El teatro en el siglo XVIII
I. Panorama general de la escena europea en
el Siglo XVIII
1. La escena en Francia
2. La situación en Italia
3. El teatro inglés
4. Las teorías alemanas
II. El neoclasicismo teatral español
1. Ilustración y Reforma del teatro español
2. La prohibición de los Autos Sacramentales
3. Vida teatral española en el Siglo XVIII
Textos
I. PANORAMA GENERAL DE LA ESCENA EUROPEA EN EL SIGLO XVIII
El siglo XVIII encuentra su género escénico
peculiar en el drama, que ocupa un espacio entre la tragedia y la comedia
tradicionales. El desarrollo de la puesta en escena aporta aspectos realistas
al teatro, al tiempo que las inquietudes contemporáneas se expresan mediante
técnicas que tienden a una mayor naturalidad en la interpretación y en la
presentación escénicas. Esa tendencia al realismo exige solidez en los textos,
y halla su mejor acomodo en la utilización de la bocaescena, que estrecha el
contacto entre el espectador y los actores.
A lo largo del siglo XVIII nos encontramos
ante la pretensión de hacer evolucionar el espectáculo cortesano y
aristocrático hacia otros modos, de tonos más populares, que reflejen en escena
los problemas de las masas, con el fin de conseguir que el gran público
frecuente las salas de teatro. Es en ese momento cuando el organizador de
espectáculos pasa a ser un auténtico director de escena, aunque éste otorgara
el máximo protagonismo al actor. Ese nuevo director artístico pudo montar de
manera totalmente original los materiales escénicos, integrándolos en un orden
teatral nuevo. En definitiva, se ofreció una interpretación distinta del
hombre, del mundo y de la historia. El actor, mientras tanto, cultivó su
personalidad, erigiéndose poco a poco en protagonista del hecho escénico
llegándosele incluso a sacralizar.
El teatro cruzaba el siglo bajo la influencia
del espectacular desarrollo que había experimentado en el anterior. No pocas
confesiones del momento documentan el espíritu decadente del mismo. Ya no había
ingenios -se decía en España-, y fuera de nuestro país, Shakespeare y Moliére
no habían encontrado continuadores de su talla. Sin embargo, desde Francia e
Italia se dejaban oír voces que se rebelaban contra esa decadencia.
1. LA ESCENA EN FRANCIA
En Francia, en donde las corrientes italianas
habían llegado a una plena adaptación, nos encontramos con una sistematización
estética del teatro, a partir del enfoque que a la práctica escénica había dado
François Riccoboni. Su L'art du théatre ayudó no poco a estimar la categoría
artística del hecho escénico. Su descendiente, Louis Riccoboni, llegó a
sistematizar la Commedia dell'Arte italiana, dividiéndola en tres jornadas y
estructurando el canovaccio para que suceda en un día, al tiempo que da un
tratamiento moralista y pudoroso a la fábula. Similares matices impone a la
tragedia, que incluso debe "abastecer a la corrección de las
costumbres", según nos dice en su obra De la réformation du théátre.
Las ideas básicas de Aristóteles son
recuperadas en los planteamientos de Diderot, como sucede en el espíritu de la
totalidad de los preceptistas franceses. En su Paradoxe sur le comédien (1773)
toma como punto de partida de sus teorías el propio arte del actor, pues para
él, la declamación no es una disciplina subsidiaria. Diderot manifiesta una
superior consideración del actor: "Nada pasa en escena exactamente como en
la naturaleza." La paradoja del comediante consiste en representar todos
los papeles sin dejarse llevar psicológicamente por ninguno, pues ello sería
desastroso para su propio equilibrio psíquico.
Entre los dramaturgos de este siglo hemos de
señalar al propio Diderot, particularmente por su drama Le fils naturel (El
hijo natural), así como a Marivaux, Beaumarchais y Voltaire.
