Naturalismo frente al realismo
1. El advenimiento del realismo-naturalismo
2. Zola y la teoría del arte naturalista
3. Los Meininger
4. El teatro nórdico
5. El teatro libre de Antoine
6. La "Freie Buhne" y la
consolidación del teatro alemán
7. El realismo ruso. Stanislavski
8. De Dublín a Londres: Actores y dramaturgos
irlandeses
9. El realismo dramático en los Estados
Unidos
10. La primera gran contestación al realismo:
Alfred Jarry
11. Adolphe Appia y Gordon Craig
Textos
1.
EL ADVENIMIENTO DEL REALISMO-NATURALISMO
El teatro moderno nace con el realismo, del que el naturalismo es
su inevitable acentuación. Cualquier puesta en escena actual de Ibsen, Chekov u
O'Neill permite reconocer referencias a nuestro tiempo y a nuestras
preocupaciones, como si fuéramos sus contemporáneos. Esta apreciación la
podemos extender a sus modos de exposición dramática, formas y técnicas, y a
sus exigencias con respecto a la representación. Sin embargo, entre Ibsen y
Buero Vallejo, por poner un ejemplo de realismo actual, median más de ochenta
años. No se puede decir lo mismo del teatro precedente, drama romántico y
postromántico. A este último hemos de ubicarlo en otro tiempo, un tiempo pasado
que nos concierne bastante menos, por muchos atractivos que encierre. Llevamos,
pues, más de un siglo de teatro realista, y todavía mantienen su vigencia
determinados autores y obras.
Se dice que desde el Romanticismo hasta las primeras
manifestaciones naturalistas en el teatro europeo se produce un lamentable
bache. En realidad, durante esos años la tendencia más notable es la que
prefigura la nueva estética realista. Ya en plena exaltación romántica se
propugnó la necesidad de una representación más acorde con la realidad; tal era
el deseo de Taima. En la mayoría de los casos, eso chocaba con los textos:
temas, historias, lenguajes, elementos descriptivos, etc., no conectaban con lo
cotidiano, con la realidad del espectador. Es muy significativo al respecto que
las piezas consideradas intrascendentes o incluso irrepresentables fuesen
precisamente aquéllas que implícitamente reconocían la saciedad de la
representación romántica. Es el caso de algunos proverbios-comedias de Musset,
de las piezas tardías de Víctor Hugo agrupadas en su Teatro en libertad (1865-1867),
de Kleist y de los dramas sobre la historia reciente, de Büchner. Pero es muy
curioso y significativo que las mejores obras de estos autores permaneciesen
durante mucho tiempo sin representar; lo que nos hace entender que cuando un
dramaturgo se adelanta a la escena de su tiempo, ésta le impondrá una larga
espera, con riesgo de desfase, del que sólo se salvan las grandes obras. Eso
sucedió con las representaciones tardías de Lorenzaccio de Musset, o de Woizeck
y La muerte de Danton, ambas de Büchner.
Durante los años de transición al realismo-naturalismo, Europa
volvió la vista a Francia. A falta de otros modelos, ahí estaba Scribe
(1791-1861), un maestro en enredos y peripecias, que sabe llevar las acciones
al límite, antes de desenmarañar la madeja. Ese breve esquema es el de la piéce
bien faite, en expresión personal del autor, que hará fortuna en el teatro
realista. Aún en plena época romántica, Scribe orientó la escena hacia la
comedia de costumbres, pero en realidad, más que a su ingenio romántico, su
notoriedad se debe a los constantes estrenos que realizaba, hasta alcanzar las
casi cuatrocientas obras.
Al nombre de Scribe hay que añadir el de Emile Augie (1820-1889),
que se inicia en la comedia burguesa para pasar a la crítica de la vida moderna
en El yerno del señor Poirier (1854), actualización de El burgués gentilhombre
de Moliére. Por su lado, Alexandre Dumas (1824-1895), tras el éxito de su drama
postrromántico La dama de las camelias, se desviará hacia un prerrealismo
moralizante: El hijo natural (1858), Las ideas de Mme. Aubray (1867) y Monsieur
Alfonso (1874). En esta breve relación es justo mencionar igualmente a
Victorien Sardou (1831-190$), que cultivó todos los géneros y tendencias y a
Eugéne Labiche (1815-1888), cuya comedia Un sombrero de paja de Italia (1851)
-que aún hoy se sigue representando con éxito anuncia el nuevo vodevil francés,
en el que destacará más tarde Georges Feydeau (1862-1921).
Estamos a las puertas del naturalismo, mas con un ir y venir de
experiencias que caracterizan la inconstancia realista, y afirman la dificultad
de establecer compartimientos estancos en arte. La primera constatación de ello
es de carácter histórico. En 1857 aparece en Francia la que la crítica
considera la máxima novela realista del siglo, Madame Bovary, de Gustave
Flaubert. Los pasos de la protagonista, el ambiente que la rodea en la pequeña
ciudad de provincias en que vive, los giros todos de su alma, aparecen
descritos de tal modo que resulta difícil, en su lectura, no sentirse transportado
al marco de la acción, y que, aún hoy, viajeros por la Normandía de Emma
Bovary, parece como si el paisaje hubiera copiado al libro. Con Madame Bovary,
varias veces adaptada al teatro y al cine, se mostraba el arte realista, aquel
que consigue hacernos ver la realidad en la que vivimos y nos movemos, esa
realidad que por pereza o por rutina no llegamos a advertir y en la que no
llegamos a penetrar.
Pero ésa no es la única tendencia del momento. El mismo año de
Madame Bovary aparece otro libro que marcará gran parte del arte moderno hasta
nuestros días: Las flores del mal de Baudelaire. En él se confirma la tendencia
postrromántica, se anuncia el simbolismo y se profetiza el surrealismo del
siglo XX. Cinco años después, en 1862, surge el voluminoso relato de Víctor
Hugo Los miserables, donde el elemento épico, que se adelanta al socialismo
naturalista de fin de siglo, queda enmarcado en una historia melodramática.
Estos ejemplos hablan claro de la imbricación de unas tendencias en otras,
imbricación que podemos advertir desde la segunda mitad del siglo XIX hasta
nuestros días, con alternados predominios de tales estilos diversos.
La segunda constatación del fenómeno antes mencionado es de
carácter estético, y se refiere a la inconstancia de esos propios dramaturgos
realistas, dentro de este marco estilístico. Flaubert necesitaba escapar del
detallismo realista y dar rienda suelta a su fantasía e inconsciente. La mejor
prueba de ello la tenemos en la constante reescritura de La tentación de San
Antonio, inmensa obra del teatro de la imaginación, cuya realización sólo las
actuales técnicas cinematográficas podrían abordar. O el mismo Zola, que siente
la necesidad de descansar, tras su enorme esfuerzo naturalista, para ofrecer
historias, como la narrada en Ensueño, en la que la criada Angélique, que ha
crecido a la sombra de la catedral de provincias, nos muestra sus sueños y
fantasías de amor por el Cristo y los santos multicolores de las vidrieras. Por
consiguiente la práctica totalidad de los naturalistas evolucionaron hacia el
simbolismo, de no impedirlo la muerte prematura de algunos, como Chejov.
Naturalismo y Simbolismo influirán en la mayoría de las tendencias dramáticas
del siglo XX.
2.
ZOLA Y LA TEORÍA DEL ARTE NATURALISTA
El advenimiento del teatro naturalista ocurre con evidente retraso
respecto de la novela. Así lo señala Zola, quien lo achaca a que el teatro
representa "el último bastión del convencionalismo", lo que no
encajaba en el científico siglo XIX. Si el XVII fue el siglo del teatro, vino a
decir Zola, el XIX había de ser el de la novela; y aunque así lo crea, y a
posteriori la historia lo confirme, el autor no arrojó la toalla del teatro,
antes bien propugnó la necesidad y posibilidad de una escena adecuada al nuevo
estilo: "El teatro será naturalista o no será."
