escandalizó en su estreno, este personaje burlesco, tirano, tonto y cruel se gana un lugar en la mitología dramática. Por su parte, la historia del siglo XX. se ha encargado, por desgracia, de mostrárnoslo repetidas veces en la realidad.

Jarry tomó el tema de las humoradas de sus compañeros del Liceo de Rennes, que tenían como blanco a un ridículo profesor de física, llamado Monsieur Hébert. A éste lo convirtieron en personaje de letrillas y héroe de una canción de gesta grotesca, a la que todos iban añadiendo hazañas. Del traslado de parte de esa gesta a la farsa Los polacos partió Jarry, que representó la pieza con sus compañeros, en una especie de ritual privado. Era 1889. Años más tarde, en París, Jarry se convirtió en secretario de Lugné-Poe, a quien persuadió para que montara Ubú rey, convertida en comedia dramática en cinco actos. El estreno tuvo lugar el 10 de diciembre de 1896, con el actor Firmin Gemier en el papel protagonista. El escándalo fue inenarrable.

Algunos otros hitos se pueden señalar en la Francia finisecular o de los inicios del siglo XX., como Las tetas de Tiresias, de Apollinaire, representada en 1917, o Las impresiones de África, de Rousell. Con ello llegamos a los intentos del teatro dadaísta que, a su modo, pretendía destruir la escena, aunque todo quedara en unas veladas encaminadas a provocar al público, a irritarle o a tomarle descaradamente el pelo.


11. ADOLPHE APPIA Y GORDON CRAIG
No todos los grandes hombres de teatro durante el realismo fueron realistas. El teatro no podía cerrarse a una imitación más o menos pasiva de la realidad, en tanto que imitación, y había que iniciar el camino de aproximación a esa realidad, dentro de su propio contexto, como hecho mutable. El suizo Appia y el inglés Craig, a quienes ya aludimos en el capítulo anterior al tratar de la escenografía simbolista, se situaron en el frente de lucha que tenía como objetivo el hacer un teatro teatral, un teatro cuyo punto de partida fuera esa convencionalidad innata que desdeñara Zola.

Adolphe Appia (1862-1928) fue uno de los grandes renovadores del teatro, a partir de sus trabajos sobre la música escénica, sobre todo en el drama wagneriano. Había estudiado música en Ginebra y Leipzig. Precisamente su libro más importante se titula La música y la puesta en escena, comenzado en 1892, con primera edición (Munich, 1899) ilustrada con dibujos del propio autor. Los bocetos de sus "espacios rítmicos" los inició en 1909. Curiosamente, Appia no es un creador prolífico. Sus más importantes aportaciones vinieron de diseños de ópera. En este sentido, ha sido más interesante la influencia que generó, que su propio trabajo.

La estética de Appia se dirige a reforzar la acción dramática a través de la escena simbolista, apartándose totalmente del naturalismo. Para ello manejó con especial énfasis la luminotecnia (la "luz viva" que decía, mutable además), utilizando las nuevas posibilidades de la electricidad; rompió con el viejo escenario a la italiana, sustituyendo el decorado de tela por construcciones corpóreas y practicables, en donde el juego del actor, su movimiento corporal, tendría una importancia básica ("la puesta en escena es un cuadro que se compone en el tiempo"). En sus diseños, Appia colocaba a los actores en lugares distintos según cada escena, siempre con sus correspondientes cambios de luz. Era la primera vez que se producía el razonamiento de la puesta en escena, como algo vivo y cambiante. Asimismo, sus esfuerzos buscaron la integración de la música en el teatro.