Marivaux (1688-1763)
no podrá, en un principio, escapar al clasicismo francés. Un título como La
escuela de las madres nos está recordando elocuentemente a Moliére. Pero pronto
abandonará la farsa francesa para adoptar más bien las técnicas de la Commedia
dell'Arte, y sus obras se acomodarán a los repartos del teatro italiano. De
hecho, fue la Comédie italienne la que estrenó la mayor parte de sus obras en
París: Arlequín pulido por el amor (1720), El juego del amor y del azar (1730),
Las falsas confidencias r (1730)... La relación con lo italiano lo enriquece
con sus cuadros fantásticos, al modo de las comedias mágicas de Shakespeare en
las que una o dos parejas de enamorados y de criados, un padre bonachón y una
madre tirana muestran sus refinados comportamientos en un marco de ensueño, a
través de un lenguaje y unas poses elegantes, aunque sin caer en la pedantería
de las preciosas ridiculizadas en el siglo XVII. Todo esto constituye la noción
de marivaudaje adoptada por el diccionario francés, que influirá en Musset y,
más adelante y con toda probabilidad, también en Giraudoux.
Beaumarchais (1732-1799) nos acerca a la sensibilidad del último tercio del siglo
XVIII. Si, en un principio, se rebeló contra los clásicos, hay que decir que el
saber de sus predecesores franceses y de la comedia italiana están presentes,
actualizados ideológica y formalmente, en sus dos mejores obras, El barbero de
Sevilla (1775) y Las bodas de Fígaro (1778). Se ha llegado a decir que estos títulos
prefiguran la Revolución Francesa; que el monólogo de Fígaro en el acto V del
segundo de estos dramas anuncia el asalto a los privilegios de la nobleza; o
que la victoria de la pareja de criados anticipa la próxima victoria del pueblo
-el tercer Estado.
Beaumarchais, que después de estas obras
vuelve a la comedia lacrimógena que defendiera en sus inicios, puede igualmente
ser considerado como un predecesor del melodrama, del que nos ocuparemos en el
próximo capítulo.
Por su lado, Voltaire (1694-1778) -que en algún momento llega a tratar a
Shakespeare de bárbaro, a Corneille de poco atrevido, y a Racine de casi
perfecto, dentro del respeto a las reglas - dotó a la tragedia de nuevos
horizontes, temas y personajes; enriqueció considerablemente la puesta en
escena y la escenografía; ideó cuadros pomposos, momentos de terror y de
sospecha, apariciones fantásticas, reconocimientos, quid pro quo... elementos y
recursos que desviaron la composición trágica hacia el drama romántico francés.
Sus títulos son de por sí harto elocuentes a este respecto: Zaira, El huérfano
de China, Adelaida de Guesclín, Semíramis... La fama de que gozó en su tiempo y
en el siglo XIX, ha dejado paso -tras el cambio de gustos y de estéticas a
finales del XIX- a un total y comprensible olvido en el s.f. Ocasionalmente, al
teatro moderno le han interesado, más que sus obras teatrales, sus relatos,
alguna vez adaptados a la escena (Cándido entre ellos).
2. LA SITUACIÓN EN ITALIA
En Italia, el género melodramático gana
esplendor al consolidarse como ópera. Milizia, entre otros, reclama el auxilio
de los géneros dramáticos propiamente dichos. Recaba nuevos planteamientos
desde la práctica escénica, con los que avanza una teorética reformista,
inmediata a las valoraciones estético-éticas de las preceptivas clasicistas
francesas, con las que se identifica al definir el objeto del teatro:
Esos efectos, placenteros y útiles, siempre unidos, amalgamados entre sí,
forman el objeto del teatro. Objeto máximo, que consiste en la moral dispuesta
agradablemente en acciones para incitar y animar a los espectadores a la
virtud.
En los aspectos técnicos, el criterio de
fidelidad a la razón impulsa la escenografía por las vías que había
desarrollado Bibbiena y que enmarcan el escenario en auténticos cuadros
pictóricos, en los que la ilusión de las líneas de fuga crea toda clase de
juegos de tramoya. La matemática óptica es la solución científica que resuelve
los problemas de la perspectiva angular.
Pietro TraspassiI (1698-1782), llamado Metastasio, es uno de los más
significativos autores de melodramas de la Italia dieciochesca, sobre todo en
la vertiente ilustrada o erudita. Metastasio nos deja obras de notable aparato
escénico, grandilocuentes y rimbombantes, pero escasas en contenido. Dido
abandonada, Semíramis, La clemencia de Tito son quizá los títulos más famosos.