En 1881, Zola resumiría todas estas ideas, que de tiempo atrás le
venían preocupando, en un texto cuyo enunciado, El naturalismo en el teatro, no
podía ser más explícito. Fiel a la idea ya aplicada a la novela de que el medio
determina el comportamiento, Zola se detiene en los elementos que, en el
teatro, representan ese medio: el decorado, el vestuario y los accesorios.
Razonará que nuestra época no puede ya aceptar el escenario vacío de
Shakespeare, ni los espacios convencionales y neutros de los clásicos
franceses. Se pregunta cómo puede ser creíble una representación, dar eco de la
vida cotidiana, si el medio en el que se mueven los personajes es convencional,
falso, de objetos pintados, con actores y actrices que salían a escena
maquillados y vestidos siempre de gala.
Pero había que hacer mayores cambios aún para acertar con la
representación objetiva. Había que desterrar los tonos declamatorios,
grandilocuentes, en la dicción de los intérpretes. Había que cambiar los gestos
si se quería desmentir a los críticos que, ironizando sobre los intentos
naturalistas, hablaban de "sus actores falsos en medio de decorados
verdaderos". Algunos dramaturgos también solicitaban esta naturalidad en
escena. Valga como ejemplo esta acotación de Sardou: "Los actores se
sientan en torno a una mesa situada en el centro y hablan con toda naturalidad,
mirándose unos a otros como ocurre en la realidad." Pese a estos deseos, a
los comediantes les era difícil suprimir sus modos de actuar; dejar de responder
a los aplausos repitiendo, como en la ópera, sus parlamentos más celebrados; en
definitiva, ceder a los caprichos del público, otro factor de difícil cambio.
Ciertamente hubo en esta época actores de talento, intermediarios
entre el antiguo y el nuevo estilo. Actrices como Sarah Bernhardt, Gabrielle
Réjane y la famosa Rachel pasearon su arte por Europa, justificando el culto a
la vedette que denunciaría Stanislavski viendo en Moscú a la Bernhardt. Los
mejores intentos naturalistas (los Meininger, Antoine...) borrarán estos
individualismos para insistir sobre la representación como un acto colectivo.
A distancia de estos hechos, es fácil advertir hoy día los
aciertos y desaciertos de Zola. Entre los primeros está el haber roto las
barreras moralistas del público burgués, poniendo en entredicho la moral
burguesa y sus comportamientos sociales. También Zola abrió el mundo teatral a
la objetividad poco menos que rechazada por la tradición escénica. Entre los
desaciertos está, sin duda, el querer suprimir radicalmente las convenciones
del género dramático, sus denegaciones. Está claro que, por mucho que se
intente el naturalismo escénico, la realidad exterior no cabe en el escenario,
los personajes han de ser re -presentados o figurados, y el propio lenguaje es
ya de por sí una pura convención. Todo el teatro naturalista no tardaría mucho
en dejar de ser un equivalente de la realidad, para convertirse en otra serie
de convenciones. El error de Zola estaba en querer aplicar a la escena las
recetas de la novela, estableciendo un sistema de imposibles transferencias de
un género a otro. Es imposible pretender que el decorado o la caracterización
de los personajes suplan las extensas descripciones y digresiones de la novela
naturalista, tal y como quería Zola. Las muestras de teatro naturalista
adaptadas de relatos, en especial de las propias obras de Zola -a excepción de
La taberna-, no fueron del gusto de la crítica ni del público de París. Ni lo
fueron los estrenos de Los cuervos (1882) o de La parisina (1883), ambas de
Henri Becque, considerado como el más destacado naturalista francés según la
fórmula de Zola. Porque, además, este teatro no representaba la realidad
cotidiana a fin de suscitar el interés del público, sino sólo aquellos casos
más sobresalientes y disparatados de la misma. Teresa Ranguín, de Zola, que en
1873 no pasó de las nueve representaciones, cuenta cómo Teresa y su amante dan
muerte al marido de aquélla. Teresa acabará suicidándose ante la mirada de la
madre del esposo, muda y paralítica.
La teoría iba por delante de la práctica. El teatro de París no
daba con la fórmula de la representación naturalista. Pronto lo conseguirá
Antoine. En Alemania, mientras tanto, una ejemplar compañía lo estaba logrando:
los Meininger.
3.
Los MEININGER
Ocurrió esto cerca de Weimar, en donde Goéthe había puesto las
bases de la futura afición al teatro lírico y dramático alemán. En Meiningen,
el propio duque Jorge II se hizo cargo de la dirección de los actores en su
Teatro de Corte. Este duque era consciente de la decadencia de la escena
alemana en décadas precedentes, lo que achacaba a la influencia de la
preocupación de las cortes alemanas por los problemas económicos y políticos
que habrían de desembocar en la creación del Imperio de Bismarck, en 1871. El
duque de Sax-Meiningen advirtió que las programaciones del teatro en Alemania
estaban calcadas de las del bulevar parisino -operetas, piezas sentimentales
imponiéndose la fantasía sobre los tan repetidos deseos de autenticidad
escénica.
El entusiasmo del duque no tenía límites. Entrenaba a los actores,
los dirigía con férrea disciplina, tanto a los protagonistas como a las
comparsas, que habían de actuar como elemento ambientador y realista. Su manejo
de las masas fue siempre muy ensalzado. Pero, además, prodigaba todos los
detalles del decorado, para el que prefería la habitación cerrada, incluso por
el techo. Amante de la historia y de la pintura, disciplinas que había
estudiado en la Escuela de Munich, él mismo diseñaba los decorados, buscaba
originales perspectivas y dibujaba el vestuario, indicando siempre los colores
más apropiados. Se dice que los tonos marrones rojizos eran los preferidos,
pues sobre ellos sobresalían vivos colores para el vestuario. Este naturalismo
no era el de Zola, sino más bien el que perseguía la fidelidad histórica y la
verdad absoluta en ella. Las armas, por ejemplo, tenían que ser auténticas. De
ahí que su repertorio tuviese como norma la calidad de las obras. En este
sentido, superó el debate de las reglas, sin hacer distinción ni de tono ni de
nacionalidad ni de escuela. Representó a Shakespeare, a Moliére y a Schiller, y
se interesó igualmente por autores alemanes no estrenados, como Kleist, y
jóvenes dramaturgos nórdicos, como Bjórnson e Ibsen. De éste hizo el estreno absoluto
de Espectros.
Entre 1874 y 1890, los Meininger dieron más de tres mil
representaciones en gira por Europa. Su campo preferido, no obstante, era la
propia Alemania, y principalmente Berlín, considerada ya como nueva capital del
imperio germano, en donde, en 1883, se fundaba el Deutscher Theater, que será
el primer teatro alemán. En esas giras por Alemania los Meininger se vieron
favorecidos por la infraestructura teatral existente, que ellos supieron
estimular. Es significativo que, a partir de 1870, empezarán a florecer teatros
privados junto a los viejos teatros de corte. Pero sorprende aún más el ritmo
con que este fenómeno se propaga, pues en quince años el número de salas pasa
de doscientas a seiscientas.
En sus giras, los Meininger llegaron a los países escandinavos y
Rusia. Por su lado, Ibsen ya había entablado contacto con ellos en Alemania,
donde acudió para estudiar su arte.
4.