Gordon Craig (1872-1966) es el otro gran hombre de teatro de entre siglos. Actor primero, su labor como director, escenógrafo y teórico, dejaron decisiva huella en el desarrollo de la escena imaginativa y antinaturalista. El Arte del Teatro (1905) fue su primer \ más importante ensayo. Para él, la esencia del arte teatral está en proporcionar valor dramático a la línea y al color con el movimiento. "Si admitimos que el hombre de carne y hueso se exprese por medio de gestos realistas, ¿por qué no aceptar también que la realidad escénica pueda soportar una pantomima realista?", afirma Craig. De sobra es conocida su relación artística y sentimental con Isadora Duncan, famosa por sus alardes con el cuerpo en la danza moderna.
De 1908 a 1929 publica la revista The Ma.rk, donde escribe artículos con más de setenta seudónimos. En ella aporta, además de ensayos sobre historia del teatro, estudios sobre aspectos rituales de la escena, que se sitúan más cerca del teatro griego y el Noh japonés, que de la literatura dramática y el realismo. Su encuentro con Appia (Zurich, 1914) hizo más identificable la trayectoria de ambos. Como el teórico suizo, Craig se fija en el espacio, las luces y el ritmo. Renuncia a las bambalinas y telones pintados en beneficio de estructuras tridimensionales. Inventa pequeños y móviles biombos para sustituir la función del escenario habitual; así presentó un Hamlet (1912) en el Teatro de Arte de Moscú, a requerimiento de Stanislavski. Al igual que Appia, los trabajos prácticos de Craig fueron muy escasos, en comparación con sus escritos.


TEXTOS

... El decorado del XVIII le iba de maravilla a los personajes del teatro de la época; a dicho decorado, como a sus personajes, les faltaban las particularidades; por ello se mostraba amplio, difuminado, perfectamente adecuado al desarrollo de la teórica y a la pintura de héroes sobrehumanos. De modo que, para mí, constituye un sinsentido volver a representar hoy las tragedias de Racine con gran brillo de vestuarios y de decorados [...].
Hemos contado con las tragedias de Voltaire, en las que el decorado ya desempeñaba su papel; luego con los dramas románticos que inventaron el decorado fantástico y obtuvieron de él los mayores efectos posibles; hemos contado más tarde con los bailes de Scribe, ejecutados ante un fondo de salón... En estos momentos, el decorado exacto es consecuencia de la necesidad de realidad que nos atormenta. Es inevitable que el teatro ceda a este impulso, en esta época en la que la novela en sí no es otra cosa que una encuesta universal, un proceso verbal alzado a cada hecho. Nuestros personajes modernos, individualizados, actuantes bajo el imperio de las influencias que los rodean, viviendo nuestra vida en el escenario, resultarían completamente ridículos en el decorado del siglo XVII.
¿Cómo no advertir el interés que un decorado exacto añade a la acción? Un decorado exacto, un salón, por ejemplo, con sus muebles, sus jardineras, sus baratijas, muestra de inmediato una situación, dice el mundo en el que estamos, expone los hábitos de los personajes [...]. Soy consciente de que, para apreciar todo esto, hay que sentir a los actores vivir la obra en vez de figurarla. El procedimiento es sensiblemente distinto. Scribe, por ejemplo, no tiene necesidad de ambientes reales porque sus personajes son personajes de cartón. Yo hablo de decorado exacto para aquellas obras en las que haya personajes de carne y hueso, que lleven con ellos el aire que respiran.
Un crítico ha dicho con mucha sagacidad: "En otro tiempo, personajes verdaderos se movían ante decorados falsos; hoy, los personajes falsos se mueven ante decorados verdaderos" [...]. La evolución naturalista en el teatro ha comenzado fatalmente por el
lado material. Era lo más cómodo... Porque cambiar los personajes falsos por personajes verdaderos es más difícil que transformar los bastidores y los telones [...]. Un escritor vendrá, no lo dudemos, que pondrá por fin en escena personajes verdaderos en decorados verdaderos. Entonces lo entenderemos todo.

(EMILE ZOLA, El Naturalismo en el teatro.)


No hay papeles pequeños, sólo hay actores pequeños. Hamlet hoy, figurante mañana, servidor del arte siempre... El actor, el pintor, el atrezzista, el tramoyista, tienen una misma finalidad: la de servir al poeta... Inexactitud, pereza, caprichos, nervios, papeles mal aprendidos, necesidad de que el jefe repita varias veces lo mismo... He aquí algunas de las trabas que deben desaparecer [...].
He probado por todas las vías y con todos los medios. He pagado mi tributo a todas las modalidades de la puesta en escena: realista, histórica, simbólica, ideológica. He estudiado las corrientes y los principios más diversos: realismo, naturalismo, futurismo, arquitectura, estatuaria, estilización por medio de colgaduras, biombos, tules y efectos de iluminación. Y he llegado a la convicción de que ninguno de esos medios le crea al actor el fondo que reclama su arte. El único soberano de la escena es el actor de talento.


(Extractos de STANISLAVSKI.)

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