Pero la figura italiana por excelencia,
dentro del siglo XVIII, es Carlo Goldoni
(1707-1793), tanto en su vertiente práctica como teórica. Buen creador de
caracteres, sus máximos logros los consigue con la conjunción de diferentes
tipos de personajes; es un perfecto pintor de ambientes, nunca exentos de una
fina sátira, dentro del espíritu moralizante del siglo. En ello, el dramatugo
veneciano sigue las máximas del clasicismo griego: "La comedia se inventó
para corregir vicios y poner en ridículo las malas costumbres; y cuando la
comedia de los antiguos se hacía de esta manera, todo el pueblo decidía."
Goldoni fue un autor prolífico, con textos que han pasado a los repertorios de
los más importantes teatros. La posadera (1753) es quizá su obra maestra,
aunque tampoco hay que olvidar El café, Los chismes del pueblo, La plazuela, El
avaro, Los rústicos y El abanico. Una parte considerable de su producción la
componen obras inspiradas en la Commedia dell'Arte, en las que felizmente
condensa, de forma literaria, toda una tradición que apenas había dejado
textos. Para algunos, esta fzjación textual puede significar una traición al
espíritu de dicho género, a su improvisación y espontaneidad. No obstante,
hemos de decir en su descargo que Goldoni nos ofrece unos ejemplos de calidad
que suponen un nuevo aliciente estético para cuantos practican este género. Aún
hoy en día se programan con absoluta normalidad obras como Arlequín servidor de
dos amos. En sus últimos años de vida, transcurridos en París, Goldoni
asimilará el estilo y las modas de los franceses, que, por lo demás, influirán
en los ingenios más importantes de todos los países.
En esa línea de recuperación de las
tradiciones, cabe situar a Carlo Gozzi
(1720-1806), también veneciano, cuya obra El rey ciervo es modélica del estilo
dieciochesco italiano. Este autor se inspira con frecuencia en fábulas
clásicas, que transforma en delicados juegos escénicos. Es el caso de El amor
de las tres naranjas, Turandot o El pajarito Belverde.
En cuanto a la tragedia neoclásica italiana,
el ejemplo más notorio es Vittorio
Alfieri (1749-1803), apasionado y revolucionario autor que vio en dicho
género la materia idónea para sus inquietudes. Cleopatra, Antígona, Agamenón,
Orestes, Virginia, María Estuardo, Saúl... son algunos de sus títulos más
importantes. En la comedia tuvo peor suerte. Quizá lo que posea más vigencia,
de entre toda su producción, sea la obra autobiográfica Vida, en donde, además
de dar fe de su turbulenta existencia, expone una serie de ideas que explican
con claridad el ambiente de una Europa en crisis política.
3. EL TEATRO INGLÉS
El puritanismo inglés, que duró hasta 1660,
supuso un corte definitivo entre el gran teatro isabelino y los nuevos aires
neoclásicos procedentes de Francia. Los intelectuales aprovecharon el momento
para elevar el tono de sus obras teatrales, y el pueblo descendió notablemente
en su asistencia. Ese refinamiento abundó en el desarrollo de la escenografía y
de las obras musicales, y facilitó la llegada de poetas de gran formación
intelectual, como John Milton (16081674), autor de tragedias como Sansón
agonista (1671).
El local teatral en Londres había
evolucionado desde los tiempos de Shakespeare. La sala estaba ya totalmente
cubierta, procediéndose a la iluminación del escenario por velas o candelas; de
ahí el nombre primitivo de candilejas, o lugar en donde se encuentran las
candelas. Los telones separan siempre, en adelante, el espacio de los actores y
el de los espectadores, apareciendo los decorados pintados, a imitación de los
italianos. También las mujeres podrán ahora actuar con normalidad. Autores
interesantes de este periodo de Restauración son John Dryden (1631-1700), Thomas
Otway (1652-1685), William Congreve (1670-1721) y George Etherege (1635?-1685).
De mayor importancia es John Gay (1685-1732), que alcanzó notoriedad con La
ópera del bandido, que influirá en autores posteriores como el propio Brecht.