EL TEATRO NÓRDICO
La escasa tradición del teatro escandinavo se había contentado en
el siglo XIX con las comedias de estudiantes y la aclimatación del vodevil
francés, que florece a partir de 1830 en Copenhague y Estocolmo. En esa
dramaturgia, el teatro de vodevil constituye el primer escaño de la ascensión
realista. A mitad del siglo XIX, se crean dos grandes teatros: la Escena
Nacional de Bergen y el Teatro de Christiana, luego Teatro Nacional de Oslo. La
animación de este último fue confiada primero a Henrik Ibsen, y,
posteriormente, a Bjórnstjerne Bjórnson.
Para su propia instrucción, Ibsen recorrió Europa. A partir de
1864 vivió casi permanentemente fuera de Noruega. En la escritura dramática se
inició con obras de inspiración romántica, y comedias al modo de Scribe. Por su
lado, Bj6rnson admiró particularmente al Musset de las comedias y proverbios.
En la obra de HENRIK IBSEN (1828-1906), la crítica suele hacer
varios apartados. Dejando a un lado sus primeras comedias, tenemos un primer
bloque de dramas poéticos nacionales, como Brand (1866), ataque metafórico a la
falta de solidaridad panescandinava ante la violación prusiana a Dinamarca en
la persona del sacerdote Brand, que, por mantener sus principios, sacrifica a
su mujer y a su hijo; Peer Gynt (1868) es un personaje radicalmente distinto
del anterior, caricatura del genio noruego. La segunda etapa la compone su
época realista, con Casa de muñecas (1879), Espectros (1881), Un enemigo del
pueblo (1882) y El pato salvaje (1884), entre las más conocidas. Finalmente, se
encuentra su etapa simbolista, en la que sobresalen La dama del mar (1888),
Hedda Gabler (1890) y Solness el arquitecto (1892).
Entre los problemas sociales que más le preocupan durante su
segunda época, adquiere gran relieve el de la liberación de la mujer, tema que
le proporciona excelentes desarrollos dramáticos. Se dice que había en ello
razones muy profundas, incluso biográficas, y que el dramaturgo se identifica
frecuentemente con sus protagonistas femeninas. Para Freud, Ibsen era el
escritor más interesante de su tiempo. Pero no conviene limitar el alcance
crítico a este sólo problema. Aplicando las mismas intencionalidades a Ibsen y
a Bjórnson, Maurice Gravier escribirá:
Conservando
siempre el sentido del arte y de la medida, Ibsen y Bjórnson evitan normalmente
proponernos soluciones demasiado concretas. Pero despiertan las conciencias,
hacen salir de su letargo las mentes propensas a satisfacerse fácilmente con
las situaciones adquiridas. Ibsen y Bjórnson viven en una sociedad petrificada,
tiranizada y entristecida por el espíritu pietista. Un vicio quieren denunciar
antes que cualquier otro: la hipocresía. "Vivir según la verdad", ése
es el ideal que Bjórnson propone a los espectadores de sus dramas, mientras que
Ibsen les pide que sigan "la exigencia ideal", que descubran su
vocación y disipen, si es preciso, la "mentira vital". Mas decir la
verdad a un pueblo que se mantiene simple y zafio no es ciertamente nada fácil.
Cualquiera de las obras de Ibsen, y no sólo las de este periodo,
muestra la enorme dosis de autenticidad y de valor para desafiar a los sectores
denunciados. Un enemigo del pueblo puede ser propuesta como el paradigma de
tales denuncias. Por su lado, los estrenos de Ibsen se encargaron de
demostrarlo. Como anécdota podemos citar el enfrentamiento que hubo en Francia
entre dos grandes políticos, Clemenceau y Jean Jaurés, con motivo del estreno
de esa obra. Aunque tuvo mayor eco, en Noruega y en toda Europa, la polémica
suscitada por Casa de muñecas. Hace más de un siglo, el dramaturgo se convirtió
en abanderado del movimiento feminista. La obra propone la dialéctica de estar
a favor o en contra de Nora, la protagonista. Cuando el tema salía a debate,
era difícil contener los nervios. Se dice que en invitaciones y tarjetas de
visita se rogaba abstenerse de hablar de Nora.
Nora es la esposa gentil del abogado Helmer. Para salvar a su
marido de una grave enfermedad, Nora contrae una gran deuda con un acreedor,
viéndose obligada a falsificar su firma para mantener este hecho en secreto. La
buena de Nora va pagando poco a poco dicha deuda sin que el marido sepa nada de
ello. Pero un buen día todo se descubrirá: Helmer quiere despedir del banco, en
el que es director, a un empleado, que resulta ser el acreedor de Nora. Este la
amenaza con el chantaje. Para los esposos ha llegado la hora de la verdad, la
hora de actuar ante la verdad, característica del drama ibseniano. Helmer
aparece ahora frente a Nora como un ser mezquino, al que sólo le interesa su
reputación. A Nora el mundo se le derrumba y todo le parece sin sentido. De
pronto, descubre que aún le queda un asidero para evitar su desesperación: su
libertad. Desoyendo las súplicas del marido, Nora abandona la casa dando un
portazo, que algún comentarista ha conceptuado como el más valiente y
consecuente de toda la historia del teatro.
A Ibsen le preocupaba sobremanera la composición dramática. Muy
superior en ese terreno a los franceses, sus obras sí son modelo de la llamada
piéce bien faite. Sabe administrar el pathos dramático, mantener los
enfrentamientos en su cumbre, emplear el lenguaje y las fórmulas psicológicas
adecuadas. Ese es el secreto de su pervivencia.
Durante su tercer periodo se interesa menos por lo social,
cuidando más la simbología de la obra y su conformación poética.
Otro nombre estelar del teatro nórdico es el del sueco August
Strindberg (1849-1912). Dejando aparte sus inicios, en los que se opone al
drama romántico y a la comedia burguesa importada de Francia, hemos de reseñar
sus dramas naturalistas: El padre (1886), Señorita Julia (1888) y Acreedores
(1888). En ellas ahonda en los detalles del relato, de modo incluso obsesivo, y
en la huella que deja en el alma de los personajes, a veces con insistencia
masoquista. Estaríamos ante una escritura que, partiendo de la observación
minuciosa de la realidad, y de su propia biografía, se nos presenta como el
drama de las obsesiones del yo frente a la realidad.
Pero Strindberg escapa del naturalismo para convertirse en
precursor del expresionismo. A la salida de una grave crisis psíquica y moral,
que dejó reflejada en sus relatos Infierno y Combate con el ángel, el dramaturgo
escribió una extensa obra, Camino de Damasco (1898-1901), en la que las
alucinaciones crean un mundo interior en el cual simbolismo y expresionismo se
han aunado en diversas ocasiones para escenificarlo. Aún se podría decir más
sobre su siguiente obra, El sueño (1902), que cabe conceptuar de precursora del
teatro surrealista, pues el inconsciente liberado se adueña de la escena,
imponiendo sus esquemas incoherentes. Esta obra puede ser considerada
justamente como una de las grandes concepciones del teatro moderno. Artaud y
los surrealistas de entreguerras pensaron en ella como ejemplo ilustrador de
sus propias concepciones dramáticas.
La aportación de Strindberg a la escena fue más allá. A raíz de su
decepción por la ciencia, en la que tanto había confiado -e incluso por la
alquimia, pues había intentado fabricar oro-, se convierte a una fe a caballo
entre el budismo y el cristianismo. Ello explica su concepción simbolista, la
nueva estructura compositiva en la que incluye himnos en latín y desarrollos
litúrgicos en títulos como Adviento o Pascua.
