Obra: La celestina, de Fernando de Rojas.
Pleberio.
¡Ay, ay,
noble mujer! Nuestro gozo en el pozo. Nuestro bien todo es perdido. ¡No
queramos más vivir! Y porque el incogitado dolor te dé más pena, todo junto sin
pensarle, porque más presto vayas al sepulcro, porque no llore yo solo la
pérdida dolorida de entrambos, ves allí a la que tú pariste y yo engendré,
hecha pedazos. La causa supe de ella; más la he sabido por extenso de esta su triste
sirvienta. Ayúdame a llorar nuestra llagada postrimería. ¡Oh gentes, que venís
a mi dolor! ¡Oh amigos y señores, ayudadme a sentir mi pena! ¡Oh mi hija y mi
bien todo! Crueldad sería que viva yo sobre ti. Más dignos eran mis sesenta
años de la sepultura que tus veinte. Turbose la orden del morir con la tristeza
que te aquejaba. ¡Oh mis canas, salidas para haber pesar! Mejor gozara de
vosotras la tierra que de aquellos rubios cabellos que presentes veo. Fuertes
días me sobran para vivir; ¿quejarme he de la muerte? ¿Incusarle he su
dilación? Cuanto
tiempo me dejare solo después de ti, fálteme la vida, pues me faltó tu
agradable compañía. ¡Oh mujer mía! Levántate de sobre ella y, si alguna vida te
queda, gástala conmigo en tristes gemidos, en quebrantamiento y suspirar. Y si
por caso tu espíritu reposa con el suyo, si ya has dejado esta vida de dolor,
¿por qué quisiste que lo pase yo todo? En esto tenéis ventaja las hembras a los
varones, que puede un gran dolor sacaros del mundo sin lo sentir o a lo menos
perdéis el sentido, que es parte de descanso. ¡Oh duro corazón de padre! ¿Cómo
no te quiebras de dolor, que ya quedas sin tu amada heredera? ¿Para quién
edifiqué torres? ¿Para quién adquirí honras? ¿Para quién planté árboles? ¿Para
quién fabriqué navíos? ¡Oh tierra dura!, ¿cómo me sostienes? ¿Adónde hallará
abrigo mi desconsolada vejez? ¡Oh fortuna variable, ministra y mayordoma de los
temporales bienes!, ¿por qué no ejecutaste tu cruel ira, tus mudables ondas, en
aquello que a ti es sujeto? ¿Por qué no destruiste mi patrimonio? ¿Por qué no
quemaste mi morada? ¿Por qué no asolaste mis grandes heredamientos? Dejárasme
aquella florida planta, en quien tú poder no tenías; diérasme, fortuna
fluctuosa, triste la mocedad con vejez alegre, no pervirtieras la orden. Mejor
sufriera persecuciones de tus engaños en la recia y robusta edad que no en la
flaca postrimería. ¡Oh vida de congojas llena, de miserias acompañada! ¡Oh
mundo, mundo! Muchos mucho de ti dijeron, muchos en tus cualidades metieron la
mano, a diversas cosas por oídas te compararon; yo por triste experiencia lo
contaré, como a quien las ventas y compras de tu engañosa feria no
prósperamente sucedieron, como aquel que mucho ha hasta ahora callado tus
falsas propiedades, por no encender con odio tu ira, porque no me secases sin
tiempo esta flor, que este día echaste de tu poder. Pues ahora sin temor, como
quien no tiene qué perder, como aquel a quien tu compañía es ya enojosa, como
caminante pobre, que sin temor de los crueles salteadores va cantando en alta
voz. Yo pensaba en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por
algún orden; ahora visto el pro y la contra de tus bienandanzas, me pareces un
laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras, juego de
hombres que andan en corro, laguna llena de cieno, región llena de espinas,
monte alto, campo pedregoso, prado lleno de serpientes, huerto florido y sin
fruto, fuente de cuidados, río de lágrimas, mar de miserias, trabajo sin
provecho, dulce ponzoña, vana esperanza, falsa alegría, verdadero dolor.
Cébasnos, mundo falso, con el manjar de tus deleites; al mejor sabor nos
descubres el anzuelo: no lo podemos huir, que nos tiene ya cazadas las
voluntades. Prometes mucho, nada cumples; échasnos de ti, porque no te podamos
pedir que mantengas tus vanos prometimientos. Corremos por los prados de tus
viciosos vicios, muy descuidados, a rienda suelta; descúbresnos la celada,
cuando ya no hay lugar de volver. Muchos te dejaron con temor de tu arrebatado
dejar: bienaventurados se llamarán, cuando vean el galardón que a este triste
viejo has dado en pago de tan largo servicio. Quiébrasnos el ojo y úntasnos con
consuelos el casco. Haces mal a todos, porque ningún triste se halle solo en
ninguna adversidad, diciendo que es alivio a los míseros, como yo, tener
compañeros en la pena. Pues desconsolado viejo, ¡qué solo estoy! Yo fui
lastimado sin haber igual compañero de semejante dolor; aunque más en mi
fatigada memoria revuelvo presentes y pasados. Que si aquella severidad y
paciencia de Paulo Emilio me viniere a consolar con pérdida de dos hijos
muertos en siete días, diciendo que su animosidad obró que consolase él al
pueblo romano y no el pueblo a él, no me satisface, que otros dos le quedaban
dados en adopción. ¿Qué compañía me tendrán en mi dolor aquel Pericles, capitán
ateniense, ni el fuerte Jenofonte, pues sus pérdidas fueron de hijos ausentes
de sus tierras? Ni fue mucho no mudar su frente y tenerla serena y el otro
responder al mensajero que las tristes albricias de la muerte de su hijo le
venía a pedir, que no recibiese él pena, que él no sentía pesar. Que todo esto
bien diferente es a mi mal. Pues menos podrás decir, mundo lleno de males, que
fuimos semejantes en pérdida aquel Anaxágoras y yo, que seamos iguales en
sentir y que responda yo, muerta mi amada hija, lo que él su único hijo, que
dijo: como yo fuese mortal, sabía que había de morir el que yo engendraba.
