Prerrománticos y románticos
1. El teatro
alemán
1. Un poco de historia
2. El "Sturm und Drang"
3. Otros autores románticos
II. El
romanticismo en Francia
1. El melodrama
2. François-Joseph Talma
(1763-1826)
3. Los románticos franceses
III. El
romanticismo en España
1. El ambiente prerromántico
2. Paradojas del movimiento
romántico español
3. Características generales del
teatro romántico español
4. Ideas escénicas de Larra
5. Un mito romántico: don Juan
Tenorio
IV. Técnicas
escénicas
Textos
En tres países particularmente se dejó sentir con fuerza, con
violencia incluso, el fenómeno romántico: en Alemania, en Francia y en España.
Alemania fue, sin duda, adelantada y precursora. Empecemos este capítulo por su
dramaturgia.
1. EL TEATRO
ALEMÁN
1. UN POCO DE
HISTORIA
Podríamos decir que, al igual que el Renacimiento se inicia en
Italia mucho antes que en otros países de Europa, el Romanticismo se adelanta
en Alemania más de medio siglo a los movimientos plenamente románticos franceses
y españoles. Por ello, este tema debemos iniciarlo en el último tercio del
siglo XVIII alemán y prolongarlo por el primer tercio del siglo XIX, etapa en
la que enlaza con los romanticismos vecinos ya citados.
Por otro lado, nos parece justo y oportuno hacer un breve
recorrido por la tradición teatral germana que desemboca en los periodos que
aquí nos ocupan. La escasa organización -aunque no tanto como se ha venido
diciendo- del teatro germano, en los dos siglos precedentes, se viene achacando
tradicionalmente a causas tales como la falta de centralismo político-cultural;
a las presiones de la ideología luterana; al uso del latín por los
escritores...
Digamos, de entrada, que en las provincias alemanas nos
encontramos, desde tiempos inmemoriales, con un intenso cultivo del espectáculo
y de las fiestas populares. Su mejor manifestación está en los carnavales,
famosos aún hoy en día, particularmente los de Colonia, Lúbeck o Nuremberg. En
Nuremberg, precisamente, surge una figura entrañable que no sería justo echar
en olvido: el zapatero-poeta Hans Sachs (1494-1576), inmortalizado por Wagner
en Los maestros cantores. Cuentan que Sachs llegó a componer más de dos mil
juegos de carnaval, en los que la farsa pícara se aliaba con los consejos
morales.
Durante los siglos XVI y XVII el teatro es alentado en Alemania
por los jesuitas y las compañías inglesas ambulantes. Los jesuitas, a los que
es obligado referirse, cultivaron el teatro en las provincias en las que el
catolicismo no fue destronado por los luteranos. El teatro se convierte en sus
manos en instrumento pedagógico y propagandístico de la ideología católica.
Teatro, pues, ad majorem Dei gloriam; pero, sin duda alguna, teatro de gran
mérito. En unión con los príncipes católicos, que ponían a su disposición toda
clase de medios técnicos y económicos, este teatro de escuelas se convirtió en
una manifestación muy digna: por su calidad de juego, por sus textos y
escenografía. Solían representar historias bíblicas, vidas de santos mártires,
pero también piezas latinas y creaciones costumbristas según el gusto de la
época. Este teatro se hacía en latín, lengua que no era la habitual del pueblo.
Por ello mismo, los encargados de ordenar la fiesta pensaron que esta
dificultad lingüística debía ser compensada con el propio espectáculo a fin de
que el pueblo se distrajera y siguiera el hilo de la historia. Para ello
desarrollaron considerablemente los elementos visuales: decorados pintados que
cambiaban a la vista del público, vestuarios de auténtico lujo, accesorios de
toda especie; incentivaron el papel de la música, en competencia con los
luteranos, considerando los llamados interludios musicales como parte
integrante y esencial de la tragedia; prodigaron las sorpresas y los toques
efectistas: incendios, tempestades con sus truenos, relámpagos y rayos,
milagros, apariciones...
Pronto comenzaron, además, a intercalar frases y escenas en
alemán. Es curioso este fenómeno lingüístico que nos retrae a los inicios del
teatro medieval en otros lugares. Este cultivo del latín en el teatro hasta
mediados del siglo XVIII puede sorprendernos. Pero hemos de recordar que
Leibniz, por ejemplo, escribía normalmente en francés y en latín; o que
Federico II de Prusia usaba el francés en sus cartas y poemas, con desprecio
del alemán, que según decía empleaba para hablar con sus criados, sus perros y
sus caballos.
Tampoco se expresarán en alemán las numerosas compañías inglesas
que deambulan por tierras germanas a partir de finales del siglo XVI,
concretamente a partir de 1592, cuando aparece la primera de ellas en Frankfurt
a las órdenes de Robert Browne. Estas compañías estaban generalmente dirigidas
por un bufón o clown que solía quedarse, en las representaciones, con la parte
más importante; de ahí que, aunque el repertorio se nutría de temas y obras del
periodo isabelino, especialmente de Marlowe y de Shakespeare, las
representaciones abundaban en bastonazos, momentos farsescos, bromas y chistes
obscenos, peleas... Este bufón-maestro de ceremonias inglés estaba al corriente
de los gustos del público popular al que se dirigía, así como de la tendencia
germana hacia lo popular y festivo. De modo que las escenas de horror y de
sangre se compensaban con la risa, a veces de sal gorda, provocada por los
clowns ingleses -y algunos comediantes italianos- que, finalmente, se germanizó
en una figura siempre presente en lo sucesivo: el personaje Hanswurst
(etimológicamente, Juan Salchicha). Este Juan Salchicha recoge la tradición del
personaje cómico medieval que aparecía en el teatro germano por farsas y
misterios. Su importancia fue tal que a él se sometían las obras y su
representación. De ahí que, ya en pleno siglo XVIII, en el que este socarrón
Hanswurst seguía vivito y coleando, algunos pensaran que para que el teatro
alemán entrase en la época moderna, había que empezar por dar muerte -con gran
dolor de corazón- a Juan Salchicha, o, de no atreverse a tanto, debían
expulsarlo de los territorios alemanes.
Pero, ¿cómo? Formulado de otro modo -para no tomarla tanto con el
simpático Juan Salchicha-, ¿cómo acabar con las arlequinadas sin cuento, con
las farsas groseras, con tantas puñaladas que hacían correr la sangre por el
teatro alemán? Goethe pensó que bastaría, para neutralizarlo, con procurarle un
honroso y diplomático matrimonio. Antes de él, Gottsched, profesor de
universidad en Leipzig, pensó haber dado con la solución: aclimatar en las
provincias alemanas a los franceses Moliére, Racine, Voltaire y, con ellos, el
buen gusto y el decoro en la escena. Así lo pensó desde su tribuna universitaria,
y así lo puso en práctica. Pero se equivocó, a pesar de haber contado para su
proyecto y montajes con la colaboración de la extraordinaria actriz Caroline
Neuber y con la ayuda de Federico II de Prusia. Todo quedó en unas ideas
razonables expuestas en su monumental obra, La escena alemana, escrita entre
los años 1741 y 1745.