En 1902 fundó en Estocolmo el Intim Teatern. El término íntimo
puede aplicarse tanto a las modestas dimensiones del local, como a la temática
de las obras a las que se destina, o a su modo de representación. En ésta se
procedió a la simplificación de los elementos decorativos para estimular en
todo momento la imaginación del espectador; se preocupó de la creación de
climas psicológicos, particularmente con juegos de iluminación que proyectaban
las sombras de los personajes. Para algunos, esta experiencia del Intim Teatern
podría ser considerada como la cuna del expresionismo. Allí representó sus
piezas íntimas o, como él prefería llamarlas, piezas de cámara, imitando la
expresión musical: Tempestad, La casa quemada, El pelícano y La sonata de los
espectros.
Cabe decir que todo en la obra de Strindberg fue íntimo, en el
sentido de que toda la realidad fue modelada en su interior, en su propia
atormentada biografía. En él están presentes casi todos los desarrollos
dramáticos vanguardistas del siglo XX.
5.
EL TEATRO LIBRE DE ANTOINE
Como hemos indicado al hablar de Zola, las piezas francesas
representadas en París, adaptadas directa o indirectamente de la novela, no
convencieron. Pero las ideas de Zola tampoco cayeron en terreno baldío. Un
aficionado al teatro, ANDRÉ ANTOINE (18581943), por quien pocos habrían
apostado en un principio, quiso crear un teatro donde todo fuese verdadero, tan
real como une tranche de vie (una tajada de vida), expresión que define elocuentemente
su idea de la puesta en escena naturalista. Antoine había estudiado la teoría
naturalista con Taine, y conocía los escritos de Zola. Fue comparsa en la
Comedie Française y asistió al curso de declamación de Lainé. Vivía como
empleado de la Compañía de Gas, formando el grupo galo junto a otros jóvenes
aficionados con la decisión de renovar el teatro. El 30 de marzo de 1887, noche
memorable para el arte escénico, Antoine inauguró su Théátre Libre (Teatro
Libre) en la humilde sala del Elíseo de Montmartre con capacidad para unas
trescientas cincuenta personas. Se representaron cuatro obras breves, una de
ellas Jacques Damour, de Zola, adaptada por Léon Hennique. La visita a
Bruselas, para ver actuar a los Meininger, le confirmó en sus ideas dramáticas.
De lo que fue su labor de dirección en los años que siguen nos da cuenta otro
director importante, Gaston Baty:
Antoine
puso al desnudo todos los artificios de las fórmulas antiguas, arrojó fuera las
complicaciones, los trucos, los golpes efectistas, la ampulosidad, los largos
parlamentos, la verborrea de la pieza de intriga, mostrando la vanidad de las
maquinarias complicadas y las exhibiciones sensacionalistas. La obra
reconstructiva de Antoine creó el gusto por la acción simple, rápida, concisa y
visual, tanto en los gestos como en las actitudes y en las palabras, buscando
sus motivaciones en los caracteres y no en los enredos de la situación,
interpretando las obras sin muletillas, con naturalidad y en medio de un marco
expresivo.
Como puntos fuertes habría que subrayar dentro de su labor de
coherencia, acorde con el realismo impuesto a los medios visuales, la
representación antiteatral, es decir, la técnica de actuar como si no se
estuviese en un teatro, como si entre los actores y el público existiera
realmente una cuarta pared, y uno se encontrase sólo con los otros personajes,
en una situación real de la vida; de ahí que importe poco, contrariamente a las
prescripciones del cuadro plástico, hablar de espaldas, o desde fuera del
escenario visible. Insistió en la labor de conjunto de la compañía, que nunca
debía conformarse con ser una banda de comparsas en torno al primer actor o
vedette de turno. Por estas razones, buscó y estimuló la escritura de obras
nuevas. Se dice que estrenó más de ciento veinte, de cincuenta y un autores, de
los cuales cuarenta y dos eran menores de cuarenta años, la mayoría en un acto
y de fácil representación. Pero no olvidó por ello los grandes nombres
extranjeros, como Tolstoi, Hauptmann o Ibsen.
Por otro lado, cuidó de su público al abaratar las entradas, y se
interesó por el confort de la sala. Concentró la luz en el escenario, dejando a
los espectadores en la oscuridad. Siguiendo a Zola, en escena dio mayor
importancia al ámbito de la acción sobre la acción misma, "porque es el
medio el que determina los movimientos de los personajes, y no los movimientos
de los personajes los que determinan el medio". De ahí que propugnara la
solidez de los elementos escénicos: prefirió los objetos y muebles auténticos,
rechazó los bastidores de tela que imitan la madera, imponiendo que las paredes
y ventanas fuesen realmente practicables y no meramente decorativas. Este
rechazo de las convenciones escenográficas le acarreó las más duras críticas, y
algunos llegaron a caricaturizar sus excesos: se han citado con harta
frecuencia los pedazos de carne auténtica colgados en la escenificación de la
obra Los carniceros, y el desagradable olor que generó a los pocos días; o las
gallinas vivas picoteando por el escenario de La tierra. Pero sería injusto
quedarse en estos ejemplos e ignorar lo mucho que Antoine significaba en su
momento para la evolución del arte teatral, tanto para los que en la fidelidad
reformaron sus ideas, como para los que, desde la oposición a las mismas,
abrieron vías antinaturalistas a la representación escénica. En el mismo París,
esta oposición, tan beneficiosa para la escena, fue encabezada por el citado
Paul Fort y su Teatro del Arte. En los epígrafes finales del presente capítulo
entraremos más a fondo en esta cuestión.
En 1906 Antoine pasó ala dirección del Odeón, en la que se mantuvo
hasta 1914. Después abandonó la dirección teatral para dedicarse al cine, medio
que juzgó verdaderamente expresivo para mostrar la realidad. Como actor y
director impuso también su estilo naturalista a montajes de textos de Zola,
Hugo y Dumas. Con Antoine, tanto en teatro como en cine, se estaba diseñando
netamente la moderna figura del director de escena.
6.
LA "FREIE BUHNE" Y LA CONSOLIDACION DEL TEATRO ALEMÁN
En 1889, el movimiento naturalista alemán funda la Escena Libre
(Freie Bühne), dirigida por Otto Brahn. Brahn reclama para ella la misma verdad
que Antoine proclama en su Teatro Libre. Pero Brahn no quiso experimentar con
actores aficionados y, desde el principio, reclutó actores profesionales. En lo
que al repertorio se refiere supo tomar buena nota de los Meininger y de los
naturalistas franceses. Inició sus representaciones con Ibsen (Espectros), al
que se unirán los nombres de Tolstoi, Zola, Becque y Strindberg. Pero supo
también apostar por los dramaturgos alemanes del momento. Dos nombres quedarán
para la historia del teatro unidos al suyo: Gerhart Hauptmann (1862-1946),
revelado por la Freie Bühne, y Frank Wedekind (1864-1918), al que conoce en el
Deutscher Theater, en 1912.
El segundo estreno de la Freie Bühne fue precisamente una obra de
Hauptmann, Antes del amanecer. En la línea de Zola, el naturalismo de Hauptmann
está también imbuido de un manifiesto socialismo. Este queda especialmente de
relieve en otro conocido texto, Los tejedores, igualmente estrenado en la Freie
Bühne por Otto Brahn. Cuando éste pasó al Deutscher Theater siguió rodeándose
de los mejores actores. Entre ellos se encontraba Max Reinhart, que le sucederá
en la dirección de dicho teatro. Reinhart se convirtió en una de las más
interesantes figuras de la dirección escénica de nuestro siglo, dentro de una
tendencia abiertamente antinaturalista.
Como muchos otros naturalistas, Hauptmann evolucionó hacia el
drama poético y simbolista. Lo mismo le ocurría a Wedekind, que de actor pasó a
consagrarse a la escritura dramática. Su naturalismo se vio pronto teñido de
una extraña y amarga simbología, que exigía puestas en escena cuyo atrevimiento
chocaba muchas veces con la sensibilidad del público de su época: ambientes
marginales y depravados, personajes asociales, prostitutas, criminales,
lesbianas; todo ello con los lenguajes propios de tales personajes y ambientes.