En el siglo XVIII los escenarios ingleses se
ven agraciados con el trabajo de un actor excepcional que marcó toda una época:
David Garrick (1717-1779). Además de revisar y poner de moda la obra dramática
de Shakespeare, hizo evolucionar la forma de interpretación, sobre todo en el
campo de la mímica y del movimiento escénico.
4. LAS TEORÍAS ALEMANAS
En Alemania hemos de destacar la labor de Lessing (17291781). Su actividad
teórica y práctica en Hamburgo constituye una de las aportaciones fundamentales
del siglo. Minna van Barnhelm es quizá el primer drama de reivindicaciones
femeninas, pese a que en la elaboración haya una relación con los clásicos. Sus
críticas, reunidas posteriormente en la llamada Dramaturgia de Hamburgo
(17671769) son las más lúcidas páginas preceptivas del momento. Para Lessing,
la gran fuerza psicológica en la expresión creadora era la pasión. A través de
esa vía, procura adecuar el arte a la naturaleza, pero no desde una posición o
sentido determinista. Nunca aceptó el arte como hecho fijo, sino como algo en
constante movimiento y evolución. Prefirió a Shakespeare frente a Voltaire,
aunque éste se encontrase en plena actualidad. Por ello llega a apartarse del
aristotelismo a ultranza, y abre caminos para que nuevas teoréticas aparezcan
por el camino de la irracionalidad.
Lessing se preocupó igualmente por la
interpretación, recogiendo algunas ideas de Diderot sobre el sentido realista
que debía poseer la moderna actuación escénica. Otra obra preceptivista es el
Laocoonte (1766), en donde el debate en torno a lo clásico queda fijado en su
desdén por el clasicismo obsoleto. Lessing será el gran propulsor del teatro
alemán, al que por sus tendencias prerrománticas dedicaremos un merecido
epígrafe en el próximo capítulo.
II. EL NEOCLASICISMO TEATRAL ESPAÑOL
Los nuevos dramaturgos españoles del siglo
XVIII tienden su mirada al exterior, procurando recibir de fuera las
innovaciones de una etapa general de decadencia. Importan formas y contenidos,
sobre todo del teatro italiano y del clasicismo y neoclasicismo franceses.
Refundidores como Cañizares, y teóricos como Luzán, traducen textos de la
importancia de Ifigenia de Racine, o de La clemencia de Tito de Metastasio.
Pronto se radicalizaron dos posturas en torno al teatro del siglo anterior;
una, de evolución, siguiendo pautas francesas de gran influencia política en la
corte de los Borbones; otra, de rígido mantenimiento de los modos clásicos de
antaño.
Bajo la primera tendencia, Ignacio de Losán (1702-1754) procura,
con su Poética (1737), dejar sentadas las normas de preceptiva literaria con
las que revitalizar las estéticas de las letras españolas, sin olvidar el
teatro, al que dedica la Parte Tercera del Tratado. Al concepto de mimesis da
un carácter si cabe más pedagógico que sus antecesores, añadiendo tonos
moralizadores cuando abarca significaciones relativas a la fábula trágica y
cómica; la primera "ha de ser imitación de un hecho de modo apto para
conseguir el temor y la compasión y otras pasiones"; la cómica "ha de
ser imitación o ficción de un hecho en modo apto para inspirar el amor de
alguna virtud, o el desprecio y aborrecimiento de algún vicio o defecto".
No obstante, esta preceptiva no debió tener demasiada repercusión en el medio
escénico español, pues su segunda edición, ya póstuma, no apareció hasta 1789.
Tampoco Nicolás
Fernández de Moratín (1737-1780) había conseguido otra cosa que simples
tanteos de imitación francesa con su comedia La petrimetra (1762), que jamás
subió a las tablas. En sus Desengaños al teatro español censura los defectos de
la escena del Siglo de Oro, en especial de los Autos Sacramentales,
inaceptables para la sensibilidad neoclásica.