Y es que Gottsched remaba contra corriente. Contra la corriente de
ese sustrato germano que gusta ver mezclados lo vulgar y lo fantástico, lo
lírico y lo dramático, la risa y el llanto... Ese sustrato colectivo constituía
un terreno abonado no sólo para el inmediato Sturm und Drang, sino incluso para
tendencias posteriores: romanticismo, naturalismo, expresionismo...; ese
sustrato explica la favorable acogida de los ejemplos que el teatro futuro
alemán debía imitar: los isabelinos y el teatro de Calderón, cuya dramaturgia
entusiasmó a Schiller y Goethe y que, más tarde, Schlegel (1767-1845)
propondría como modelo a los románticos en su Teatro español (1803-1809) y en
su Curso de literatura dramática (1809-1811).
2. EL
"STURM UND DRANG"
En 1776, un autor, hoy poco conocido, llamado Friedrich M. Klinger
(1752-1831), escribió una obra titulada Sturm und Drang (Tempestad y pasión).
Estas dos palabras se convirtieron en lema del resurgir dramático alemán. El
Sturm und Drang propugnaba la libertad absoluta del individuo. De ahí la
exaltación del héroe o del genio creador, y de las pasiones como motor de la
actividad humana. Como es de suponer, rechazaron las clásicas unidades, propusieron
un lenguaje entre lírico y naturalista, escribiendo en prosa cuando lo juzgaban
conveniente.
Se consideran obras representativas de esta tendencia el Gütz con
Berlichingen (1773) de Goethe, su novela Werther, el drama de SchiIler Die
Rjuben (Los bandidos, 1781), y Die soldaten (Los soldados, 1776) de Lenz, que
abre, en ciertos aspectos, la tendencia al drama naturalista en Alemania. Lenz
acabaría enfermo de locura, desconocido, en parte debido a los ataques que le
dirigió su rival Goethe.
Goethe
Aunque en Goethe (1749-1832), hombre de una inmensa cultura,
interesado por la magia y el ocultismo, cabe entrever en algún momento una
manifiesta inclinación por los clásicos, la parte más considerable de su
producción, y sin duda la mejor, se mueve en este ambiente prerromántico del
Sturm und Drang, participando plenamente de las ideas de Lessing (ver cap.
anterior, 1, 4). Dejándose llevar de su ímpetu poético compuso obras que
resultaban irrepresentables. El mismo confesaba, a este respecto, que había escrito
"contra el escenario".
Goethe nos interesa también en esta historia por su labor como
administrador teatral. Para entender esta labor hemos de recordar que el teatro
germano era, por tradición, un teatro ambulante. Se achaca este hecho a la
ausencia de una populosa ciudad o capital, al estilo de Londres o París, capaz
de mantener una continuidad creativa centrada en teatros fijos con compañías
permanentes. También esto era posible en Madrid, sin ser ciudad populosa en
extremo en el siglo XVIII, gracias a ser centro de la vida cultural y política
del país. Ninguna de estas circunstancias se daba en Alemania. De ahí que el
espíritu germano soñase con la unidad del país en torno a la lengua,
sentimiento plenamente romántico y legítimo (aunque nunca Goethe podría
sospechar que esta tendencia se contaminase de ideologías mitificadoras de la
grandeza teutona ni menos de los signos totalitarios a que la marcaron en
nuestro siglo). Todo esto se formulaba repetidamente en la necesidad de un
teatro nacional. Hubo distintos brotes aquí y allá a este respecto. Gottsched
ya había gestionado la creación de una Academia germana al estilo de la
francesa, situable en Leipzig.
Goethe se quedó en Weimar, en donde por más de medio siglo fue
consejero del duque, y durante veintiséis años intentó realizar su sueño en la
dirección del Teatro Ducal. Su labor fue ingente: redactó unas normas sobre
dicción y gesticulación que, aunque hoy en día nos parezcan ingenuas y
anticuadas, debieron de ser muy útiles a sus actores; elaboró más de cuatro mil
programas, de los cuales un tercio estaba dedicado al teatro lírico; hizo
bocetos de escenografía, etc.
Schiller
En su teatro de Weimar, Goethe acogió en 1799 a un dramaturgo de
prestigio: Schiller. FRIEDRICH SCHILLER (1759-1805) sabía muy bien lo que era
un teatro, pues en 1782, tras fugarse del ejército, fue gerente del de
Mannheim. Allí escribió su Don Carlos. A la circunstancia de su estancia en
Weimar debe hoy el teatro la existencia de otras obras: María Estuardo, La
doncella de Orleans, La novia de Mesina y Guillermo Tell, en las que el autor
de Los bandidos (1781) manifiesta su afición por el héroe mítico o histórico
inserto en su contexto social. Schiller anuncia claramente todas las tendencias
del drama romántico europeo.
3. OTROS
AUTORES ROMÁNTICOS
El impulso de Goethe y de Schiller puso en marcha la máquina del
teatro en alemán, que ha seguido a pleno rendimiento hasta nuestros días. En la
época que nos ocupa es justo recordar a los inmediatos continuadores, apodados
románticos por los historiadores. Mencionemos ante todo al vienés Franza
Grillparzer (1791-1872) que, en 1817, estrenó su primera obra, La abuela.
Grillparzer era un entusiasta de la dramaturgia calderoniana y obtuvo su mejor
éxito con una adaptación personal de La vida es sueño.
A caballo entre el XVIII e inicios del XIX se desarrolla la obra
de Heinrich von Kleist (1777-1811), espíritu atormentado y romántico que
algunos han considerado como el padre del drama psicológico moderno. Hoy, sin
embargo, se le sigue recordando menos por sus dramas que por su fina y
divertida comedia titulada Der Zerbrochene Krug (El cántaro roto).
A ellos hay que unir la figura de Georg Büchner (1813-1837). A
pesar de la brevedad de su vida, entre 1833 y 1837 compuso dos excelentes obras
a las que los directores vuelven con frecuencia la mirada: La muerte de Danton
y lYoyzeck. Con estos últimos autores, especialmente con Büchner, la escena
alemana se adelanta de nuevo al teatro occidental, marcando el paso del
romanticismo al realismo y al naturalismo.
II. EL
ROMANTICISMO EN FRANCIA
A final de siglo, exactamente en 1789, Francia ofrece al mundo el
mayor espectáculo de la historia contemporánea:, su propia revolución, la
revolución que cuestionó las jerarquías políticas y sociales. Fue un drama
exaltado, furioso, con un reparto de multitudes aunque inicialmente muy
sencillo en su trama y en la distribución de papeles. Con un poco de
imaginación escénico-dramática podríamos reconstruir mentalmente algunos de sus
más patéticos cuadros: las asambleas primeras presididas por un rey que se
tambalea en su trono, en un escenario colosal y con unos vestuarios de
ceremonia que permitían distinguir a los grupos de personajes, los
eclesiásticos, los nobles y el pueblo, que a todo decía que no; o la toma por
las masas de la colosal prisión de la Bastilla, símbolo de la opresión pasada;
o la escena en la que al mismísimo rey le cortan la cabeza.
¿Cómo podían los artistas ignorar estos hechos? No fue posible.
Así que hubo poetas que escribieron sobre lo que todo aquello significaba,
músicos que con las letras de los poetas compusieron melodías que todos
canturreaban o coreaban; y pintores e ilustradores que exaltaban las protestas
indignadas del pueblo. No hay duda de que la revolución favoreció el espíritu
romántico; aunque hemos de reconocer que, unos años más tarde, el
neoimperialismo napoleónico recortase sus libertades. Recordemos que en 1810 se
rompieron los moldes de la primera impresión del libro de Mme. de Staél, De
l'Allemagne, en el que esta prerromántica daba testimonio de lo conseguido por
los alemanes.
El teatro empezó cuestionándose su propia tradición, con sus
personajes encumbrados, su lenguaje magnífico, pero no siempre accesible, sus
rígidas unidades, su decoro, su buen gusto, su verosimilitud... Un gran actor
llamado Talma, indiscutible autoridad en este final de siglo y en el primer
cuarto del XIX, abogará por reformas profundas, pero sin permitir que el teatro
cayese en lo vulgar y sensiblero. Volveremos sobre Talma. De momento digamos
que Talma y el sector teatral que compartía sus ideas se quedó en el centro de
París, en los principales teatros: la Comédie Française, que pasó a llamarse
Théátre de la Republique y el Odéon. Secundarios se consideraban otros teatros:
Vaudeville, Variétés, Ambigu-Comique y Gaité. El nombre de los dos primeros
indica claramente su destino. Los dos últimos estaban exclusivamente
consagrados a un género dramático que hacía furor: el melodrama. Otro teatro
hay que mencionar aún, el Porte Saint-Martin, que en 1809 fue consagrado como
opéra du peuple, una ópera absorbida por el melodrama.
1. EL
MELODRAMA
¿Cómo ocurrieron en realidad las cosas? ¿Qué modelos teatrales
tenía este melodrama, al que seguirá luego el drama romántico?
Se ha visto una clara y quizá exagerada relación de estos géneros
con el Sturm und Drang. Refieren algunos en su apoyo un hecho curioso: el
estreno en París de Los bandidos, de Schiller, en 1782. Esta obra, que por las
mismas fechas había sido prohibida en Inglaterra, sacaba a escena a una
doncella, acosada por un malvado, y a un padre encerrado en una mazmorra;
relataba crímenes sin cuento... No es extraño que la Revolución, muy poco
después, en 1792, nombrara a Schiller ciudadano honorario.
No vamos a negar el parecido del melodrama con la obra de
Schiller. Pero hemos de añadir que, en Francia, el terreno estaba abonado por
otras manifestaciones: las producciones teatrales de Feria, los primitivos
espectáculos de bulevar, las famosas pantomimas habladas de Audinot, el éxito de
algunos dramas sentimentales del XVIII, así como de la novela sensiblera
inglesa y francesa que muchos devoraban con ansiedad.
La Revolución no podrá por menos de dar su espaldarazo a un teatro
que se denomina teatro del pueblo, de ese pueblo olvidado por la escena
francesa desde finales del teatro medieval. Sus primeros contenidos halagaban a
la Revolución. Recordemos aquel grito de ¡Guerra a los castillos y paz a las
cabañas!, que todo París coreó, en 179 l, en el melodrama imitado de Schiller,
Robert, capitán de bandidos.
¿Qué ingredientes entraban en el melodrama para suscitar tal
entusiasmo en las clases populares y posteriormente en la burguesía? Ante todo,
su cañamazo narrativo, de estructuras fijas susceptibles de diversas variantes.
Esto, como es lógico, facilitaba su lectura. En los relatos nos encontramos con
el personaje maduro, el barba, que ha pasado por desgracias sin cuento; con la
niña o muchacha desvalida cuya vida y honra pueden correr graves peligros a
manos del traidor y sus adláteres, hipócritas de la más baja calaña (pues en el
melodrama los malos han de ser muy malos, y los buenos deben tener un corazón
de oro); naturalmente, no falta el héroe bueno, representado frecuentemente por
un joven caballero, apuesto y valiente, cuya misión será castigar al traidor y
acabar proponiendo el matrimonio a la joven por él liberada.
Es fácil suponer la carga de emoción y sensiblería que puede
admitir este esquema. Por otro lado, a las peripecias de la acción se une una
exposición en la que se mezclan las formas más extrañas a fin de distraer al
espectador: drama burgués, paradas, números de circo, danza y música
(etimológicamente, melodrama significar drama con música; la que abundantemente
pudieron ofrecer, en un inicio, los numerosos cancioneros revolucionarios). Es
fácil suponer también que los autores de melodramas obtuvieron éxitos tan
extraordinarios como faltos de precedentes. Pixérécourt, el más prolífico de
todos, contabilizó mil trescientas treinta representaciones de su Tekéli
(1808); mil quinientas de Celina (1800), más de mil de Latude (1834)... Parte
de este éxito era debido al arte de un elenco de actores, especializados en el
género, entre los que destacaron Fréderic Lemaitre y Marie Dorval.
La crítica marxista (A. Ubersfeld) reprochará al melodrama su
pronta asimilación por la burguesía: el torturar a sus víctimas con males y
desgracias cuyo origen parece que se coloca en la naturaleza o en el
comportamiento moral de individuos sin escrúpulos, marginales, en vez de
sugerir o marcar las causas sociales que propiciaban la existencia tanto de las
víctimas como de los verdugos.
Es posible. Pero ello no obsta para que el melodrama ofreciese a
su público momentos de gran emoción en los que, además de la historia
lacrimógena, el "espectáculo era rey", como se decía. En efecto, a lo
ya dicho hay que añadir un elemento clave y, a veces, hasta protagonista: el
marco de la acción que, en escena, se desarrollaba en extraños e ingeniosos
decorados que solían representar preferentemente paisajes abruptos, salvajes,
intimidantes y misteriosos, de signo claramente romántico -antes del
romanticismo propiamente dicho. Estos paisajes nos recuerdan los álbumes
ilustrados ingleses de la época. Los pueblan y decoran, según los casos,
puentes carcomidos, ruinas, rocas y refugios practicables, bosques enmarañados
que acogen en su tenebrosa espesura relámpagos, sonidos siniestros o gritos
lastimeros... Hasta qué punto el paisaje es parte esencial de estas obras puede
indicarlo el hecho, poco usual hasta entonces, de su aparición en muchos
títulos, como si del protagonista de la historia se tratase: El puente del
diablo, La cisterna, Las ruinas de Babilonia...
A pesar de las críticas compasivas y de las prevenciones de los
románticos, ¿sería descabellado decir que muchos de los hallazgos del
romanticismo francés y de la comedia musical inglesa y americana, así como
buena parte de la producción del cine en nuestro siglo ya están en el
melodrama? Volveremos sobre el tema. Pero, ahora, permítasenos hacer un paréntesis
para recordar a un mítico intérprete francés cuya actuación recorre estos años,
convirtiéndose en el exponente de una reforma del teatro al margen del
melodrama.
2.
FRANÇOIS-JOSEPH TALMA (1763-1826)
El que Talma, considerado como un genio o un dios de la escena por
sus contemporáneos, gozase de la amistad de Danton y de Marat, o abandonara la
Comédie Française para constituir el Théatre de la République no es lo más
significativo de su carrera. Sí lo es su rigor al exigir un teatro de la
naturalidad, virtual interpretación acosada tanto por el empaque clásico como
por el enfatismo de los melodramas; un teatro de la autenticidad en todos sus
componentes: vestuario, decorados, gestos, dicción, textos... De ahí que se
impusiese a los dramaturgos y que, consciente de su inmenso prestigio como
actor, no se doblegase ante ninguna directriz o política administrativa. Para
él, la clave del teatro estaba en la acción y en su expresión en el texto. Por
ello, aparte de los clásicos, rechazó a la mayoría de los dramaturgos de su
época (Pichat, Soumet, Guiraud, el joven Lamartine...) a los que reprochó sus
inútiles perífrasis y ornamentos. Un dramaturgo gozó de su especial favor, sin
duda porque se sometió incondicionalmente a sus exigencias: Lebrun. Para Talma
escribió Lebrun Le Cid D'Andalourie y una escandalosa adaptación de María
Estuardo de Schiller, entre otras cosas. El escándalo a que hacemos referencia
estaba en el estilo llano adoptado por Lebrun por exigencia de Talma, quien
empleó un término tan prosaico como mouchoir (que equivaldría a decir en
español moquero por pañuelo). Este estilo y sobre todo el uso de términos y
expresiones "no poéticas" como el que acabamos de indicar eran
intolerables para los críticos de buen gusto.
A la muerte de Talma, Lebrun hizo un fiel retrato de su amigo del
que citamos un extracto:
¿Qué
fue de los consejos que me excitaban, de los avisos que, expresados la mayoría
de las veces por un gesto, una mirada, un movimiento, por palabras sin orden y
sin significación aparentes, se dejaban oír en mí mejor que las palabras más
claras; salían de un alma tan emocionada, de un conocimiento tan profundo del
arte y de los efectos del teatro y hacían comprender en un momento todo un
carácter, toda una situación...; con los temas se acaloraba, los veía ya en el
teatro, los representaba antes de redactar un solo verso; se veía en el
escenario, sentía lo que tal o cual personaje debía decir o hacer en esta o
aquella circunstancia, andaba, gritaba, era arte, naturaleza; se adivinaba, al
verlo, una escena entera; nos hallábamos ante una improvisación sublime; se
podía, por así decirlo, escribir a su dictado.
3. LOS
ROMÁNTICOS FRANCESES
Dos breves escritos conforman principalmente la teoría dramática
romántica, dos escritos que hoy podríamos calificar de manifiestos: el Prefacio
de Cromwell (1827), de Víctor Hugo, y la Carta de Lord*** (1830), de Alfred de
Vigny. Para ellos, la novedad romántica significa, ante todo, oposición a la
tradición clásica, representada en Francia no sólo por la figura de Racine
-exponente sumo de la llamada por Scribe piéce bien faite-, sino por la
dramaturgia trágica del siglo XVIII, centrada particularmente en la figura de
Voltaire. Estos nombres se verán reemplazados en la admiración
poético-dramática por Shakespeare y Schiller.
El terreno estaba abonado tanto en lo social como en lo dramático.
Los románticos no podrán disimular enteramente sus simpatías por el melodrama.
Se sabe que Víctor Hugo era, desde niño, un gran aficionado a este teatro. Por
poco que analicemos el drama romántico descubriremos mil y un elementos melodramáticos.
Pero hay algo más sorprendente: los románticos seleccionaron a sus actores
entre el elenco de los teatros de bulevar. Veían en ellos la plasmación de sus
héroes más que en los actores del Théátre Français. De ahí que los nombres de
Marie Dorval o de Fréderic Lema3tre -llamado el Talma de los bulevares-
apareciesen en los repartos de Hugo, de Vigny o de Dumas, hijo. Incluso se
escribía para ellos expresamente, adaptando los personajes y sus caracteres a
la personalidad de dichos actores y a sus modos de representar -en los que
abundaban los impulsos súbitos, los largos parlamentos exaltados, los gestos
patéticos, los gritos, estertores, desmayos...
En el Prefacio de Cromwell, Víctor
Hugo (1802-1885) atribuye al teatro misiones casi redentoras y, en
cualquier caso, revoluciona rías. Vale la pena detenernos un momento en él. Con
visión de cronista iluminado distingue tres grandes periodos o edades de la
historia: los tiempos prehistóricos o tiempos de la lírica; los tiempos
antiguos, o tiempos de la épica; finalmente, el periodo actual, calificado de
esencialmente dramático. Este último comprende toda la era cristiana y se
caracteriza -de ahí su dramatismo- por el enfrentamiento de fuerzas antagónicas:
el bien contra el mal, el cuerpo contra el espíritu... El teatro es la forma
más adecuada para mostrar, mediante su poesía, estas tensiones y la vía que
lleve a la síntesis de la realidad social y de la naturaleza. Ahí es nada.
Por otro lado, si el drama debe reflejar la existencia humana,
ésta debe evidenciarse en él con todas sus contradicciones, con sus mil caras y
disfraces: lo sublime puede entonces codearse con lo grotesco, "como
ocurre en la vida y en la creación". Para mostrar esta realidad, el drama
debe cuidar lo que llamaban el colorlocal a fin de hacer sentir al espectador
el espacio y el tiempo verdaderos de la acción -sus conflictos sociales, sus
pasiones, sus éxtasis y bajezas. De ese color local habrán de dar cuenta los
caracteres auxiliados por la acción, la lengua, los decorados, los objetos, el
vestuario. Todo ello, así como el deseo manifiesto de marcar sus distancias con
el melodrama y con la comedia burguesa, inclinaron a los románticos por el
drama histórico. Este les permitía la conciliación de la individualidad del
héroe con su mundo social. Seguían así la vía de sus verdaderos maestros:
Shakespeare y Schiller. De este drama histórico son ejemplos destacables:
Enrique IIIy su Corte de A. Dumas; La mariscala de Ancre de A. de Vigny; La
copa y los labios, así como. Lorenzaccio de A. de Musset; y, por supuesto, los
dramas de Víctor Hugo.
Dos títulos de la producción de Víctor Hugo son especialmente
conocidos, los dos situados en España: Hernani (1830) y Kuy Blas (1833). En España
busca Hugo el barroquismo, los contrastes más marcados, las pasiones primarias
y, todo hay que decirlo, la diferencia con Francia, el exotismo que tanto
cautiva a los viajeros europeos. Recordemos que en su libro Las orientales
incluye las composiciones ambientadas en España.
En la historia del teatro, el 25 de febrero de 1830 será
considerado como la fecha de la batalla de Hernani. La expectación era
inusitada. En el local del Théátre Frangais iban a enfrentarse la vieja guardia
clásica y la joven guardia romántica. El dramaturgo había sustituido la claque
habitual por jóvenes buscados en el Barrio Latino por sus amigos de la escuela
romántica: Théophile Gautier, Gé rard de Nerval... Apenas se alzó el telón
comenzaron los insultos y los aplausos. El patio, favorable, contra los
hostiles palcos y galerías superiores. Esta batalla se repitió durante todas
las representaciones que siguieron, con más fuerza si cabe que en la noche del
estreno. De no haber hecho Víctor Hugo tanto ruido con sus Prefacios o de haber
estrenado en una sala de bulevar, todo habría ido sobre ruedas. Pero Víctor
Hugo y los románticos quisieron expresamente dar el asalto al Théátre Frangais,
templo de los clásicos. Buscaban abiertamente la pelea.
En aquel caos de gritos y aplausos, nadie llegaba a enterarse de
lo que estaba ocurriendo en el escenario. El dramaturgo había estructurado los
lances y peripecias en cinco actos -casi cuadros- a los que había dado un
título: El 1, El Rey, presentaba precisamente al Rey Don Carlos (que será
nombrado Emperador Carlos V en el acto IV) en disputa con el proscrito Hernani
por causa de Doña Sol, a la que ambos desean. ¿Dónde? En casa de Doña Sol, no
podía ser en mejor lugar. Para arreglar la situación serán sorprendidos por el
Duque Ruy Gómez de Silva, tío de Doña Sol y prometido a ella en matrimonio.
En el acto II -El bandido- el rey cae en manos de Hernani. El rey
rehúsa luchar con él por considerarlo un bandido. Acto III: El viejo. Día de la
boda del Duque con Doña Sol. Inoportunamente, un peregrino se presenta en el
castillo. Es Hernani que huye de la justicia real. El Duque oculta a Hernani
tras firmar con él un pacto: la cabeza de éste último estará a disposición del
Duque cuando lo requiera. Acto IV: La tumba. Se trata de la tumba de Carlomagno
en Aix-la-Chapelle, en donde Carlos es nombrado Emperador. Hernani y el Duque
son apresados por los soldados imperiales. Pero Carlos inaugura su mandato con
un gesto magnánimo: perdonar a los conjurados contra él y unir en matrimonio a
Doña Sol con Hernani. Golpe de efecto: Hernani se despoja de su disfraz: es el
noble Don Juan de Aragón.
Acto V: La boda. En el palacio de Aragón se celebra la fiesta
nupcial. De pronto, el Duque hace sonar el cuerno, señal de la muerte pactada.
Hernani-Don Juan se envenena junto con Doña Sol. Sobre los cadáveres de los
esposos, el Duque se clava su puñal.
En Hernani, como podemos ver, se infringen todas las normas. La
acción, que dura varios meses, pasa por Zaragoza, los montes aragoneses,
Aix-la-Chapelle... En ella asistimos a intrigas políticas, que reflejan la
historia, mezcladas con un relato sentimental. Se dan ocultamientos y lances
que más parecen de comedia que de tragedia; el personaje de Doña Sol pasa de
mano en mano y de una boda frustrada a una boda de luto...
Junto a Víctor Hugo hay que citar, en justicia, el nombre de
Alfred de Musset (1810-1857), cultivador de un género dieciochesco moral y
delicioso, adaptado a la sensibilidad romántica: el proverbio dramático. Los
proverbios se basan en juegos de imaginación que Musset componía sin esperanzas
de verlos representados. Por esas comedias-proverbios desfila un mundo
convencional y cortés compuesto de siluetas amables y de fantoches tiernamente
ridículos. En decorados irreales se dan cita galanteos, celos, melancolías y
gestos de desesperación. En definitiva, una mezcla de verdad y de fantasía, de
ingenio y de sentimiento. Con Musset nace y muere en Francia la comedia
romántica.
Pero Musset es también autor de algunos grandes dramas, como ya
hemos dicho. En particular, Lorenaccio (1834), muy revalorizado en la
actualidad, pasa por ser la obra maestra del teatro romántico en prosa. En ella
se nos da cuenta de cómo Lorenzo de Médicis, para liberar Florencia de su
primo, el tiránico y disoluto Alejandro, decide atraérselo frecuentando sus
mismos ambientes de depravación. Pero Lorenzo acaba corrompiéndose a su vez,
matando sólo por odio, y dejándose matar. Se ha dicho que, a través de esta
historia magnificada, Musset proyecta su propia biografía. Una de sus comedias
llevaba por título No hay bromas con el amor (On ne badine pas avec l'amour).
En Lorenzaccio se nos advierte que tampoco proceden las bromas con el Mal.
Debemos preguntarnos si los románticos franceses consiguieron sus
grandes y desmedidos propósitos, si vieron cumplidas sus aspiraciones. Max
Milner opina que el gran sueño romántico fue imposible por no haber contado con
las condiciones necesarias para el éxito teatral: inexistencia de tradición
escénica que permitiese a los actores dar con el tono deseado, sin ahogar lo
histórico en las emociones individuales; inadecuación del público, incapaz de
rebasar los conflictos de los personajes y proyectarlos en la historia y en su
historia.
III. EL
ROMANTICISMO EN ESPAÑA
1. EL
AMBIENTE PRERROMÁNTICO
España, que se ha caracterizado con frecuencia por un ligero
retraso en la aparición de tendencias y movimientos artísticos, puede
justificar ahora la demora en la situación crítica de una guerra, la de la
Independiencia, y en una postguerra caracterizada por el absolutismo de
Fernando VII. Este rey, que reinstauró la Inquisición, retrasó con sus medidas
la aparición del espíritu romántico que, como es sabido, tenía un contenido
altamente revolucionario.
Tras el Congreso de Viena (1815), la Europa posnapoleónica asimila
la moda romántica, pero con el matiz conservador que le otorgan las modernas
monarquías asentadas sobre el más puro espíritu tradicional y, aún diríamos
hoy, reaccionario. Pero ni siquiera esa onda atravesó los Pirineos. Tal era el
celo del gobierno del "Deseado".
El término romántico no se utiliza en España hasta 1818, en que
aparece en el periódico madrileño Crónica científica y literaria. Con
anterioridad a esta fecha se empleaba el término romancesco, palabra con una
equivalencia actual a exótico o extravagante. A lo largo del reinado de
Fernando VII (1813-1833), los románticos no tendrían demasiada buena prensa. El
propio Larra, quizá la personalidad romántica por antonomasia de nuestra
cultura, no acabó de autocalificarse como tal. Tampoco su obra llegó a los
extremos de su vida.
2. PARADOJAS
DEL MOVIMIENTO ROMÁNTICO ESPAÑOL
El romanticismo español no pasa de ser un movimiento arrebatado,
con apenas quince años de presencia en el teatro; justamente desde el estreno
de Don Álvaro o la fuerza del sino, en 1835, al de Traidor, inconfeso y mártir,
en 1849. Fue un romanticismo muy leve, pues el movimiento, desde el ímpetu de
Klinger, cincuenta años atrás, habíase amoldado a las modas relajadas de
principios del siglo xix. Algunos detalles en nuestra literatura nos aclaran
definitivamente ese nuevo concepto de romanticismo diluido. Martínez de la
Rosa, uno de los padres de la Constitución de 1812, miembro del ala
ultraliberal de esas Cortes, luchador en Cádiz por la modernización de nuestro
país, era un autor eminentemente neoclásico. Como sabemos, el neoclasicismo fue
un movimiento caracterizado por la recuperación de viejas fórmulas del pasado.
Tras sufrir cárcel, exilio y destierro (1823-1831), llega a conocer nuevas
ideas vedadas en la península, y escribe en París una obra como La conjuración
de Venecia, impregnada de espíritu romántico. Su estreno en Madrid, en 1834, se
considera un precedente imprescindible para establecer la historia del teatro
romántico en España. En ese año, Martínez de la Rosa contaba ya con cuarenta y
seis años, y era presidente del Consejo de Ministros en un gobierno altamente
conservador.
Similar paradoja advertimos en la biografía de Ángel Saavedra,
apasionado combatiente en la Guerra de la Independencia, en la que cayó herido
en la batalla de Ocaña. Fue diputado durante el trienio liberal y condenado a
muerte por sus actividades, aunque consiguió escapar a Gibraltar y Londres. En
su exilio (1823-1834) conoció el Romanticismo, sobre todo en su estancia en
Malta. Regresó con una primera redacción en prosa de Don Álvaro o la fuerza del
sino, que estrenó en Madrid en su forma definitiva en 1835, estreno que los
historiadores equiparan al de Hernani, de Víctor Hugo, por la agresividad con
que fue "acogido". El drama entusiasmó, aunque no así su
interpretación. Tenía Saavedra cuarenta y cuatro años. Para entonces, el
dramaturgo había suavizado sus impulsos juveniles; hereda el ducado de Rivas,
al tiempo que llega a ser embajador, ministro de la Gobernación -en 1836- y
director de la Real Academia. Como Martínez de la Rosa, es un neoclásico metido
un poco a la fuerza en el nuevo estilo, aunque no le podamos negar la entidad
romántica de sus proyectos.
Con anterioridad a Martínez de la Rosa y a Larra, existieron
síntomas de las tendencias románticas en España; pero no dejaron de ser meros
apuntes en géneros literarios distintos del teatro. En éste imperaba la moda
neoclásica, que de alguna manera atravesará el Romanticismo para seguir
instalada en las adaptaciones españolas de la comedia lacrimosa francesa
decimonónica. Martínez de la Rosa había escrito una Poética, en 1822, en la que
no abandonaba las viejas ideas de Boileau. Publicada en 1827, fue un fiel
modelo de eclecticismo. También en el exilio parisiense escribió tragedias neoclásicas,
como Aben-Humeya, redactada entre 1827 y 1830. De 1833, un año antes del
estreno de La conjuración de Venecia, es su Edipo, adaptación de la tragedia de
Sófocles. El talante romántico de Martínez de la Rosa no parece, pues,
absoluto. También el duque de Rivas había cultivado con regularidad la comedia
y la tragedia neoclásicas antes de Don Álvaro. Después, tampoco se prodigó en
dicha tendencia, como lo prueba, entre otras, el drama fantástico El desengaño
en un sueño, 1842, y su discurso de entrada a la Academia.
El romanticismo práctico de Larra se redujo al estreno del Macíac
(1834), ya que sus ideas estéticas, de las que después hablaremos, mezclaban lo
neoclásico con lo romántico, en un curioso y singular ejercicio de estilo.
Fuera de ello, un par de revistas literarias, y algún que otro gesto en favor
del Romancero, son los detalles precursores del movimiento.
3.
CARACTERÍSTICAS GENERALES DEL TEATRO ROMÁNTICO ESPAÑOL
Coincidentes con los alemanes y franceses en sus grandes
directrices, en los románticos españoles advertimos:
● Un notorio afán de transgresión que explica esas mezclas tan
evitadas por los neoclásicos: de lo trágico con lo cómico, de la prosa con el
verso, de las burlas con las veras...
● Abandono de las tres unidades. La acción es tan dinámica y variada
que requiere un constante cambio del espacio, siendo necesario el devenir del
tiempo.
● La complicación de la acción ha de ser explicada en largas
acotaciones que cuentan con precisión sus múltiples peripecias y sorpresas.
Dicha acción se puede mostrar en cinco jornadas, frente a las tres habituales.
● El nivel temático se sitúa en torno al amor, un amor imposible y
perfectísimo, cuyo telón de fondo viene conformado por la historia o la leyenda
-con frecuencia medieval-, con claras referencias a motivos del poder injusto.
● Los héroes románticos, de origen misterioso, están cercanos al
mito. Su destino es incierto, pues suelen sucumbir ante las citadas injusticias
políticas. En este sentido, los protagonistas, que, como los héroes, son apasionados,
no tienen otra misión que la de servir al hombre con su única arma: el amor.
● Los autores utilizan fórmulas dramatúrgicas clásicas, pese a que
la forma sea renovadora. Por ejemplo, la anagnórisis, con que finalizan no
pocos dramas, que suelen reunir un cúmulo de casualidades que, sólo al final,
coinciden desgraciadamente en el escenario.
● En el terreno de la técnica aparecen modernas funciones
dramatúrgicas en la escenografía. Los espectadores gozan de nuevos efectos
escénicos, gracias a las maquinarias que se instalan definitivamente en
escenarios que reúnen condiciones para ello: fondos, laterales y, sobre todo,
telares, para poder hacer mutaciones con cierta rapidez. Es el final del corral
de comedias y el principio de los teatros a la italiana.
4. IDEAS
ESCÉNICAS DE LARRA
No basta que
haya teatro; no basta que haya poetas; no basta que haya actores; ninguna de
estas tres cosas pueden existir sin la cooperación de las otras y difícilmente
puede existir la reunión de las tres sin otra cuarta más importante; es preciso
que haya público. Las cuatro, en fin, dependen en gran parte de la protección
que el gobierno les dispense.
Son palabras de Mariano José de Larra, que dedicó no pocos de sus
artículos a los problemas que acosaban al teatro. En dichas palabras podemos
resumir la estrecha relación que señala entre teatro y sociedad, marcando a
aquél un cierto carácter político. Como buen neoclásico, solicita la presencia
de un público culto; de ahí que critique a los gobiernos el que tengan tímidas políticas
en materia teatral. Como romántico en potencia, requiere la verdad como única
norma preceptiva, ante el acoso de las unidades clásicas. "Cuando
destruidas las antiguas creencias, no se pudo ver en los reyes sino hombres
entronizados y no dioses caídos, no se comprende cómo pudo subsistir la
tragedia heroica aristotélica", dice en otra de sus críticas.
Su pluma se afila de manera extraordinaria cuando habla de los
actores, a los que reprocha su técnica en exceso anticuada. Les achaca falta de
estudios, nulo conocimiento de la gramática castellana y del latín, humanidades
y bellas letras; que no lean ni conozcan a los clásicos, ni el medio en el que
vivieron. Sólo saben -según él que si han de hacer de pícaros pondrán cejas
arqueadas, cara pálida, voz ronca, ojos atravesados, aire misterioso, apartes
melodramáticos"; si de "calavera", que deberán dar "brincos
y zapatetas, carreritas de pies y lengua, vueltas rápidas y habla ligera";
para los graciosos "estiraré mucho la pata, daré grandes voces, haré con
la cara y el cuerpo todos los raros virajes y estupendas contorsiones que
alcance y saldré siempre vestido de arlequín". Si no tienen memoria,
recurrirán al apuntador, incluso si no lo oyeran, improvisarán alguna tontería
para que la gente ría. Corto prontuario de un arte al que tanto aprecia Larra,
pues tan necesario es para su evolución. "Es imprescindible que el actor
dé a su papel aquel color que no pudo con la pluma prestarle el poeta, y que
cree su carácter, copiándole de la sociedad, de la misma fuente de donde aquél
le tomó; para lo cual es preciso que el actor tenga casi el mismo talento y la
misma inspiración que el poeta, esto es, que sea artista." Sus palabras
bastan para explicar el cuidado y empeño en tan difícil periodo como fue el
romántico. De la misma manera reclama para el escenario mejor decoración y más
indicadas luces. Habla de una puesta en escena cada día más necesaria:
"Una comedia no entendida, lánguidamente dicha, sin color y sin
movimiento, es la peor de las comedias por muchas bellezas que encierre."
Esta u otras voces incitaron a los actores a actualizar su vieja
cartilla de recitadores y a entrar por un arte mucho más complejo y difícil, en
la línea de Talma, del que en España se tenían noticias. Isidoro Máiquez
(1768-1820), en concreto, recibió del francés una saludable influencia que,
adaptada al estilo español, sería continuada por otros actores. Máiquez
"creó por sí mismo un nuevo sistema de representación e interpretación
natural, majestuoso y siempre variado, muy distinto en sus manos, en su gesto,
en su voz, del que manejaban Talma en lo trágico y Clauzel en lo cómico",
en palabras de José de la Revilla -que no invalidan la influencia a que hemos
aludido. Pero sería la inauguración del Real Conservatorio de Música, en 1830,
el primer paso hacia la consolidación de los estudios del arte de la
interpretación. Los mejores actores de la época prestaron sus esfuerzos en la
enseñanza del teatro en el Conservatorio. Carlos Latorre lo hizo desde 1833. En
1844 estrenaría Don Juan Tenorio, de Zorrilla, con Bárbara Lamadrid de doña
Inés, actriz entrada en edad para tan singular papel. Quizá fuera ésta una de
las razones del relativo fracaso del famoso drama, en su primera salida al
público. También José Luna fue profesor del Conservatorio y, al igual que
Latorre, pudo utilizar el "don" delante de su nombre, cosa que ningún
actor había conseguido hasta entonces.
5. UN MITO
ROMÁNTICO: DON JUAN TENORIO
Muchos fueron los héroes románticos que hicieron vibrar a los
espectadores españoles de la primera mitad del siglo XIX, desde el trovador
Macías hasta Don Álvaro, pasando por Ruggiero (La conjuración de Venecia),
Manrique (El trovador), Diego e Isabel (Los amantes de Teruel) y otros nombres
que, generalmente, mueren en sus imposibles intentos. Pero ninguno se le puede
comparar, al menos en la admiración suscitada, a Don Juan Tenorio.
Se cuenta que fue un amigo quien insinuó a Zorrilla una
refundición de El burlador de Sevilla, pues No hay plazo que no se cumpla ni
deuda que no se pague de Antonio de Zamora empequeñecía la figura de Don Juan.
Zorrilla redactó una obra casi totalmente original, habida cuenta de los nuevos
ingredientes que añadió a la leyenda, sobre todo en sus elevadas dosis de
teatralidad. Ofrecer a Don Juan en dos momentos de su vida, cortando con cinco
significativos años la tragedia de la muerte de Don Gonzalo con su regreso a
Sevilla, es un acierto sólo atribuible a un hombre de teatro. Si a ello unimos
el sentido de espectáculo que denota el arranque de la obra (en Carnaval), y
los climas de profanación y misterio de ambas partes, tendremos un producto
desigual en versificación, pero perfecto de construcción dramática. Un producto
que gustó poco en su estreno, ~ que su autor vendió por cuatro cuartos a un
editor. Transcurridos dieciséis años, otro actor llamado Pedro Delgado la
reeestrenó con un éxito extraordinario. Para entonces, Zorrilla ya no
percibiría ningún beneficio. Este martirio para un autor, de ver que una obra
da dinero, pero que nada le llega a él, hizo que el poeta vallisoletano
aborreciese su Tenorio. Escribió incluso una zarzuela paródica para que a la
gente dejase de interesarle. Vano intento. Durante un siglo ha sido la obra más
representada del teatro español. Y todo por tener un héroe cargado de elementos
románticos; el mayor de ellos, e! redimir con el amor su condición de burlador,
y el consiguiente perdón divino que dos siglos antes, le había negado un fraile
mercenario o... quién sabe quién.
IV. TÉCNICAS
ESCÉNICAS
Las nuevas técnicas, de las que pudo echar mano el teatro en el
periodo que consideramos, no fueron realmente alarmantes. Vistas
retrospectivamente, se diría que tendían, con su realismo y ansias de
veracidad, a hacer más creíbles los relatos de la historia pasada o de las
leyendas más imposibles.
No es preciso insistir sobre la inadecuación histórica, en siglos
anteriores, del vestuario, el decorado o el mobiliario. Un recorrido por la
pintura del XVIII puede darnos una idea de lo que podía estar ocurriendo en
teatro. La precisión histórica en el vestuario se impondrá progresivamente en
la primera mitad del siglo XIX. En Francia esto fue protegido por los
responsables culturales de la Revolución y por el actor Talma, quiénes, además,
acudían en su apoyo a la autoridad de Diderot y de la recordada actriz, Mme.
Clairon. En Alemania -y aunque no parezca que las tendencias del Sturm und
Drang fuesen a favorecer esta fidelidad histórica-, H. Cottfried Koch la exigió
para la representación de sus contemporáneos. Impuso, por ejemplo, que el Gótz
de Goethe vistiese trajes medievales. Parecido fue el comportamiento en
Inglaterra por parte de Planché y de Charles Kemble.
En cuanto al escenario, la innovación principal, no siempre
adoptada, fue la aceptación del medio cajón, en el que los laterales y el fondo
daban la impresión de constituir auténticas paredes en las que podían
practicarse aberturas -ventanas, puertas. Según parece, también fue idea
alemana la de disponer un techo para sustituir las bambalinas.
La contribución más importante consistió en la adopción del
panorama, importado por primera vez en París en 1799 por el americano Fulton.
El procedimiento, como es sabido, consistía en un telón de fondo que podía
prolongarse por los laterales curvándose en las esquinas. Proyectando sobre él
con habilidad la iluminación se podían obtener efectos llamativos de luces y de
sombras. Algunos de los motivos pintados en dicho telón iban, a veces, en
relieve, a fin de aumentar la ilusión de realidad. Esto llamó tanto la
atención, que en Francia se pensó en el estudio de espectáculos basados en
dicho panorama y en sus representaciones. Un edificio, una vista panorámica, un
puerto, una ciudad en lejanía... Tanta fue la boga del invento que el barón
Taylor -un hombre al que debe mucho el teatro en esta época- fundó en París el
Panorama Dramático con la pretensión empresarial de renovar el arte de la
escena a partir de este elemento. La breve vida del citado teatro (1822-1823)
demuestra que el panorama, a pesar de su efectismo, era sólo un instrumento y
no un constituyente esencial del arte de la escena.
Otra aportación importante fue el gas. Con él resultaba fácil
regular la ilumínación, interrumpirla, etc., dosificando a voluntad su entrada
por los tubos de caucho que lo conducían a la sala y a la escena. En algunos
teatros permitió reducir la iluminación de la sala a una suave penumbra para
centrar la atención del espectador en la escena. Pero el uso del gas entrañaba
riesgos, y durante este siglo XIX y hasta la utilización de la electricidad, se
incendiaron más de cuatrocientos teatros en Europa y América.
En lo que a España se refiere, a principios del siglo XIX todavía
los teatros españoles se alumbraban con candiles, que, amén de iluminar poco,
despedían un olor desagradable que podía mezclarse, a veces, con el de los
orines de los pasillos. Colocados en el borde del escenario, estos candiles
chorreaban hasta la sala. Las localidades -aposentos, cazuela y lunetas- no
eran un dechado de comodidad. Los empresarios no sabían qué era mejor: si tener
la sala despeada, aunque ganaran menos, o tenerla llena, con los consiguientes
embrollos que ello ocasionaba. Galdós describe con todo lujo de detalles, en La
Corte de Carlos IV, el estreno de El sí de las niñas, en 1806, insistiendo en
la incomodidad de nuestros teatros a principios de siglo. Eso es lo que
encuentran los románticos, por lo que opinan que los locales han de reformarse
y modernizarse para admitir decoraciones y montajes que era imposible meter en
los viejos corrales.
TEXTOS
(VICTOR HUGO, Prefacio de Cromwell,1827.)
¡Abajo las poéticas!
Digámoslo sin temor alguno. No dejaría de resultar extraño que
en esta época nuestra, la libertad, como la luz, penetrara por doquier excepto
en lo que es por naturaleza lo más libre de todo: las cosas del espíritu.
¡Derribemos las teorías, las poéticas, los sistemas! ¡Abajo con ese viejo
enlucido que enmascara la fachada del arte! ¡No más reglas ni modelos!, o,
mejor, ¡no más reglas que las leyes generales de la Naturaleza -que planea
sobre el arte todo- y las leyes especiales que, en cada composición, resulten
de las condiciones propias de cada tema! Las primeras son eternas, interiores,
de ahí su permanencia; las segundas variables, exteriores, por lo que sólo
sirven una vez. Las primeras constituyen el armazón que sostiene el edificio;
las segundas los andamios que sirven para construir, pero que es preciso
rehacer a cada nuevo edificio. Constituyen éstas la osamenta, aquéllas el
ropaje del drama (...).
El poeta -hemos de insistir sobre este punto- sólo debe dejarse
aconsejar por la naturaleza, por la verdad y por la inspiración -que es también
una verdad y una naturaleza. "Quando he", que dice Lope de Vega:
Quando
he de escribir una comedia
encierro
los preceptos con seis llaves (...)
Si dispusiéramos de la facultad de decir cuál había de ser,
para nuestro gusto, el estilo del drama, querríamos para él un verso libre,
franco, leal, que se atreviese a decirlo todo sin gazmoñería, a expresarlo todo
sin rebuscamientos; que pasase de modo natural de la comedia a la tragedia, de
lo sublime a lo grotesco; positivo o poético, siempre artista e inspirado,
profundo y repentino, amplio y verdadero; que a propósito supiera romper y
desplazar la cesura para enmascarar la monotonía del alejandrino; más amigo del
encabalgamiento que dilata que de la inversión que todo lo enmaraña (...);
inagotable en la variedad de sus giros, inalcanzable en los secretos de la
elegancia y la factura; que adopte, como Proteo, mil formas sin cambiar de
modelo ni de carácter; que huya de la tirada; que se realice en el diálogo; que
siempre ande oculto tras el personaje...
(MARTÍNEZ DE LA ROSA, Poética.)
Al
arte toca dar a una acción sola
la
debida extensión y el propio enlace,
sin
que desnuda y lánguida aparezca,
ni
en su oscuro artificio se embarace:
para
el drama nacida,
parezca
que ella misma de buen grado
llena
y completa la cabal medida;
y
en su propia importancia, a su grandeza
consigo
lleve su mayor belleza.
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