Lo cual le hará engrosar pronto las listas de los repertorios expresionistas. A
Wedekind debe el teatro ese tipo turbio, sincero, morbosamente atractivo,
llamado Lulú, que encontramos en dos de sus mejores creaciones: Gnomo (1895) y
La caja de Pandora (1902).
7.
EL REALISMO RUSO. STANISLAVSKI
En San Petersburgo, un joven entusiasmado por el teatro desde su
infancia contempló admirado a los Meininger en su gira por Rusia. Su nombre era
Constantin Stanislavski (1863-1938). Sus padres construyeron para él dos
teatros: uno en sus propiedades del campo y otro en su casa de Moscú. Todo fue
teatro en la vida de Stanislavski. Los Meininger, a los que citará con
frecuencia a lo largo de su vida, le enseñaron cómo la verdad del poeta, del
dramaturgo, puede convertirse en la verdad hecha vida por los actores.
En Rusia, el terreno estaba abonado cuando los Meininger
aparecieron en su gira. El teatro realista ruso hunde sus raíces en el teatro
de siervos, que cubre el último tercio del siglo XVIII y la primera mitad del
XIX. Catalina II hizo que la nobleza fuera no sólo propietaria de las tierras,
sino también de los campesinos que las trabajaban. Emulando a los reyes
europeos, los grandes señores rusos organizaron sus propias cortes ilustradas,
en las que el teatro constituyó un tipo de ocio frecuente. Cuando en 1861 fue
abolido este régimen de servidumbre, Rusia se encontró con un elenco
impresionante de actores, bailarines, músicos y pintores provenientes de la
servidumbre. Estos actores-siervos, a los que se les había dado instrucción y
que habían representado particularmente el repertorio francés -de Moliére al
vodevil-, comprendieron la necesidad de crear un teatro más conectado con la
realidad rusa, que alguien ha descrito como drama sin las cofias ni los
delantales de las criadas francesas. Durante mucho tiempo, los grandes actores
eran siervos: la Semenova, Matchalov, Chtchepine...
Volviendo a Stanislavski, es memorable la conversación de más de
quince horas que mantuvo con Vladimir Dantchenko, autor y profesor de arte
dramático en Moscú. Se cree que ello fue el origen de la nueva época realista
que coincide con la creación, en 1898, del Teatro de Arte de Moscú. Este
teatro, gracias a un mecenas entusiasta, Morozov, dispuso pronto de un moderno
edificio, bien dotado, en el que los actores disponían por primera vez de
confortables camerinos y de un salón-biblioteca. Todo estaba preparado para
iniciar la aventura. El Teatro de Arte contaba con actores, directores y
técnicos. Stanislavski pensó, no obstante, que faltaba el elemento esencial:
los poetas, como él gustaba llamar a los dramaturgos. Fue Dantchenko quien
propuso un nombre: Chejov. Anton Chejov era ya un dramaturgo conocido que había
fracasado con La gaviota, en 1896, en el Treatro Alexandrine de San
Petersburgo. Pero ése fue el reto de Stanislavski-Dantchenko: empezar con una
obra tildada de decadente. En 1898, el Teatro de Arte invitó al público
moscovita a contemplar una nueva versión de La gaviota. Se dice que
Stanislavski consiguió que el corazón hablara, que el silencio fuera elocuente,
que a los espectadores llegase la suave melancolía, aquella resignación tan
rusa de los personajes; todo un éxito que convirtió a La gaviota en símbolo del
Teatro de Arte de Moscú y del teatro ruso moderno.
Según el método psicológico-realista de Stanislavski, el actor
debe reflejar los sentimientos que, en una situación dada, pueden experimentar
sus personajes en razón del grado de conocimiento y de compromiso que les
vinculen a dicha situación. Todo esto es lo que el actor, ayudado por su
director, debe reconstruir para apropiárselo. Así, comentando años más tarde la
interpretación de Hamlet -obra que conceptúa como la más grande de la historia
del teatro-, exige que el actor que represente al protagonista conozca los
impulsos vitales que animan al personaje. Ello no debe implicar una
interpretación monocorde, pues aunque tal conocimiento dé la tónica al actor,
éste modificará su expresión según los estímulos que le lleguen desde las
circunstancias de la acción, desde los otros personajes con los que se
enfrenta, de acuerdo siempre con el conocimiento progresivo que de los demás
personajes y de sí mismo vaya adquiriendo a medida que avanza la
representación. El método Stanislavski, considerado como el método por
antonomasia en el mundo del teatro, tiene como finalidad ahondar en las leyes
ocultas del proceso creador, intentando, a través de una práctica asidua,
formularlas del modo más objetivo posible.
Para el actor ruso los textos de su propia dramática debían ser,
en un principio, los más adecuados, ya que hablaban de su realidad. Tras el
éxito de La gaviota en el Teatro de Arte, Stanislavski y Dantchenko suplicaron
a Chejov que siguiera escribiendo para el teatro. Chejov les entregó tres
nuevas obras, que siguen actualmente vivas: Tío Vania, iniciada en 1896 y
terminada en 1899, Las tres hermanas (1901) y El jardín de los cerezos (1904).
El éxito de estos textos les llevó a desempolvar otras anteriores, breves en su
mayoría, que Chejov había escrito hacía diez años, con algunos elementos de
farsa y de melodrama: El oso (1888), El canto del cisne (1888), La petición de
mano (1889), Tatiana Repín (1889), El aniversario (1891), etc. Por desgracia
para el teatro, cuando Chejov se encontraba en plena euforia creativa, con un
gusto exquisito por la escena, murió de una afección pulmonar en 1904.
Cabe evocar en este epígrafe a otros dramaturgos rusos. Leónidas
Andreiev (1871-1919) se inicia en una línea realista que pronto recarga de
símbolos. Lo propiamente ruso se mezcla con otras dramaturgias -Maeterlink en
particular- y acusa influencias de concepciones vitales -Schopenhauer y
Nietzsche, sobre todo. Como en Dostoievski, sus personajes se debaten entre la
inseguridad, la angustia y el impulso de la muerte. Pero Andreiev escapa
incluso al primer simbolismo para anunciar otras tentativas, como la del
absurdo.
Máximo Gorki (1868-1936) muestra un realismo más constante, más
palmario, en el que los problemas y las reivindicaciones sociales lo acercan a
veces a lo revolucionario. Los pequeños burgueses (1901) y Los bajos fondos
(1902), estrenadas por el Teatro de Arte de Moscú, responden a estas
inquietudes. Gorki luchó por la revolución, colaboró con el régimen leninista,
aunque por diferencias ideológicas y pragmáticas dejó Rusia en 1921.
La vía realista de todos estos autores había sido preparada por
otros creadores a lo largo del siglo XIX. Entre ellos hemos de citar a Nicolai
Gogol (1809-1852), Alejandro Ostrovski (1823-1886) e Iván Turgueniev
(1818-1883). Gogol abogó desde sus inicios por un teatro autóctono ruso.
"¿Qué tenemos nosotros que ver con los franceses y todas esas gentes
exóticas? Que se nos dé algo ruso", reclamaba. El inspector (1836), es una
sátira de la Rusia zarista; una dramatización de su novela Almas muertas fue
representada mucho más tarde por el Teatro de Arte de Moscú. En Turgueniev
vemos ya prefigurado el tono chejoviano, sobre todo en Insolvencia (1849) y en
Un mes en el campo (1850). De Ostrovski hay que señalar su gran labor en el
Teatro Malí de Moscú, y el breve periodo, hasta su muerte, como director del
Teatro Imperial y de la Escuela Dramática. Entre sus obras destacan La tormenta
(1860) y El bosque (1872).