Porque mi Melibea mató a sí misma de su voluntad a mis ojos con la gran fatiga
de amor que la aquejaba; el otro matáronle en muy lícita batalla. ¡Oh
incomparable pérdida! ¡Oh lastimado viejo! Que cuanto más busco consuelos,
menos razón hallo para me consolar. Que si el profeta y rey David al hijo que
enfermo lloraba, muerto no quiso llorar, diciendo que era casi locura llorar lo
irrecuperable, quedábanle otros muchos con que soldase su llaga; y yo no lloro
triste a ella muerta, pero la causa desastrada de su morir. Ahora perderé
contigo, mí desdichada hija, los miedos y temores que cada día me empavorecían:
sola tu muerte es la que a mí me hace seguro de sospecha. ¿Qué haré cuando
entre en tu cámara y retraimiento y la halle sola? ¿Qué haré de que no me
respondas si te llamo? ¿Quién me podrá cubrir la gran falta que tú me haces?
Ninguno perdió lo que yo el día de hoy, aunque algo conforme parecía la fuerte
animosidad de Lambas de Auria, duque de los genoveses, que a su hijo herido con
sus brazos desde la nao echó en la mar. Porque todas estas son muertes que, si
roban la vida, es forzado de cumplir con la fama. Pero ¿quién forzó a mi hija a
morir, sino la fuerte fuerza de amor? Pues, mundo, halaguero, ¿qué remedio das
a mi fatigada vejez? ¿Cómo me mandas quedar en ti, conociendo tus falacias, tus
lazos, tus cadenas y redes, con que pescas nuestras flacas voluntades? ¿A dónde
me pones mi hija? ¿Quién acompañará mi desacompañada morada? ¿Quién tendrá en
regalos mis años que caducan? ¡Oh amor, amor! ¡Que no pensé que tenías fuerza
ni poder de matar a tus sujetos! Herida fue de ti mi juventud, por medio de tus
brasas pasé: ¿cómo me soltaste, para me dar la paga de la huida en mi vejez?
Bien pensé que de tus lazos me había librado, cuando los cuarenta años toqué,
cuando fui contento con mi conyugal compañera, cuando me vi con el fruto que me
cortaste el día de hoy. No pensé que tomabas en los hijos la venganza de los
padres. Ni sé si hieres con hierro ni si quemas con fuego. Sana dejas la ropa;
lastimas el corazón. Haces que feo amen y hermoso les parezca. ¿Quién te dio
tanto poder? ¿Quién te puso nombre que no te conviene? Si amor fueses, amarías
a tus sirvientes. Si los amases, no les darías pena. Si alegres viviesen, no se
matarían, como ahora mi amada hija. ¿En qué pararon tus sirvientes y sus
ministros? La falsa alcahueta Celestina murió a manos de los más fieles
compañeros, que ella para su servicio emponzoñado jamás halló. Ellos murieron
degollados. Calisto, despeñado. Mi triste hija quiso tomar la misma muerte por
seguirle. Esto todo causas. Dulce nombre te dieron; amargos hechos haces. No
das iguales galardones. Inicua es la Inicua es la ley, que a todos igual no es.
Alegra tu sonido; entristece tu trato. Bienaventurados los que no conociste o
de los que no te curaste. Dios te llamaron otros, no sé con qué error de su
sentido traídos. Cata que Dios mata los que crió; tú matas los que te siguen.
Enemigo de toda razón, a los que menos te sirven das mayores dones, hasta
tenerlos metidos en tu congojosa danza. Enemigo de amigos, amigo de enemigos,
¿por qué te riges sin orden ni concierto? Ciego te pintan, pobre y mozo.
Pónente un arco en la mano, con que tiras a tiento; más ciegos son tus
ministros, que jamás sienten ni ven el desabrido galardón que saca de tu
servicio. Tu fuego es de ardiente rayo, que jamás hace señal donde llega. La
leña que gasta tu llama son almas y vidas de humanas criaturas. Las cuales son
tantas que de quién comenzar pueda, apenas me ocurre. No sólo de cristianos; más
de gentiles y judíos y todo en pago de buenos servicios. ¿Qué me dirás de aquel
Macías de nuestro tiempo, cómo acabó amando, cuyo triste fin tú fuiste la
causa? ¿Qué hizo por ti Paris? ¿Qué Elena? ¿Qué hizo Clitemnestra? ¿Qué Egisto?
Todo el mundo lo sabe. Pues a Safo, Ariadna, Leandro, ¿qué pago les diste?
Hasta David y Salomón no quisiste dejar sin pena. Por tu amistad Sansón pagó lo
que mereció, por creerse de quien tú le forzaste a darle fe. Otros muchos que
callo, porque tengo harto que contar en mí mal. Del mundo me quejo, porque en
sí me crió, porque no me dando vida, no engendrara en él a Melibea, no nacida
no amara, no amando cesara mi quejosa y desconsolada postrimería. ¡Oh mi
compañera buena! ¡Oh mi hija despedazada! ¿Por qué no quisiste que estorbase tu
muerte? ¿Por qué no hubiste lástima de tu querida y amada madre? ¿Por qué te
mostraste tan cruel con tu viejo padre? ¿Por qué me dejaste, cuando yo te había
de dejar? ¿Por qué me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste triste y solo?
Hola Clase
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