En el bando opuesto, como defensores a
ultranza de la antigua comedia y enemigos de las innovaciones francesas,
destaca Vicente García de la Huerta
(1734-1787). Su tragedia Raquel, inspirada en la obra de Lope de Vega Las paces
de los reyes y judía de Toledo, fue un rotundo éxito. Aunque viola la unidad de
tiempo, procura mantenerse no demasiado lejos de los gustos intelectuales de la
época, pese a su postura contraria. Otro caso de curiosa evolución, esta vez
desde tímidas pero firmes posiciones neoclásicas hacia un tradicionalismo
contumaz, fue la del sainetista por antonomasia Ramón de la Cruz (1731-1794). Este autor pudo reconvertir el género
del entremés en piezas de mayor extensión y envergadura, los sainetes, de los
cuales estrenó con enorme éxito cerca de cuatrocientos. En ellos no faltaron
críticas al Neoclasicismo, como las que aparecen en EI Manolo y en El Muñuelo.
1. ILUSTRACIÓN Y REFORMA DEL TEATRO ESPAÑOL
En este tiempo, la política intervino por
primera vez en España en la orientación teatral del país. El refinamiento
francés, que coincidía plenamente con los gustos de la Casa Real, fue ganando
adeptos entre los partidarios de las normas neoclásicas. Era éste un hábito
mantenido por todas las Cortes europeas que se preciaran de elegantes. El conde
de Aranda favoreció la Ilustración, y el intelectual Jovellanos hizo un
planteamiento teórico de reordenación del mundo de la escena en su Memoria
sobre espectáculos (1790). Ante el incremento de representaciones sin un
contenido que supusiera enseñanza moral o adoctrinamiento cultural, Leandro
Fernández de Moratín, recogiendo el testimonio paterno de la influencia
francesa, encabezó el movimiento llamado de reforma de los Teatros de Madrid.
Esta idea fue propuesta al Consejo de Castilla por Santos Díez González,
profesor de Poética y censor oficial, que la había preparado y elaborado de
1787 a 1797. Posteriormente fue estudiada por Moratín, que, siendo ministro
Urquijo, sería nombrado en 1799 director de la junta que coordinaría dicho
proyecto. No obstante, dimitió pronto de su cargo, al no querer compartir
-según Andioc- su responsabilidad con el gobernador del Consejo. El cometido
principal de unos y otros era recomendar una serie de obras y prohibir otras,
bajo la estricta orientación de fomentar exclusivamente ideas que amparasen la
verdad y la virtud. Y en ese medio se movió Moratín, para el que, tras su
dimisión, se creó el cargo de "corrector de comedias antiguas".
Aunque no parece que corrigiera ninguna, sí apuntó la prohibición de unas
seiscientas, de las cuales sólo cincuenta eran del Siglo de Oro -entre otras,
La vida es sueño, El principe constante y La prudencia en la mujer; la mayoría
correspondían a contemporáneos que insistían en la fórmula del siglo anterior.
La Reforma fracasó debido al boicot que le
hicieron los actores y, sobre todo, por el desdén del propio público, que había
sufrido en tres años dos considerables subidas en los precios. Influyó también
la supresión de algunas comedias con cierto marchamo patriótico. La junta
endosó unas pérdidas tan significativas que en agosto de 1801 se volvieron a
programar comedias de magia -a las que volveremos en el punto siguiente- para
conseguir algunos ingresos. La Reforma dejó de cumplirse durante una temporada.
Además de los dichos, es preciso señalar que
los objetivos de la Reforma tenían tintes claramente progresistas. El estado de
la comedia española era francamente deplorable, y de ello dio cuenta expresa
Moratín en La comedia nueva o El café estrenada en 1792, contundente ataque a
los epígonos del postbarroquismo. Entre las interesantes propuestas que hacía
la Reforma estaba la obligación de hacer lógicos repartos de papeles, fundados
más en las aptitudes de los intérpretes que en los puestos que ocupaban en las
compañías. La dignificación del poeta era otra de las aportaciones, así como la
de catalogar al "director" como inmediato jefe de actores y otros
oficiales del teatro, evolución jerárquica del viejo oficio de
"autor". El control de los locales había pasado del Ayuntamiento a la
jurisdicción real, aunque el gobierno pronto devolvió dicho control al
Congreso. El 17 de diciembre de 1806, una Real Orden dejó a cargo del Ayuntamiento
la "dirección, gobierno y manejo total" de los teatros.