8.
DE DUBLIN A LONDRES: ACTORES Y DRAMATURGOS IRLANDESES
La creación del Teatro Independiente de Londres en 1891,
constituye otro intento de trasladar a Inglaterra la experiencia del Teatro
Libre de Antoine. Todo se debió al entusiasmo puesto en la empresa por J. T.
Grein. Grein siguió el camino de franceses y alemanes al elegir para sus
primeros estrenos a Ibsen (Espectros) y Zola (Teresa Raquín). El Teatro
Independiente tuvo también su dramaturgo: BERNARD SHAW (1856-1950), que estrenó
en 1892 Casa de viudos, escrita un año antes. A esta feliz circunstancia
debemos que Shaw, entusiasta estudioso de Ibsen, siguiese escribiendo para el
teatro comedias realistas, de gran agilidad de diálogo, provistas todas ellas
de una buena dosis de carga crítica hacia injusticias, hipocresías y tabúes de
la burguesía inglesa. Esta tendencia ha hecho que se le compare con otro
dramaturgo, igualmente de origen irlandés: Oscar Wilde, poeta maldito para la
sociedad puritana de Londres, a la que llegó a conocer como nadie en su
interior.
Pese a su declarado fervor ibseniano, y pese a sus manifiestos
propósitos críticos, Shaw rebaja el tono realista para ofrecernos comedias
-algunas de tono tragicómico- en las que lo hiriente no va reñido con un
diálogo de fino y soterrado ingenio o manifiesto humor. De sus primeras obras,
que dividió de modo curioso en comedias agradables, comedias desagradables y
comedias para puritanos, hemos de destacar Cándida, y entre las últimas, La
conversión del capitán Brassbourd. Con posterioridad a esta etapa, Shaw
frecuentará la escritura dramática asumiendo la superación del naturalismo,
aunque sin dejar de ser él mismo en ningún momento. Subrayemos su conocido
Pigmalión (1913) y Santa Juana (1923), una de las grandes construcciones
dramáticas de este siglo.
Por su lado, Óscar Wilde (1856-1900) alterna, en la última década
del siglo XIX, la escritura simbolista y la comedia de costumbres que, sin
duda, podemos incluir en el realismo. Su origen -idolatraba a su madre, de
origen italiano-, formación -estudios en Dublín y Oxford, simpatizando con el
Romanticismo y Simbolismo franceses-, su psiquismo -excéntrico, snob,
homosexual-, su conocimiento directo de la alta sociedad puritana londinense
-las grandes damas se lo disputaban como la mayor atracción de sus salones, en
los que era el invitado más ocurrente y divertido- hicieron posible obras
poéticas como La duquesa de Par,," (1891) o Salomé (1984) -escrita para
Sara Bernhardt-, así como las comedias finas y bien construidas El abanico de
Lady Windermere (1892) y La importancia de llamarse Ernesto (1895).
Estos dos dramaturgos irlandeses universales no fueron, sin
embargo, los propulsores del notable movimiento escénico de este país en el
periodo que nos ocupa. El verdadero advenimiento teatral irlandés girará en
torno a dos figuras: el poeta William B. Yeats y la emprendedora Lady Gregory.
Todo partió de la institución de Dublín conocida como el Teatro literario
inglés. Poco después, en 1901, actores ingleses e irlandeses se unieron a Yeats
y Lady Gregory y constituyeron el Teatro Nacional Irlandés. Si en un principio
todo parecía indicar el nacimiento de un teatro poético, muy pronto los
hermanos Fay, que se encargaron de la dirección, juzgaron conveniente seguir
los consejos de Antoine. La adopción del estilo naturalista, teñido de humor y
de poesía, pareció sin duda la fórmula adecuada si tenemos en cuenta la
propuesta inicial del Grupo: mostrar, de modo costumbrista, la realidad social
y cultural de Irlanda, sin excluir las reivindicaciones de tipo patriótico
dirigidas sin paliativos contra la corona británica.
Miss Horniman, una entusiasta del arte escénico de los actores
irlandeses, les ofreció como sede el Teatro de la Abadía de Londres. Todas
estas circunstancias, en especial su sentido nacionalista, hicieron que actores
irlandeses e incluso ingleses valoraran este grupo, así como los dramaturgos
irlandeses. De estos últimos hemos de mencionar a O'Casey y a Synge. Sean
O’Casey (1884-1964) participó durante esos años de la poética naturalista,
reivindicando la protesta proletaria irlandesa, la independencia y unidad de su
país, en definitiva, la lucha por la libertad. A lo largo de su carrera,
O'Casey siguió fiel a esta temática, aunque, tras la Primera Guerra Mundial,
derivó hacia una poética que incluía elementos simbolistas y expresionistas que
le valieron el rechazo del Teatro de la Abadía. John M. Singe (1871-1909)
poseía una gran formación artística. Pronto se instaló en París, donde entró en
contacto con Yeats, quien le aconsejó, felizmente para el teatro, que volviera
a su tierra irlandesa y conviviese con los campesinos a fin de estudiar sus
costumbres, lenguajes y problemas. Así lo hizo Singe. Pero-en él habla sobre
todo un poeta, más que un novelista al estilo de Balzac, a quien estas pruebas
de conocimiento de la realidad eran enteramente necesarias. En Synge, las
leyendas, mitos y usos populares irlandeses, unidas a las técnicas dramáticas
modernas, justifican para su teatro - y para el teatro irlandés de sus
compañeros - la denominación de poético-realista, aunque quizá también la de
realista
simbolista. Señalemos, en esta Iínea, Jinetes hacia el mar (1903)
y El héroe del mundo occidental (1907), que se considera su obra maestra.
En 1911, los irlandeses, que en Londres y en Europa eran
reconocidos ya como el mejor grupo teatral de expresión inglesa, cruzaron el
Atlántico para mostrar su arte en los Estados Unidos de América.
9.
EL REALISMO DRAMÁTICO EN LOS ESTADOS UNIDOS
Aunque el teatro en América del Norte era tan antiguo como la
misma colonización que lo importó, la aparición de una dramaturgia propiamente
autóctona se sitúa en torno a la Guerra de Secesión. La Guerra Civil
proporcionó multitud de relatos que, contados sobre las tablas, no disimulaban
un halo romántico algo trasnochado. Por otro lado, la infraestructura teatral a
principio del siglo XX. era considerable. Echando mano del propio estilo de los
cómputos americanos, ofrecemos estas cifras dadas por los historiadores: cinco
mil salas de teatro en todo el país, con una capacidad superior a los cinco
millones de localidades. El tren hacía posible los necesarios desplazamientos
de los actores para cubrir tan extensa geografía. En las ciudades más
importantes había de quince a veinte locales de teatro. Por su parte, las
universidades empiezan a tomarse en serio este arte. Hay un nombre que citar al
respecto: George Pierce Baker, profesor de Harvard. Según él, las obras
dramáticas deben ser estudiadas en laboratorios. En teatro, el laboratorio es
el escenario. Entre los discípulos de Baker se encontraba un joven que se
convertirá en el dramaturgo iniciador y propulsor del moderno teatro americano:
Eugene O’Neill (1888-1953).
En Nueva York florecieron algunos grupos importantes de jóvenes
actores y dramaturgos ansiosos por emular lo que ocurría en Europa. Uno de
estos grupos, los Provincentown Player, pasarán a la historia del teatro por
haber lanzado al joven O'Neill con Rumbo a Cardiff (1916). A éste seguirán
otros estrenos memorables, como los de El emperador Jones (1920) y El mono
peludo (1922). La fama lo llevó a Broadway, donde obtuvo sus más resonados
éxitos gracias, sin duda, a su talento para construir dramas, aunque también, y
en buena medida, a las magníficas escenografías de Edmund Jones en El deseo
bajo los olmos y A Electra le sienta bien el luto. Las fechas de los estrenos
de estas obras, principio de los años 30, a los que debemos añadir el de Largo
viaje hacia la noche, en 1940, ponen de manifiesto el retraso del realismo
dramático americano en relación con el europeo.
