Obra: Medea, de Euripides.
Salgo
de mi palacio, ¡oh mujeres corintias!, para que no me reconvengáis. Sé bien que
algunos que viven en el extranjero, lejos de su patria, son orgullosos, y que
otros, de costumbres apacibles y olvidadizos de ella, pasan tranquilamente la
vida. No mora la justicia en los ojos de los hombres, pues antes de conocer a
fondo a los demás, odian a la simple vista, sin ser provocados a ello por
injuria alguna. El que recibe hospitalidad debe adoptar las costumbres de la
ciudad que se la da, pues no alabo al ciudadano, sea el que fuere, de arrogante
índole, que con su necedad molesta a sus conciudadanos. Este mal, que me ha
sobrevenido cuando no lo esperaba, ha desgarrado mi corazón acabando conmigo, y
como la vida no tiene ya atractivo para mí, deseo morir, ¡Oh amigas! Mi esposo,
el peor de los hombres, me ha abandonado, cuando en él tenía cifrada mi mayor
dicha; de todos los seres que sienten y conocen, nosotras las mujeres somos las
más desventuradas, porque necesitamos comprar primero un esposo a costa de
grandes riquezas y darle el señorío de nuestro cuerpo; y este mal es más grave
que el otro, porque corremos el mayor riesgo, exponiéndonos a que sea bueno o
malo. No es honesto el divorcio en las mujeres, no es posible repudiar al
marido. Habiendo de observar nuevas costumbres y nuevas leyes, como son las del
matrimonio, es preciso ser adivino (no habiéndolas aprendido antes, como
sucede, en efecto) para saber cómo nos hemos de conducir con nuestro esposo. Si
congenia con nosotras (y es la mayor dicha) y sufre sin repugnancia el yugo, es
envidiable la vida; si no, vale más morir. El hombre, cuando se halla mal en su
casa, se sale de ella y se liberta del fastidio o en la del amigo, o en la de
sus compañeros; mas la necesidad nos obliga a no poner nuestra esperanza más
que en nosotras mismas. Verdad es que dicen que pasamos la vida en nuestro
hogar libres de peligros, y que ellos pelean con la lanza; pero piensan mal,
qué más quisiera yo embrazar tres veces el escudo que parir una sola. Pero tu
suerte es distinta de la mía, y contigo no rezan mis palabras; esta es tu
patria, este tu hogar paterno, y aquí disfrutas de las comodidades de la vida y
del trato de los amigos; yo sin ellos, desterrada, sufriendo afrentas de mi
marido, que me robó de un país bárbaro, no tengo madre, ni hermano, ni
parientes que me consuelen en esta calamidad. Sólo, pues, desearía que me
indicases algún medio de vengarme de estos males que mi esposo me causa, y del
que le dio a su hija en matrimonio, y de ella, y que lo calles. Porque la mujer
es siempre tímida, cobarde en la lucha y sin ánimo para mirar tranquilamente el
acero; pero cuando la injuria que recibe afecta a su tálamo conyugal, no hay
nadie más cruel.
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