2. LA PROHIBICIÓN DE LOS AUTOS SACRAMENTALES
Hay que anteponer el debate sobre el Auto
Sacramental, que se mantuvo a lo largo de esos años, a la decadencia de las
creaciones escénicas en el siglo XVIII y no a la del teatro propiamente dicho,
ya que los locales seguían llenándose pese a la baja calidad de las obras
exhibidas.
Los Autos sacramentales habían languidecido
durante el siglo XVIII. La necesidad de repetir antiguas creaciones fue
poniendo el acento de la originalidad en el espectáculo. Habida cuenta que las
obras de los corrales fueron derivando hacia el género más populachero, la
comedia de magia, con su considerable tramoya, se empezó a identificar
peligrosamente al Auto con la comedia. Si los Autos eran mezclas de asuntos
religiosos y profanos -los cuales inundaban intermedios, principios y finales
de las funciones-, también las enseñanzas que ofrecían aparecían mezcladas,
cosa que se oponía cada vez con mayor intensidad a lo que postulaba la Iglesia.
Por otro lado, las recaudaciones de los Autos tampoco presentaban aspectos tan
saludables como en tiempos pasados. Durante los últimos años de autorización
había compañías que no conseguían ni la mitad de los ingresos previstos. Las
clases populares parecieron apartarse de un género que no lograba la
implicación espiritual de antaño. En los corrales, el Auto se encontraba con
alternativas tramoyísticas superiores a las citadas en las comedias de magia.
Este enfriamiento del pueblo por los Autos no importaba demasiado a la Iglesia,
recelosa de los excesos del teatro, de sus vestuarios inadecuados, de la
correlación entre las reconocidas vidas privadas de los cómicos y los papeles
sagrados que representaban, argumentos salpicados por mil y una banalidades. De
ahí que una Real Cédula de 1765 pusiera punto final a la polémica mantenida
durante décadas, polémica que iba más allá de una aparente disputa entre neoclásicos
y tradicionales. También las comedias de santos seguirán los pasos del Auto
sacramental, pues se prohibieron en 1788.
3. VIDA TEATRAL ESPAÑOLA EN EL SIGLO XVIII
Con respecto al siglo anterior, el teatro,
durante el siglo XVIII, subió más si cabe en su aceptación y participación
popular, llegándose a ciertos extremos, como por ejemplo a exageradas
rivalidades entre las compañías y sus partidarios. T os locales daban
saludables beneficios, y aunque los ingenios no abundaran, se reponían comedias
pasadas. Al mismo tiempo, no fueron pocas las obras de creación absoluta que se
apoyaban en un enorme ejercicio de tramoya para su desarrollo. Fueron las
llamadas comedias de teatro, frente a las comedias sencillas o diarias, que
eran las habituales. Las primeras, más caras en razón de sus costos más
elevados, fueron imponiéndose en el gusto popular. Este aumento se puede
comprobar documentalmente. En la temporada 1795-96, cinco comedias de magia, en
65 representaciones, dieron ingresos similares a 32 comedias del Siglo de Oro
que necesitaron 127 funciones. Salvo algún título atractivo para el gran
público, a finales de siglo los poetas áureos no tenían demasiados adeptos en
las localidades baratas; pero sí los tenían en las caras, es decir, entre las
clases acomodadas. Calderón, por ejemplo, gozaba de más éxito en ediciones que
en corrales.
En las comedias de magia los recursos
tramoyísticos tenían principal protagonismo. La moda francesa también cruzaba
en este caso los Pirineos. Encantos, duendes, diablos, enanos que se convertían
en gigantes, peleas..., estaban a la orden del día, sucediéndose sin cesar. Los
autores buscaban lugares de acción exóticos para sus creaciones. Rusia, por
ejemplo, era lugar geográfico de El mágico de Mogol, de Valladares Sotomayor,
de El mágico de Brocario y El mágico de Astracán, ambas anónimas. En la línea
de las obras de tema mágico, podemos añadir El mágico de Eriván, también
anónima, con situación escénica en Persia, e incluso El mágico de Cataluña.