Sin embargo, no es O'Neill un epígono de las corrientes realistas
del viejo continente. Es cierto que los actores irlandeses enseñaron mucho en
los Estados Unidos, incluso al propio O'Neill. Pero hemos de recordar
igualmente que su repertorio e interpretación ya suponían una variación con
respecto a los movimientos europeos de finales del siglo XIX, a pesar de
inspirarse en ellos. Para entender el fenómeno O'Neill hemos de tener en cuenta
su gran conocimiento tanto del mundo teatral como de su público, pues no en
vano es hijo de un gran actor, hecho que le hace viajar con la familia por todo
el país, y conocer la profesión desde los bastidores. Añadamos a eso su
admiración y estudio de la tragedia griega, iniciada con el profesor Baker, y
que influye manifiestamente en su obra, según sus críticos; también
condicionaron su obra el conocimiento de la vida americana, de sus
frustraciones y deseos, así como su rica y accidentada biografía (madre depresiva
que es preciso internar y mantener con alucinógenos, sus tres matrimonios,
etc.).
No se deben medir con el mismo parámetro todas las piezas de
O'Neill. Es preciso evitar la tentación generalizadora a la hora de enfocar su
comentario o proyectar su puesta en escena. Si es cierto que su teatro arranca
del naturalismo, también lo es que éste evoluciona hacia tendencias muy
diversas: expresionismo, simbolismo, psicologismo. Se puede decir que el
realismo psicológico va a caracterizar buena parte del teatro americano
posterior a O'Neill. Es notable su influencia, junto con la de grandes autores
europeos, como Ibsen y Strindberg, en dramaturgos como Tennessee Williams y
Arthur Miller. El primero es autor de piezas tan conocidas como Un tranvía
llamado deseo (1947) y La gata sobre el tejado de cinc caliente (1955), pero
también de otras menores, y menos representadas -muchas de ellas situadas en el
barrio francés de Nueva Orleáns-, que constituyen un buen exponente de ese
absurdo a la americana que de los hermanos Marx nos lleva a la más reciente y
genial novela de T. Kennedy, La conjura de los necios. Miller, que con su
fórmula realista presenta una producción más monótona y monocorde, nos ha
dejado títulos memorables como Todos eran mis hijos (1947), La muerte de un
viajante (1949) y Las brujas de Salem (1953).
Otros nombres que completan la lista de dramaturgos
norteamericanos son William Saroyan, Arthur Laurents, William Inge, Robert
Sherwood, Clifford Odest... Ocurre con frecuencia en la historia del teatro,
que los autores surgen cuando las condiciones de la escena les son favorables.
En este sentido, a los citados habría que relacionarlos con el llamado Group
Theatre, fundado en Nueva York en 1931 por Harold Clarman, Lee Strasberg y
Cheryl Crawford. Este grupo contó con un elenco de buenos actores, entre los
que hemos de citar a John Gorfield, Stella Adler, Elia Kazan y M. Carnowsky. El
Group Theatre adoptó el método Stanislavski, con las sugerencias y adiciones de
Strasberg, su más dinámico director. Tras la disolución del Group Theatre en
1941, Strasberg continuó con su labor de dirección y de enseñanza de actores,
para lo que fundó, en 1947, el famoso Actor's Studio. El teatro y el cine
americano, de tendencias psicologistas y realistas, tiene, desde esos años, una
deuda inmensa con Strasberg y, por su mediación, con Stanislavski y su método.
10.
LA PRIMERA GRAN CONTESTACIÓN AL REALISMO: ALFRED JARRY
No tardaría mucho en aparecer la primera gran contestación al
realismo de las últimas décadas del siglo XIX. Paul Fort y, sobre todo,
Lugné-Poe exageraron la reacción, llegando el segundo a auténticas ceremonias
de recitados altisonantes que, sin embargo, evolucionaron hacia un
"realismo mitigado". La principal destrucción de la norma imperante,
desde el texto dramático propiamente dicho, fue debida a un joven alumno de
enseñanza media, llamado Alfred Jarry (1873-1907). A la edad de dieciséis años
escribió una obra que, en su primera versión, era un teatro de marionetas, de
ahí la carga caricaturesca y el carácter de farsa de los personajes, sus tics,
lenguajes, gestos y poses. El texto, llamado inicialmente Los Polacos, será
pronto su universalmente conocido Ubú rey. Se ha dicho que con Ubú rey se
inicia el surrealismo y otros intentos vanguardistas del siglo XX., como el
absurdo, particularmente el de Ionesco. No hace falta ser muy perspicaces ni
conocer su origen para ver que Jarry se está riendo de sus criaturas, ante todo
del protagonista, el Pére Ubú, o tío Ubú, como quizá haya que traducirlo. Pero se
mofa también de su mujer, la tía Ubú, así como de los ambientes y lenguajes que
se incluyen en la obra, de las historias y relatos que en ella se ironizan, del
propio teatro trágico, con sus héroes, reyes, intrigas, conflictos ridículos,
ambiciones e incultura. Esta risa destructiva y grotesca no era la risa de la
comedia o del vodevil, siempre controladas por el buen gusto y la moderación
exigidos por el público teatral. En el fondo, Jarry se está riendo del propio
teatro. Para Oliver Walzer, en Ubú rey, como luego en el teatro dadá, se
produce una voluntad de ruptura, de querer sorprender y provocar, de lanzar el
lenguaje teatral por las aventuras menos controladas y hacer saltar en pedazos
los castillos del sueño, de lo maravilloso y del humor. Ubú rey representa,
desde esta perspectiva, algo nuevo, un comienzo absoluto. Es la primera brecha
abierta en la concepción del teatro tradicional en nombre de lo absurdo, de lo
irrisorio e irracional.
Ubú, antiguo rey de Aragón y capitán de dragones de Polonia, es
representado como un obeso fanfarrón. Su mujer, la tía Ubú, lo empuja a
destronar al rey Wenceslao para enriquecerse. Así lo hace Ubú. Acto seguido
apremia a los nobles y a los financieros con una energía que deja atónita a la
propia tía Ubú. Pero Ubú será echado del trono por Bougrelas, hijo del rey
destronado, que cuenta para ello con el apoyo del zar de Rusia. Por su enorme
barrigón, por sus juramentos y tacos, entre ellos ese merde (mierda) que tanto
escandalizó en su estreno, este personaje burlesco, tirano, tonto y cruel se
gana un lugar en la mitología dramática. Por su parte, la historia del siglo
XX. se ha encargado, por desgracia, de mostrárnoslo repetidas veces en la
realidad.
Jarry tomó el tema de las humoradas de sus compañeros del Liceo de
Rennes, que tenían como blanco a un ridículo profesor de física, llamado
Monsieur Hébert. A éste lo convirtieron en personaje de letrillas y héroe de
una canción de gesta grotesca, a la que todos iban añadiendo hazañas. Del
traslado de parte de esa gesta a la farsa Los polacos partió Jarry, que
representó la pieza con sus compañeros, en una especie de ritual privado. Era
1889. Años más tarde, en París, Jarry se convirtió en secretario de Lugné-Poe,
a quien persuadió para que montara Ubú rey, convertida en comedia dramática en
cinco actos. El estreno tuvo lugar el 10 de diciembre de 1896, con el actor
Firmin Gemier en el papel protagonista. El escándalo fue inenarrable.
