FAUSTO
(Con un racimo de llaves y una lámpara delante de una pequeña puerta de hierro). Siento que toma control sobre mí un estremecimiento inesperado, al solo aspecto de todas las calamidades humanas. Aquí es donde ella se encuentra, sin que nos separe más que esa triste pared húmeda. ¡Y no consistió su crimen más que en una agradable ilusión! ¡Tiemblas al acercártele! ¡Temes volver a verla! Pero entra, porque en tu indecisión corre el tiempo que la separa del cadalso.
(Toman las llaves. Cantan adentro)
Después de haberme matado y comido mis bárbaros padres,arrojó mi pobre hermanita mis huesos al pie de un viejo sauce, junto al que corría un tranquilo arroyo, en un sitio húmedo. Apenas había corrido un mes, cuando me vi convertida en una hermosa ave del bosque. ¡Vuela, vuela!
FAUSTO (Mientras abre la puerta) ¡Qué lejos está de creer que su amante la busca, que oye el rumor de sus cadenas y hasta el crujir de la paja sobre la que yace!
(Entra)
MARGARITA. ¡Ah! Ya vienen por mí. ¡Muerte horrible!
FAUSTO. ¡Silencio! ¡Silencio! Vengo a rescatarte.
MARGARITA. Si eres hombre, ten piedad de mi mala suerte.
FAUSTO.- Vas a despertar con tu voz a los guardias dormidos.
(Trata de quitarle las cadenas)
MARGARITA. (De rodillas).- Verdugo, ¿quién te ha dado tanto poder sobre mí? ¡No es más que media noche y vienes ya en mi busca! Ten piedad de mí y déjame vivir hasta que llegue el día. ¿Acaso no es un plazo muy corto? ¡Soy tan joven para morir! También fui hermosa por mi desdicha. Mi amado estaba cerca de mí y ahora está muy lejos; no queda de mi corona ni una sola flor ... No me tomes con tal brusquedad; trátame dulcemente, que ningún mal te he hecho. No sea insensible ante mi dolor, pues ni siquiera te he visto nunca.
FAUSTO.- ¡Cómo resistir a tanta pena!
MARGARITA.- Estoy en tu poder por completo; déjame dar de comer a mi hijo; toda la noche lo he mecido en mi seno y luego me lo han quitado para darme tormentos, diciendo ahora que soy yo quien lo ha matado.
FAUSTO. Ante ti tienes al hombre que te ama, que viene a abrir la puerta de tu triste prisión.
MARGARITA, de rodillas también.- Sí, sí, arrodillémonos en el altar para implorar la protección celestial, ya que debajo de esas gradas y de ese umbral el infierno hierve. ¡Si oyeras el rumor de espanto con que ruge el espíritu maligno!
FAUSTO.- ¡Margarita! ¡Margarita!
MARGARITA.- Es la voz de mi amante.
(Se levanta y le caen las cadenas)
MARGARITA.- ¿Dónde está? Él era quien me llamaba y desde ahora estoy libre, ya no hay quien me detenga. Quiero correr a sus brazos y descansar en su pecho. Margarita ha dicho, desde el umbral, y en medio de los aullidos y el estruendo infernales, y de las terribles carcajadas de los condenados, he reconocido su dulce y querida voz.
FAUSTO.- ¡Sí, soy yo!
MARGARITA.- ¡Eres tú! ¡Ah! ¡Dímelo de nuevo!
(Lo abraza)
MARGARITA.- ¡Él! ¡Él! ¿Qué ha pasado ahora con todos los tormentos, todas las angustias y la agonía de los calabozos, y el peso de mis cadenas? ¡Eres tú que vienes a salvarme; estoy ya salvada! Sí, he aquí la calle en que te vi la primera vez y el bello jardín donde estábamos con Marta.
FAUSTO. (atrayéndola con la mano).- ¡Sígueme! Ven, no demoremos.
MARGARITA.- ¡Ah! ¡Quédate! Me gusta tanto estar contigo!
(Le ofrece las más tiernas caricias)
FAUSTO.- Date prisa, porque no hay un momento que perder si no queremos pagarlo caro.
MARGARITA.- ¡Qué es eso! ¿No puedes ya abrazarme? ¿Será posible, amor, que en tan poco tiempo hayas perdido ya la costumbre de abrazarme? ¿A qué viene la inquietud que siento en tus brazos, cuando antes bastaba la menor de mis palabras o una sola de tus miradas para convertir mi espíritu en el cielo? ¡Abrázame que si no, yo lo haré!
(Le echa los brazos al cuello)
MARGARITA.- ¡Cielos! Tu labio está mudo y frío. ¿Qué pasó con tu amor? ¿Quién me lo ha robado?
(Se separa de él)
FAUSTO.- Ven, sígueme, buena amiga; que te anime la idea de que es infinito el ardor de mi amor por ti. Sólo te pido que vengas conmigo.
MARGARITA, con la vista fija.- ¿Entonces eres tú? ¿Estás seguro?
FAUSTO.- Sí, lo soy: sígueme ahora.
MARGARITA.- Rompes mis cadenas y vuelves a admitírme en tu pecho. ¿Cómo es que mi aspecto te causa horror? ¿Sabes, querido, a quién das la libertad?
FAUSTO.- Ven, ven, porque es la noche cada vez más clara.
MARGARITA.- Maté a mi madre y ahogué a mi hijo, que también era tuyo. ¡Y eres tú! Casi no lo creo. Dame tu mano para convencerme de que no se trata de un sueño; dame tu mano querida. ¡Ah! ¡Pero está húmeda! Me parece que está bañada en sangre. ¡Dios mío! ¿Qué has hecho? Te suplico que guardes esa espada.
FAUSTO.- Para lo pasado no hay remedio; deja de pensar. ¿Quieres que yo muera?
MARGARITA.- No. Necesito que vivas. Quiero nombrarte los sepulcros de los que debes cuidarte desde mañana mismo: harás que sea el mejor para mi pobre madre; pondrás a mi hermano cerca de ella y estará el mío algo apartado, pero no mucho, con nuestro hijo a mi lado derecho. Nadie más querrá descansar cerca. Estar siempre a tu lado era para mí la mayor bendición; pero no sólo no he dejado de desearlo, sino que hasta creo que me violento para acercarme a tí, por el temor a tu rechazo. Y a pesar de ello eres tú ¡y me miras con dulce ternura!
FAUSTO.- Ya ves que soy yo; ven ahora conmigo.
MARGARITA.- ¿Adónde quieres que te acompañe?
FAUSTO.- Fuera de aquí para ser libres.
MARGARITA.- Afuera están el sepulcro y la muerte que me acechan; vamos, ven a mi lado por última vez, ya que he de ir desde aquí al lecho de eterno descanso. ¿Te vas, Enrique? ¡Ah! ¡Si acaso pudiera ir contigo!
FAUSTO.- Puedes hacerlo si quieres; la puerta está abierta.
MARGARITA.- No me atrevo a salir, porque ya nada espero. Además, ¿de qué nos serviría huir, si al final nos alcanzarían? ¡Es tan triste tener que mendigar con la conciencia sucia, arrastrando una existencia miserable en país lejano! Por otra parte, como te he dicho, tampoco lograría fugarme.
FAUSTO.- Pues yo también me quedaré a tu lado.
MARGARITA.- ¡Pronto, pronto, salva a tu pobre hijo! Ve por la senda que haya lo largo del arroyo y no te detengas hasta el estanque que está después del pequeño puente de madera, donde lo hallarás luchando todavía por salir del agua. Sobre todo, procura salvarlo de la muerte.
FAUSTO.- Vuelve en ti, pues serás libre si sólo das un paso.
MARGARITA.- ¡Si hubiéramos cruzado la montaña, habríamos encontrado a mi madre sentada en una piedra, moviendo la cabeza, pero sin hacerme seña alguna, ni mirarme, después de dormir tanto tiempo. ¡También dormía mientras nos deleitábamos! ¡Qué pronto se fueron esas horas de placer!
FAUSTO.- Ya que nada consiguen mis palabras y mis ruegos, me veré obligado a sacarte de aquí a la fuerza.
MARGARITA.- Déjame, no uses la violencia y deja de tomarme con tanta rudeza. ¿No sabes que por amor hice todo?
FAUSTO.- Empieza a amanecer, vida mía.
MARGARITA.- ¡El día! Sí, el último que entra para mí en este lugar. ¡Ése había de ser el día de mi boda! No digas a nadie que has estado junto a Margarita. ¡Ah! ¡Mi corona! ¡Ya se ha vuelto ceniza! Nos volveremos a ver pero no en el baile. La multitud se agrupa sin que la plaza y las calles basten para contenerla. La campana me llama y la vara de la justicia se ha roto, cuando así me sujetan y encadenan; aquí estoy ya en el camino del patíbulo. Todos tiemblan a la vista de la fatal cuchilla que cuelga de mi cuello. He aquí un pueblo mudo como sepulcro.
FAUSTO.- ¡Ah! ¿Por qué he nacido?
MEFISTÓFELES. (En el dintel de la puerta.- Salgan o están perdidos. Olviden las palabras superfluas y la desesperación inútil. Mis caballos se impacientan y va a llegar el amanecer.
MARGARITA.- ¿Quién es el que así sale de debajo de la tierra? ¡Él! ¡Siempre él! Sácalo de aquí. ¿Por qué viene a esta santa mansión? ¡Si querrá llevarme!
FAUSTO.- ¡Es preciso que vivas!
MARGARITA.- ¡Justicia del cielo, a ti me encomiendo!
MEFISTÓFELES, a Fausto.- Ven, ven o te abandono con ella.
MARGARITA.- Tuya soy, padre. ¡Sálvame! ¡Ángeles, santas legiones, protéjanme! Enrique, ¡me horrorizas!
VOZ DE LO ALTO.- ¡Está salvada!
MEFISTÓFELES, a Fausto.- Sígueme. (Desaparece con Fausto)
VOZ LEJANA, que pierde fuerza.- ¡Enrique! ¡Enrique!
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