Quizá la más famosa de estas comedias fuera El mágico foleto. El género, sin
embargo, fue motivo de ironía por parte de los neoclásicos, que veían en él
todas las exageraciones de un posbarroquismo mal asimilado. Leandro Fernández
de Moratín decía con no poco sarcasmo:
Si del todo la pluma desenfrenas
date a la Magia, forja encantamiento,
y salgan los diablillos a docenas,
aquí un palacio vuele por los vientos,
allí un vejete se transforme en rana,
todo asombro ha de ser, todo portentos.
Por otro lado, no es del todo cierto el
tópico extendido por Menéndez Pelayo de que el público gozara sobre todo con
las viejas comedias del Siglo de Oro. Las de magia se llevaron la palma en el
XVIII, aunque, en tiempo de Moratín, éste les disputara el éxito. Con el
estreno de El sí de las niñas consiguió la máxima recaudación y permanencia de
una misma comedia en cartel: 26 días, y la quitaron a teatro lleno por entrar
en tiempo de Cuaresma.
Ya en el siglo XIX, y hasta bien avanzadas su
segunda y tercera década, la comedia de corte moratiniano impuso su ley sobre
todo tipo de teatro. La comedia de magia, consumida principalmente por el
pueblo, acabaría sucumbiendo. Su espectador transmutó sus gustos en el nuevo
artificio que encontró en el drama romántico, como veremos en el próximo
capítulo.
TEXTOS
Hablar, pero también actuar
Hablamos demasiado en nuestros dramas; y
consiguientemente, nuestros actores no actúan bastante. Hemos perdido un arte
cuyos recursos conocían bien los antiguos. La pantomima figuraba en otro tiempo
todas las condiciones, los reyes, los héroes, los tiranos, los ricos, los
pobres, los habitantes de las ciudades, los del campo, seleccionando para
representar a cada estado aquello que le es propio; en cada acción, lo que más
llama en ella la atención. El filósofo Timócrates como asistiera un buen día a
un espectáculo de esta especie, del que su severo carácter lo había mantenido
siempre alejado, dijo: "Quali spectaculo Philosophiae verecundia privavit!"
("La vergüenza privó a la filosofía de semejante espectáculo"). El
cínico Demetrio atribuía todo su efecto a los instrumentos, a las voces y a la
decoración. Así se expresó en presencia de un mimo que le respondió:
"Mírame interpretar sin nada, yo solo; y después di de mi arte lo que te
plazca." Enmudecen entonces las flautas. El mimo actúa, y el filósofo,
enajenado, exclama: "No te estoy viendo solamente, te estoy también
escuchando. Me hablas con las manos."
Y ¿qué efecto no habría producido semejante
arte unido al discurso? ¿Por qué hemos separado lo que la naturaleza ha unido?
(...) Existen momentos que casi sería preciso
dejar enteramente en manos del actor: que él disponga de la escena que hemos
escrito, que repita determinadas palabras, que vuelva sobre determinadas ideas,
que recorte unas y añada otras. En el cantabile, el músico deja a los grandes
intérpretes del canto el libre ejercicio de su gusto y de su talento; el músico
se conforma con marcar los intervalos principales de una canción bella. Lo
mismo debería hacer el poeta que conoce bien a su actor. Porque ¿qué nos
impresiona en el espectáculo del hombre animado por una gran pasión? ¿Sus
discursos acaso? Puede que así ocurra alguna vez. Pero lo que siempre conmueve
son los gritos, las palabras inarticuladas, las voces rotas, algunos
monosílabos que se escapan a intervalos, ese indescriptible murmullo en la
garganta, entre dientes...
(Diderot, Debate sobre El hijo natural.)
"¿Y qué diré del sutil arbitrio que
discurrimos para formar las fábulas de nuestros poemitas? Arbitrio que pareció
tan cómodo, que todo poeta de bien y timorato lo ha escogido para sí, y trazas
llevan de no soltarle hasta la consumación de los siglos. ¡Soberano arbitrio
que ahorra mucho tiempo, y muchos polvos de tabaco, y mucha torcida de candil!
Arbitrio con el cual se forma en un guiñar de ojos cualquier poema [...] El
poeta no tiene más que acostarse y apagar la luz."
(Leandro Fernández de Moratín, La derrota de
los pedantes.)
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