Algunos otros hitos se pueden señalar en la Francia finisecular o
de los inicios del siglo XX., como Las tetas de Tiresias, de Apollinaire,
representada en 1917, o Las impresiones de África, de Rousell. Con ello
llegamos a los intentos del teatro dadaísta que, a su modo, pretendía destruir
la escena, aunque todo quedara en unas veladas encaminadas a provocar al
público, a irritarle o a tomarle descaradamente el pelo.
11.
ADOLPHE APPIA Y GORDON CRAIG
No todos los grandes hombres de teatro durante el realismo fueron
realistas. El teatro no podía cerrarse a una imitación más o menos pasiva de la
realidad, en tanto que imitación, y había que iniciar el camino de aproximación
a esa realidad, dentro de su propio contexto, como hecho mutable. El suizo
Appia y el inglés Craig, a quienes ya aludimos en el capítulo anterior al
tratar de la escenografía simbolista, se situaron en el frente de lucha que
tenía como objetivo el hacer un teatro teatral, un teatro cuyo punto de partida
fuera esa convencionalidad innata que desdeñara Zola.
Adolphe Appia (1862-1928) fue uno de los grandes renovadores del
teatro, a partir de sus trabajos sobre la música escénica, sobre todo en el
drama wagneriano. Había estudiado música en Ginebra y Leipzig. Precisamente su
libro más importante se titula La música y la puesta en escena, comenzado en
1892, con primera edición (Munich, 1899) ilustrada con dibujos del propio
autor. Los bocetos de sus "espacios rítmicos" los inició en 1909.
Curiosamente, Appia no es un creador prolífico. Sus más importantes
aportaciones vinieron de diseños de ópera. En este sentido, ha sido más interesante
la influencia que generó, que su propio trabajo.
La estética de Appia se dirige a reforzar la acción dramática a
través de la escena simbolista, apartándose totalmente del naturalismo. Para
ello manejó con especial énfasis la luminotecnia (la "luz viva" que
decía, mutable además), utilizando las nuevas posibilidades de la electricidad;
rompió con el viejo escenario a la italiana, sustituyendo el decorado de tela
por construcciones corpóreas y practicables, en donde el juego del actor, su
movimiento corporal, tendría una importancia básica ("la puesta en escena
es un cuadro que se compone en el tiempo"). En sus diseños, Appia colocaba
a los actores en lugares distintos según cada escena, siempre con sus
correspondientes cambios de luz. Era la primera vez que se producía el
razonamiento de la puesta en escena, como algo vivo y cambiante. Asimismo, sus
esfuerzos buscaron la integración de la música en el teatro.
Gordon Craig (1872-1966) es el otro gran hombre de teatro de entre
siglos. Actor primero, su labor como director, escenógrafo y teórico, dejaron
decisiva huella en el desarrollo de la escena imaginativa y antinaturalista. El
Arte del Teatro (1905) fue su primer \ más importante ensayo. Para él, la
esencia del arte teatral está en proporcionar valor dramático a la línea y al
color con el movimiento. "Si admitimos que el hombre de carne y hueso se
exprese por medio de gestos realistas, ¿por qué no aceptar también que la
realidad escénica pueda soportar una pantomima realista?", afirma Craig.
De sobra es conocida su relación artística y sentimental con Isadora Duncan,
famosa por sus alardes con el cuerpo en la danza moderna.
De 1908 a 1929 publica la revista The Ma.rk, donde escribe
artículos con más de setenta seudónimos. En ella aporta, además de ensayos
sobre historia del teatro, estudios sobre aspectos rituales de la escena, que
se sitúan más cerca del teatro griego y el Noh japonés, que de la literatura
dramática y el realismo. Su encuentro con Appia (Zurich, 1914) hizo más
identificable la trayectoria de ambos. Como el teórico suizo, Craig se fija en
el espacio, las luces y el ritmo. Renuncia a las bambalinas y telones pintados
en beneficio de estructuras tridimensionales. Inventa pequeños y móviles
biombos para sustituir la función del escenario habitual; así presentó un
Hamlet (1912) en el Teatro de Arte de Moscú, a requerimiento de Stanislavski.
Al igual que Appia, los trabajos prácticos de Craig fueron muy escasos, en
comparación con sus escritos.
TEXTOS
... El decorado del XVIII le iba de maravilla a los personajes del
teatro de la época; a dicho decorado, como a sus personajes, les faltaban las
particularidades; por ello se mostraba amplio, difuminado, perfectamente
adecuado al desarrollo de la teórica y a la pintura de héroes sobrehumanos. De
modo que, para mí, constituye un sinsentido volver a representar hoy las
tragedias de Racine con gran brillo de vestuarios y de decorados [...].
Hemos contado con las tragedias de Voltaire, en las que el
decorado ya desempeñaba su papel; luego con los dramas románticos que
inventaron el decorado fantástico y obtuvieron de él los mayores efectos
posibles; hemos contado más tarde con los bailes de Scribe, ejecutados ante un
fondo de salón... En estos momentos, el decorado exacto es consecuencia de la
necesidad de realidad que nos atormenta. Es inevitable que el teatro ceda a
este impulso, en esta época en la que la novela en sí no es otra cosa que una
encuesta universal, un proceso verbal alzado a cada hecho. Nuestros personajes
modernos, individualizados, actuantes bajo el imperio de las influencias que
los rodean, viviendo nuestra vida en el escenario, resultarían completamente
ridículos en el decorado del siglo XVII.
¿Cómo no advertir el interés que un decorado exacto añade a la
acción? Un decorado exacto, un salón, por ejemplo, con sus muebles, sus
jardineras, sus baratijas, muestra de inmediato una situación, dice el mundo en
el que estamos, expone los hábitos de los personajes [...]. Soy consciente de
que, para apreciar todo esto, hay que sentir a los actores vivir la obra en vez
de figurarla. El procedimiento es sensiblemente distinto. Scribe, por ejemplo,
no tiene necesidad de ambientes reales porque sus personajes son personajes de
cartón. Yo hablo de decorado exacto para aquellas obras en las que haya
personajes de carne y hueso, que lleven con ellos el aire que respiran.
Un crítico ha dicho con mucha sagacidad: "En otro tiempo,
personajes verdaderos se movían ante decorados falsos; hoy, los personajes
falsos se mueven ante decorados verdaderos" [...]. La evolución
naturalista en el teatro ha comenzado fatalmente por el
lado material. Era lo más cómodo... Porque cambiar los personajes
falsos por personajes verdaderos es más difícil que transformar los bastidores
y los telones [...]. Un escritor vendrá, no lo dudemos, que pondrá por fin en
escena personajes verdaderos en decorados verdaderos. Entonces lo entenderemos
todo.
(EMILE ZOLA, El Naturalismo en el teatro.)
No hay papeles pequeños, sólo hay actores pequeños. Hamlet hoy,
figurante mañana, servidor del arte siempre... El actor, el pintor, el
atrezzista, el tramoyista, tienen una misma finalidad: la de servir al poeta...
Inexactitud, pereza, caprichos, nervios, papeles mal aprendidos, necesidad de
que el jefe repita varias veces lo mismo... He aquí algunas de las trabas que
deben desaparecer [...].
He probado por todas las vías y con todos los medios. He pagado mi
tributo a todas las modalidades de la puesta en escena: realista, histórica,
simbólica, ideológica. He estudiado las corrientes y los principios más
diversos: realismo, naturalismo, futurismo, arquitectura, estatuaria,
estilización por medio de colgaduras, biombos, tules y efectos de iluminación.
Y he llegado a la convicción de que ninguno de esos medios le crea al actor el
fondo que reclama su arte. El único soberano de la escena es el actor de
talento.
(Extractos de STANISLAVSKI.)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario